Cuando se camina entre las sombras de la media tarde a lo largo de la carretera que desde Millana corre paralela al Guadiel, con dirección a Villanueva y después a tierras de Molina, en seguida aparece como colgada de un leve montículo a nuestra izquierda la villa de Salmerón.
-¡No, hombre, no! Vuélvase otra vez por donde venía porque tiene el pueblo a menos de un kilómetro de aquí. Está ahí, a la vuelta.
Me había perdido, sí. Me había perdido por falta de señalización en la carretera, por falta de atención o por las dos cosas a la vez. El hombre que conducía por allí un tractor cargado de leña me rectificó, sorprendiéndose un poco de que alguien se pudiera perder en un camino tan fácil, en un camino que él se recorre un par de veces al día y que conoce, palmo a palmo, con los ojos cerrados.
-Pero no se preocupe, que eso le pasa a cualquiera.
Arriba, en la plaza de la Fuentecilla, hay tres olmos y asientos de hormigón alrededor que dan la vuelta a la pista central, también de cemento. Un grupo de ancianos hablan junto a la fuente sin escucharse, ya pocos metros pelotea en el frontón un mozalbete de capital con una raqueta de tenis.
Desde la Fuentecilla hasta la Plaza Mayor no queda apenas distancia; tan sólo la que ocupa la mole impresionante de su iglesia que, como edificio de interés, atrae la atención y las miradas de todo el que llega nuevo. La plaza de Salmerón, una de las más bellas que conozco, es como un hermoso juego de soportales sobrepuestos a los vetustos caserones, entre los que destaca a primera vista la Casa Consistorial. Sobre las piedras de sillería que conforman la primitiva fachada del Ayuntamiento hay, perfectamente legibles desde el siglo XVII, sentencias morales y extractos breves de la Sagrada Escritura. La plaza de Salmerón es alargada y en aquel momento la cruzaba con su carga de leña Bernabé Rey, panadero de oficio y vecino de Escamilla, quien poco antes me había servido de guía en la carretera.
Bajando desde la plaza hasta las afueras para dar vista al valle por el que corre el río San Juan, cargan un remolque de escombros un grupo de vecinos envueltos entre una nube de polvo que, de cuando en cuando, procuran suavizar con vino de la bota.
-Eche un traguillo, hombre, que a estas horas pasa bien.
Don Amalio Ramón, el alcalde, estaba con ellos; le conocí casualmente y no me dejó en todo el tiempo que estuve en el pueblo. El alcalde de Salmerón es un hombre amigable, honesto y servicial, excesivamente servicial, como deberían ser todos los alcaldes. Don Amalio se olvida del cargo cuando pone toda su voluntad en atender al que llega al pueblo.
-Pues mire, éste es un pueblo grande, pero queda muy poca gente. Lo que es el casco urbano es mayor que la parte vieja de Sacedón.
-Parece que no se ve mucha construcción nueva, ¿verdad?
-No hay mucha, no. Ahora se empiezan a arreglar algunas calles para el verano, pero chalés y todo eso, parece que la gente no se decide. Desde luego, es una lástima que estemos tan lejos de la capital.
Sentado en una silla de espadaña, a la sombra de los soportales que hay delante de su tienda en la plaza, pasa la tarde Ramón, el comerciante. Don Ramón Paramio andará por los setenta y es miembro de una familia de zamoranos que hace siglo y medio sentaron sus reales en la Alcarria y han sido, desde entonces, una institución en el comercio de la zona.
-Antes se compraba todo en el pueblo, pero ahora, entre los ambulantes y lo que se compra fuera, los comercios aquí son una cosa muerta.
-¿Cuántas tiendas hay?
-Hay cuatro tiendas, pero ya le digo, algunos días no se hacen ni seiscientas pesetas de caja. Antiguamente venía aquí a comprar la gente de los pueblos limítrofes, había que fiar mucho y se pagaba en trigo y como se podía. Eran otros tiempos.
En la tienda de don Ramón hay un mostrador inmenso, hecho de madera desgastada, donde debieron trabajar en los tiempos que él dice varios dependientes a la vez atendiendo al público. En la tienda de don Ramón se puede comprar de todo y, entre la limpieza y el orden, se adivina como un olor remoto, sugestivo, a alcanfor y al viejo perfume de la soledad.
-Para que se dé una idea, aquí tengo anotadas, con nombres y apellidos de sus propietarios, todas las casas que hay cerradas en el pueblo. Son exactamente 121 familias las que viven fuera; y habitantes que quedan 315.
Desde los corrales de Juan Viejo, la ribera del arroyo San Juan es una provocación de tonalidades verdes, ocres y violetas, encendidas por el sol de la tarde. Pasa un tractor renqueante por el camino de Villaescusa arrastrando tras de sí su cargamento de ramaje, y, abajo, a nuestros pies, una pareja de burras se comen en la dulce paz del ocaso, como Platero, la hierba y las amapolas.
-El agua llega al pueblo desde el cerro de San Matías, que es aquél, y en ese otro, que es el cerro Picozo, queremos crear una asociación de vecinos para repoblarlo en colaboración con ICONA.
-Don Amalio, ¿hay parajes en el término que merezcan la pena?
-Sí, sí. Aquí hay sitios muy bonitos. Se quiere hacer un merendero y una piscina en un sitio que le llamamos el pinar de la Fuente del Moro, y fíjese, en una sola finca, no muy grande, salen siete fuentes, a cual mejor, con muchísima agua y toda potable.
Salmerón tiene calles estrechas con balcones de herraje bien trabajado. En algunas de sus casas se descubre el sello fatal del abandono y de la desconsideración por parte de sus dueños, que, a buen seguro, vivirán lejos de allí. La Fuente Grande es un rincón sombrío y solitario, bajo cuyos árboles uno se pondría a leer a Bécquer o a Jorge Manrique, sintiendo de cerca el rumor constante de sus dos caños que manan sin cesar desde principios de siglo. Junto a la fuente, un edificio antiquísimo de piedra labrada que hoy se emplea como escuela y club juvenil, aunque en su época la gente duda si fue cárcel o convento.
El agua en el pueblo no es cosa de ahora. Según me declaró don Rogelio del Pozo, se trajo en el año 1959.
-Sí, señor. Se trajo cuando en la provincia sólo la tenían en la capital, en Molina, en Brihuega y no sé si también en Corduente.
-¿Y cómo fue eso?
-Pues ya ve; el pueblo hizo los trabajos de zanja y tapado de tuberías, y lo demás, con el medio millón que en aquellos tiempos nos dio el gobernador, señor Pardo Gayoso. El secretario que había entonces, don Domingo García, que ahora está en Torija, hizo mucho por el pueblo. La cosa es así y así hay que decirlo. ¿No le parece?
Don Rogelio es un hombre con semblante feliz que lleva el pueblo metido en su sangre, aunque ahora -la vida tiene esas cosas- reside habitualmente con sus hijos en Guadalajara.
-¡Ah!, pero no crea, que nos escapamos al pueblo siempre que podemos.
Ya con la tarde de caída, cuando uno emprendió el viaje de regreso a casa, seguía sentado a la sombra de los soportales de la plaza, frente a su tienda, don Ramón, el comerciante, esperando la hora de echar la llave al establecimiento hasta el día siguiente. El grupo de ancianos que hablaba bajo los olmos de la Fuentecilla había dejado su sitio a las niñas que jugaban a la comba ya los niños que corrían en bicicleta. Abajo, al otro lado de la carretera, el valle del Guadiel, con sus campos prometedores de buena mies, ondeándose, suaves, como un mar de esmeralda en pleno corazón de la Alcarria.
-¡No, hombre, no! Vuélvase otra vez por donde venía porque tiene el pueblo a menos de un kilómetro de aquí. Está ahí, a la vuelta.
Me había perdido, sí. Me había perdido por falta de señalización en la carretera, por falta de atención o por las dos cosas a la vez. El hombre que conducía por allí un tractor cargado de leña me rectificó, sorprendiéndose un poco de que alguien se pudiera perder en un camino tan fácil, en un camino que él se recorre un par de veces al día y que conoce, palmo a palmo, con los ojos cerrados.
-Pero no se preocupe, que eso le pasa a cualquiera.
Arriba, en la plaza de la Fuentecilla, hay tres olmos y asientos de hormigón alrededor que dan la vuelta a la pista central, también de cemento. Un grupo de ancianos hablan junto a la fuente sin escucharse, ya pocos metros pelotea en el frontón un mozalbete de capital con una raqueta de tenis.
Desde la Fuentecilla hasta la Plaza Mayor no queda apenas distancia; tan sólo la que ocupa la mole impresionante de su iglesia que, como edificio de interés, atrae la atención y las miradas de todo el que llega nuevo. La plaza de Salmerón, una de las más bellas que conozco, es como un hermoso juego de soportales sobrepuestos a los vetustos caserones, entre los que destaca a primera vista la Casa Consistorial. Sobre las piedras de sillería que conforman la primitiva fachada del Ayuntamiento hay, perfectamente legibles desde el siglo XVII, sentencias morales y extractos breves de la Sagrada Escritura. La plaza de Salmerón es alargada y en aquel momento la cruzaba con su carga de leña Bernabé Rey, panadero de oficio y vecino de Escamilla, quien poco antes me había servido de guía en la carretera.
Bajando desde la plaza hasta las afueras para dar vista al valle por el que corre el río San Juan, cargan un remolque de escombros un grupo de vecinos envueltos entre una nube de polvo que, de cuando en cuando, procuran suavizar con vino de la bota.
-Eche un traguillo, hombre, que a estas horas pasa bien.
Don Amalio Ramón, el alcalde, estaba con ellos; le conocí casualmente y no me dejó en todo el tiempo que estuve en el pueblo. El alcalde de Salmerón es un hombre amigable, honesto y servicial, excesivamente servicial, como deberían ser todos los alcaldes. Don Amalio se olvida del cargo cuando pone toda su voluntad en atender al que llega al pueblo.
-Pues mire, éste es un pueblo grande, pero queda muy poca gente. Lo que es el casco urbano es mayor que la parte vieja de Sacedón.
-Parece que no se ve mucha construcción nueva, ¿verdad?
-No hay mucha, no. Ahora se empiezan a arreglar algunas calles para el verano, pero chalés y todo eso, parece que la gente no se decide. Desde luego, es una lástima que estemos tan lejos de la capital.
Sentado en una silla de espadaña, a la sombra de los soportales que hay delante de su tienda en la plaza, pasa la tarde Ramón, el comerciante. Don Ramón Paramio andará por los setenta y es miembro de una familia de zamoranos que hace siglo y medio sentaron sus reales en la Alcarria y han sido, desde entonces, una institución en el comercio de la zona.
-Antes se compraba todo en el pueblo, pero ahora, entre los ambulantes y lo que se compra fuera, los comercios aquí son una cosa muerta.
-¿Cuántas tiendas hay?
-Hay cuatro tiendas, pero ya le digo, algunos días no se hacen ni seiscientas pesetas de caja. Antiguamente venía aquí a comprar la gente de los pueblos limítrofes, había que fiar mucho y se pagaba en trigo y como se podía. Eran otros tiempos.
En la tienda de don Ramón hay un mostrador inmenso, hecho de madera desgastada, donde debieron trabajar en los tiempos que él dice varios dependientes a la vez atendiendo al público. En la tienda de don Ramón se puede comprar de todo y, entre la limpieza y el orden, se adivina como un olor remoto, sugestivo, a alcanfor y al viejo perfume de la soledad.
-Para que se dé una idea, aquí tengo anotadas, con nombres y apellidos de sus propietarios, todas las casas que hay cerradas en el pueblo. Son exactamente 121 familias las que viven fuera; y habitantes que quedan 315.
Desde los corrales de Juan Viejo, la ribera del arroyo San Juan es una provocación de tonalidades verdes, ocres y violetas, encendidas por el sol de la tarde. Pasa un tractor renqueante por el camino de Villaescusa arrastrando tras de sí su cargamento de ramaje, y, abajo, a nuestros pies, una pareja de burras se comen en la dulce paz del ocaso, como Platero, la hierba y las amapolas.
-El agua llega al pueblo desde el cerro de San Matías, que es aquél, y en ese otro, que es el cerro Picozo, queremos crear una asociación de vecinos para repoblarlo en colaboración con ICONA.
-Don Amalio, ¿hay parajes en el término que merezcan la pena?
-Sí, sí. Aquí hay sitios muy bonitos. Se quiere hacer un merendero y una piscina en un sitio que le llamamos el pinar de la Fuente del Moro, y fíjese, en una sola finca, no muy grande, salen siete fuentes, a cual mejor, con muchísima agua y toda potable.
Salmerón tiene calles estrechas con balcones de herraje bien trabajado. En algunas de sus casas se descubre el sello fatal del abandono y de la desconsideración por parte de sus dueños, que, a buen seguro, vivirán lejos de allí. La Fuente Grande es un rincón sombrío y solitario, bajo cuyos árboles uno se pondría a leer a Bécquer o a Jorge Manrique, sintiendo de cerca el rumor constante de sus dos caños que manan sin cesar desde principios de siglo. Junto a la fuente, un edificio antiquísimo de piedra labrada que hoy se emplea como escuela y club juvenil, aunque en su época la gente duda si fue cárcel o convento.
El agua en el pueblo no es cosa de ahora. Según me declaró don Rogelio del Pozo, se trajo en el año 1959.
-Sí, señor. Se trajo cuando en la provincia sólo la tenían en la capital, en Molina, en Brihuega y no sé si también en Corduente.
-¿Y cómo fue eso?
-Pues ya ve; el pueblo hizo los trabajos de zanja y tapado de tuberías, y lo demás, con el medio millón que en aquellos tiempos nos dio el gobernador, señor Pardo Gayoso. El secretario que había entonces, don Domingo García, que ahora está en Torija, hizo mucho por el pueblo. La cosa es así y así hay que decirlo. ¿No le parece?
Don Rogelio es un hombre con semblante feliz que lleva el pueblo metido en su sangre, aunque ahora -la vida tiene esas cosas- reside habitualmente con sus hijos en Guadalajara.
-¡Ah!, pero no crea, que nos escapamos al pueblo siempre que podemos.
Ya con la tarde de caída, cuando uno emprendió el viaje de regreso a casa, seguía sentado a la sombra de los soportales de la plaza, frente a su tienda, don Ramón, el comerciante, esperando la hora de echar la llave al establecimiento hasta el día siguiente. El grupo de ancianos que hablaba bajo los olmos de la Fuentecilla había dejado su sitio a las niñas que jugaban a la comba ya los niños que corrían en bicicleta. Abajo, al otro lado de la carretera, el valle del Guadiel, con sus campos prometedores de buena mies, ondeándose, suaves, como un mar de esmeralda en pleno corazón de la Alcarria.
(N.A. Junio, 198o)
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