Hace tiempo que mi amigo Víctor Antón tuvo la gentileza de invitarme a visitar Romanillos. Así, cumpliendo cada uno su palabra de la mejor manera posible y dentro del plazo convenido, el secretario fue mi compañero de viaje desde su casa en la plaza de Miedes. Romanillos, amigo lector, es un pueblo viejo, uno más de los viejos lugares de la provincia que desparrama sus viviendas antañonas de piedra arenisca por las solanas de la Sierra de Pela.
Cuando a mitad de mañana nos colamos sin previo aviso dentro del corazón de Romanillos, la plaza del pueblo está sola, olvidada, silenciosa, como sumida en una tremenda quietud. Los tonos naranjas y violetas del sol de otoño bajan a estrellarse contra las archivoltas de la portada de la iglesia al son del caer del agua en la fuente pública. En la plaza del lugar contrastan la sencillez del románico de sus arcos, medio ocultos entre la argamasa, con la magnificencia de los contrafuertes que sostienen por el saliente al ábside monumental de la iglesia. Al fin se deja ver un grupo de hombres recogidos en corrillo tras una esquina de la Calle Real. En la de Carretas viene a hacer ángulo con el rellano de la plaza una casona de piedra labrada con pulcritud, con muchas horas de martillo y de cincel hasta conseguir de los bloques deformes de caliza la figura ornamental deseada, el perfecto almohadillado de la más fina arquitectura al gusto del Renacimiento.
-Hay quien dice que las manos que hicieron esto no se debían morir nunca. ¿No le parece a usted?
-Ya lo creo.
-Está hecho por un albañil que se llamaba Donato Perdices. La piedra la picaron entre él y sus tres hijos. Yo creo que tardaron más en picarla que luego en hacer la casa. No dejaban tocar a nadie cuando estaban trabajando.
-¿Usted se acuerda de aquello?
-Cómo no me voy a acordar, si esto se hizo en el año cuarenta.
La anciana es una mujer encantadora que vive en compañía de su hija y de sus recuerdos en la soledad de aquella hermosa mansión, donde vio crecer primero, y marcharse después para siempre lo mejor de su vida.
-Pues mire usted, yo ya soy viuda y mis hijos por ahí, uno en cada sitio. Tengo a mis hijas en Madrid y en Villarreal, y mi hijo está de administrador de la Caja Postal en Valencia. Se casó y allí se quedó, ya sabe.
En la tertulia de la calle Real se habían reunido su media docena de hombres, hablando y fumando al abrigo de una esquina. Allí conocí a don Timoteo. Es muy probable que la labor anónima de don Timoteo Díez Lallana y de sus predecesores durante las últimas centurias, merezca un poco más de consideración cara al público de la que ha tenido hasta hoy. Como siempre ocurre, uno se limita a celebrar y a lamentar a la vez el haber tenido ocasión de asistir, aún en vida, a las exequias de un quehacer artesano de varios siglos que se dispone a morir para siempre, con el mismo silencio que dejó correr tras de sí la estela de una larga vida. Don Timoteo conserva en un sótano sombrío de la calle Oscura, el esqueleto de un telar del siglo XVII que hasta hoy ha venido funcionando sin interrupción. Don Timoteo lamenta antes que nadie el inminente final de su antigua fábrica de matas.
-Lástima, no poder volverme ahora de treinta años para seguir con esto. No crea que no lo siento tenerlo que dejar.
-¿Qué es lo que hacen aquí?
-Ahora sólo hacemos mantas traperas para poner debajo de los colchones y para fundas de los asientos de los coches; pero tenemos hechas muchas mantas de campo y fajas de esas de tres vueltas. Aquí se ha trabajado el algodón, la lana, el cáñamo y todo. Luego llevábamos las mantas al batán de Somolinos; pero se murió el batanero y se acabaron las mantas.
-¿Dónde suelen vender lo que hacen?
- Se hacía todo de encargo. La gente del campo traía su lana y aquí le hacíamos la manta. Las que hacemos ahora también son de encargo, sólo que se hacen con recortes de trtapo.
-¿Cuántos años dice que tienen estos telares?
-Más de trescientos. Trabajando siempre los de mi familia en este mismo sitio. Ya están viejos ¿verdad?
Los telares tres veces centenarios de don Timoteo, son unos artefactos elementales de madera antiquísima y de cuerdas, que por un procedimiento manual, van entrelazando la urdimbre y la tosca trama hasta ir consiguiendo el tejido lentamente. Están escondidos en un recinto oscuro, con suelo de piedra y un ligero postigo por toda luz, que se abre en mitad de un paredón repellado de barro en el que salen unos abultamientos extraños, como cajones que hubieran incrustado por todo él.
-Son colmenas. Las cato por aquí.
-¿Dónde están las abejas?
-Esas entran y salen por la otra parte de la pared, por el huerto. Yo las cato sin careta ni nada. Me pican todo lo que les da la gana, por eso estoy tan fuerte. Tenga usted en cuenta que cada picotazo de abeja vale más que catorce inyecciones de las que mandan los médicos. La gente no sabe lo bueno que es eso.
-Ya, ya.
-Aquí se ven seis colmenas, pero por fuera tengo otras doce más.
Los hombres de la plaza habían fijado su tertulia una hora después junto a la fuente. Con el caer copioso de sus chorros como fondo, las hombres de Romanillos daban la última vuelta a los temas diarios de su conversación sentados sobre los bordes del largo rectángulo que tiene el estanque. La iglesia, que aquí está dedicada a San Andrés Apóstol, conserva en su interior la delicia del arte desconocido, de la belleza sin airear, y el precioso carisma del recogimiento. Destaca sobre todo el retablo mayor, acampanado como el ábside, transición del arte plateresco con la carga ornamental del ya cercano barroco, tan frecuente en tantos de aquellos lugares de la sierra. Entre la opulencia de formas que allí se lucen, conservando como el primer día toda la riqueza de sus dorados; entre la sencillez colorista de sus hermosos lienzos, se ve la imagen doliente de San Andrés cosido a una cruz en forma de equis, y un templete sobre el primitivo altar que cubre la figura menuda del Santo Niño de la Bola.
La piedra vieja del pueblo se asienta como cimiento sobre los roquedales de arena en muchas de sus calles. Al deambular de un lado para otro, uno se va encontrando a cada paso con gentes sencillas, sin prejuicios, con hombres y mujeres de natural abierto a los que no les importa demasiado darse a conocer. Miguel Rodríguez, un hombre de juventud avanzada, es concejal. Hicimos amistad enseguida, y me habló de los problemas más importantes que tiene su pueblo, de los que se ven y de los que por su particular condición escapan de la vista fácilmente.
-Pues, sí; yo por ejemplo soy solero, y así estamos unos cuantos en el pueblo. El porqué, ya se sabe: las mozas se marcharon a servir a la capital, y aquí nos quedamos nosotros, viendo cómo los años se van.
-¿Y otros problemas de tipo municipal, así como más graves?
-O sea, ¿problemas del pueblo? De esos los que usted quiera. El primero el de las calles, que por falta de dinero ya ve cómo están. Yo creo que con otros sistemas distintos a los que se han hecho siempre, todavía se podía recaudar algo. De todas maneras, el problema mayor aquí es el de la falta de ingresos.
-¿Qué tal la agricultura?
-Aquí se labra todo el término. Hay menos gente que antes, pero con una docena de tractores que tenemos no se queda nada sin cultivar. El terreno es frío, pero no es malo.
-¿Y de ganado?
-Ganadería aún hay bastante. Yo creo que es el pueblo que más cabezas tiene de la contorna. Aquí seguro que pasa de las cuatro mil cabezas.
-¿Qué noticias tienen del alcalde?
-Pues, si le digo la verdad hasta ahora no se sabe nada seguro. Hace quince días que se lo llevaron a Madrid al hospital, pero así de fijo no sabemos nada. Esperamos que se ponga pronto bueno; es un muchacho muy majo.
Al cruzar mirando al poniente las laderas roídas de la Sierra de Pela, la imaginación se escapa caprichosamente hacia la época y hacia la persona de Rodrigo de Vivar. Casi mil años después, la línea divisoria que van señalando aquellas laderas, a uno se le antojan todo un símbolo, un broche de castellanía, una realidad que todavía prevalece en el carácter austero, honrado, en la fisonomía adusta de los hombres, de los pueblos y hasta de los aires fríos de la sierra.
Cuando a mitad de mañana nos colamos sin previo aviso dentro del corazón de Romanillos, la plaza del pueblo está sola, olvidada, silenciosa, como sumida en una tremenda quietud. Los tonos naranjas y violetas del sol de otoño bajan a estrellarse contra las archivoltas de la portada de la iglesia al son del caer del agua en la fuente pública. En la plaza del lugar contrastan la sencillez del románico de sus arcos, medio ocultos entre la argamasa, con la magnificencia de los contrafuertes que sostienen por el saliente al ábside monumental de la iglesia. Al fin se deja ver un grupo de hombres recogidos en corrillo tras una esquina de la Calle Real. En la de Carretas viene a hacer ángulo con el rellano de la plaza una casona de piedra labrada con pulcritud, con muchas horas de martillo y de cincel hasta conseguir de los bloques deformes de caliza la figura ornamental deseada, el perfecto almohadillado de la más fina arquitectura al gusto del Renacimiento.
-Hay quien dice que las manos que hicieron esto no se debían morir nunca. ¿No le parece a usted?
-Ya lo creo.
-Está hecho por un albañil que se llamaba Donato Perdices. La piedra la picaron entre él y sus tres hijos. Yo creo que tardaron más en picarla que luego en hacer la casa. No dejaban tocar a nadie cuando estaban trabajando.
-¿Usted se acuerda de aquello?
-Cómo no me voy a acordar, si esto se hizo en el año cuarenta.
La anciana es una mujer encantadora que vive en compañía de su hija y de sus recuerdos en la soledad de aquella hermosa mansión, donde vio crecer primero, y marcharse después para siempre lo mejor de su vida.
-Pues mire usted, yo ya soy viuda y mis hijos por ahí, uno en cada sitio. Tengo a mis hijas en Madrid y en Villarreal, y mi hijo está de administrador de la Caja Postal en Valencia. Se casó y allí se quedó, ya sabe.
En la tertulia de la calle Real se habían reunido su media docena de hombres, hablando y fumando al abrigo de una esquina. Allí conocí a don Timoteo. Es muy probable que la labor anónima de don Timoteo Díez Lallana y de sus predecesores durante las últimas centurias, merezca un poco más de consideración cara al público de la que ha tenido hasta hoy. Como siempre ocurre, uno se limita a celebrar y a lamentar a la vez el haber tenido ocasión de asistir, aún en vida, a las exequias de un quehacer artesano de varios siglos que se dispone a morir para siempre, con el mismo silencio que dejó correr tras de sí la estela de una larga vida. Don Timoteo conserva en un sótano sombrío de la calle Oscura, el esqueleto de un telar del siglo XVII que hasta hoy ha venido funcionando sin interrupción. Don Timoteo lamenta antes que nadie el inminente final de su antigua fábrica de matas.
-Lástima, no poder volverme ahora de treinta años para seguir con esto. No crea que no lo siento tenerlo que dejar.
-¿Qué es lo que hacen aquí?
-Ahora sólo hacemos mantas traperas para poner debajo de los colchones y para fundas de los asientos de los coches; pero tenemos hechas muchas mantas de campo y fajas de esas de tres vueltas. Aquí se ha trabajado el algodón, la lana, el cáñamo y todo. Luego llevábamos las mantas al batán de Somolinos; pero se murió el batanero y se acabaron las mantas.
-¿Dónde suelen vender lo que hacen?
- Se hacía todo de encargo. La gente del campo traía su lana y aquí le hacíamos la manta. Las que hacemos ahora también son de encargo, sólo que se hacen con recortes de trtapo.
-¿Cuántos años dice que tienen estos telares?
-Más de trescientos. Trabajando siempre los de mi familia en este mismo sitio. Ya están viejos ¿verdad?
Los telares tres veces centenarios de don Timoteo, son unos artefactos elementales de madera antiquísima y de cuerdas, que por un procedimiento manual, van entrelazando la urdimbre y la tosca trama hasta ir consiguiendo el tejido lentamente. Están escondidos en un recinto oscuro, con suelo de piedra y un ligero postigo por toda luz, que se abre en mitad de un paredón repellado de barro en el que salen unos abultamientos extraños, como cajones que hubieran incrustado por todo él.
-Son colmenas. Las cato por aquí.
-¿Dónde están las abejas?
-Esas entran y salen por la otra parte de la pared, por el huerto. Yo las cato sin careta ni nada. Me pican todo lo que les da la gana, por eso estoy tan fuerte. Tenga usted en cuenta que cada picotazo de abeja vale más que catorce inyecciones de las que mandan los médicos. La gente no sabe lo bueno que es eso.
-Ya, ya.
-Aquí se ven seis colmenas, pero por fuera tengo otras doce más.
Los hombres de la plaza habían fijado su tertulia una hora después junto a la fuente. Con el caer copioso de sus chorros como fondo, las hombres de Romanillos daban la última vuelta a los temas diarios de su conversación sentados sobre los bordes del largo rectángulo que tiene el estanque. La iglesia, que aquí está dedicada a San Andrés Apóstol, conserva en su interior la delicia del arte desconocido, de la belleza sin airear, y el precioso carisma del recogimiento. Destaca sobre todo el retablo mayor, acampanado como el ábside, transición del arte plateresco con la carga ornamental del ya cercano barroco, tan frecuente en tantos de aquellos lugares de la sierra. Entre la opulencia de formas que allí se lucen, conservando como el primer día toda la riqueza de sus dorados; entre la sencillez colorista de sus hermosos lienzos, se ve la imagen doliente de San Andrés cosido a una cruz en forma de equis, y un templete sobre el primitivo altar que cubre la figura menuda del Santo Niño de la Bola.
La piedra vieja del pueblo se asienta como cimiento sobre los roquedales de arena en muchas de sus calles. Al deambular de un lado para otro, uno se va encontrando a cada paso con gentes sencillas, sin prejuicios, con hombres y mujeres de natural abierto a los que no les importa demasiado darse a conocer. Miguel Rodríguez, un hombre de juventud avanzada, es concejal. Hicimos amistad enseguida, y me habló de los problemas más importantes que tiene su pueblo, de los que se ven y de los que por su particular condición escapan de la vista fácilmente.
-Pues, sí; yo por ejemplo soy solero, y así estamos unos cuantos en el pueblo. El porqué, ya se sabe: las mozas se marcharon a servir a la capital, y aquí nos quedamos nosotros, viendo cómo los años se van.
-¿Y otros problemas de tipo municipal, así como más graves?
-O sea, ¿problemas del pueblo? De esos los que usted quiera. El primero el de las calles, que por falta de dinero ya ve cómo están. Yo creo que con otros sistemas distintos a los que se han hecho siempre, todavía se podía recaudar algo. De todas maneras, el problema mayor aquí es el de la falta de ingresos.
-¿Qué tal la agricultura?
-Aquí se labra todo el término. Hay menos gente que antes, pero con una docena de tractores que tenemos no se queda nada sin cultivar. El terreno es frío, pero no es malo.
-¿Y de ganado?
-Ganadería aún hay bastante. Yo creo que es el pueblo que más cabezas tiene de la contorna. Aquí seguro que pasa de las cuatro mil cabezas.
-¿Qué noticias tienen del alcalde?
-Pues, si le digo la verdad hasta ahora no se sabe nada seguro. Hace quince días que se lo llevaron a Madrid al hospital, pero así de fijo no sabemos nada. Esperamos que se ponga pronto bueno; es un muchacho muy majo.
Al cruzar mirando al poniente las laderas roídas de la Sierra de Pela, la imaginación se escapa caprichosamente hacia la época y hacia la persona de Rodrigo de Vivar. Casi mil años después, la línea divisoria que van señalando aquellas laderas, a uno se le antojan todo un símbolo, un broche de castellanía, una realidad que todavía prevalece en el carácter austero, honrado, en la fisonomía adusta de los hombres, de los pueblos y hasta de los aires fríos de la sierra.
(N.A. Noviembre, 1981)
1 comentario:
Hola, gracias por nombrar en este blog a mi bisabuelo materno, Donato Perdices, la verdad es que habiendo hecho tantas casas por la zona incluso restaurar iglesias, es una alegría que todavía alguien se acuerde de él...Saludos.
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