La antigua villa molinesa asienta en el páramo, a poca distancia de la capital del Señorío siempre en dirección norte siguiendo por la carretera de Calatayud. Rueda, después de los desoladores efectos de la despoblación, es un pueblo solitario, casi vacío, donde conviven docena y media de familias de gente mayor esperando que llegue el verano, a la espera de los que se fueron en busca de otros aires y que encontraron, lejos de su patria chica, para ellos y para los hijos que vinieron después, mejor o peor acomodo.
En Rueda de la Sierra juegan los oscuros bloques de piedra arenisca con los huertos, el agua con la soledad. Un corro simpático de jubilados pasan la mañana sentados sobre un peñasco algo más allá del pairón de Las Nieves. Los alegres contertulios suspenden la conversación ante la presencia inesperada del forastero.
- Buenos días. Por lo que veo, aquí se recoge toda la juventud de Rueda.
- Sí señor. Esto es el Consejo de Ministros.
En el frontón de la plaza pelotean con desgana, sin pericia ni interés en el juego, un grupo de muchachos que hablan catalán. Por la bajada de la plaza uno se sorprende delante del pequeño jardín que hay escondido en un rincón. Es un patio florido y multicolor, encendido de luz con el sol fuerte de la media mañana. Un muestrario variadísimo de vegetación ornamental donde exhiben sus últimos encantos la manzanilla y el dompedro, la siempreviva y el perejil, el pimiento, el rosal, el guindo y el romántico árbol del paraíso.
- A esas flores amarillas les llamamos espantanovios, pero su verdadero nombre es botón de oro.
- Ya, ya. Acusando un poquito, lo mismo que el pueblo, el final del verano, ¿verdad?
Pues sí. Ya se ha ido casi todo el mundo. Si viene usted dentro de quince días no encuentra aquí ni cuatro gatos. Nosotros sólo pasamos en el pueblo el verano, para el caso. En cuanto refresca un poco nos vamos a Guadalajara.
Desde el pequeño jardín de doña Clotilde queda como a un tiro de piedra la cima del Castillo, un macizo sombrío de rocas altas, por cuyas rendijas cuelan sus raíces las encinas, y que a uno le vino de repente la idea de subirse a lo más alto. Dos niños pequeños y una niña tiran tierra al aire junto a un señor que, trabajosa y pacientemente, está dejando su coche como los chorros del oro en el rellano de la fuente pública.
- ¡La madre que os trajo al mundo! ¡Como os agarre!
La fuente de Rueda es espectacular, uno piensa que demasiado espectacular y demasiado hermosa para el empleo que ahora se le da. La fuente abrevadero debió de ser utilísima al pueblo de otro tiempo, al Rueda de los labradores con yuntas de mulas, pero ahí está, nostálgica y llorosa, arrojando por sus caños el agua de la sierra y mostrando sobre el ancho paredón la fecha exacta en que, para bien o para mal, se hubo de dejar a la fuerza el último palmo de posesión española en América y Filipinas: 1898.
Dando la vuelta por el barrio del castillo se sube sin demasiado esfuerzo a la cumbre pedregosa del pequeño monte. Apoyado sobre un palo seco que sirve de mástil a una antena de televisión, se puede ver al descubierto delante de los ojos una porción extensa de las tierras del Señorío quedando el pueblo a los pies, y no lejos, turbia la visión por una neblina sutil, las casas de Cillas rodean en la llanura la estampa esbelta de la torre de su iglesia. Por debajo, entretenidas sobre un poyal de la roca, las niñas hacen comiditas con pétalos de flores, escaramujos y agua que suben desde el arroyo en una caracola.
- ¿Vais al colegio?
- Sí; pero yo voy en Zaragoza.
- Y yo en Barcelona.
- Y yo también.
- Tened cuidado, porque como os caigáis abajo…
- No, no nos caemos. Estamos acostumbradas.
Según vengo a bajar desde el Castillo veo, colocada sobre la puerta de entrada de una casa, una elegante placa mural de mármol blanco en la que dice: «Aquí nació don Narciso Martínez-Vallejo Izquierdo, obispo de Salamanca y de Madrid-Alcalá. A su venerada memoria, sus admiradores y paisanos. 29 de octubre 1830 – 19 abril 1886» Veo que sale de la casa una señora de cierta edad que lleva en el delantal tomates y pepinos recién cogidos de la huerta. Se llama Engracia Martínez Checa, una buena mujer que se sintió feliz viéndome copiar en mi libreta con tanto cuidado el texto íntegro de la placa.
- Era muy bueno, mire usted.
- ¿Tienen ustedes algo que ver con su familia?
- Mi marido desciende de ellos, así muy lejano. Tenemos guardadas las cosas que llevaba puestas cuando murió. La bala también la tenemos.
- No me diga. ¿Aquí en su casa?
- Sí señor. Pase usted un momento.
Doña Engracia me sacó enseguida al portal, metido todo ello en una caja de cartón, las zapatillas, el solideo, las cintas y los cordones episcopales de color verde, un pedazo de algodón empapado en sangre y una urna muy pequeña de cristal, como una bombilla a modo de relicario, conteniendo en su interior el trozo de plomo que, en el templo de los Jerónimos de Madrid, el 18 de abril de 1886 acabó con la vida del que fue primer obispo de Madrid-Alcalá, cuya memoria conservan sus paisanos con especial cariño.
- ¿Y cómo es posible que llegasen a hacer esto?
- Pues ya ve usted. Nunca se ha sabido por qué. Dicen que era un hombre muy recto y muy bueno, y a las personas así nunca falta quien las quiera mal. Lo mató el cura Galeote cuando iba a besarle el anillo, entonces le disparó con un revolver y le atravesó el corazón. Ahí fuera dice que fue el 19 de abril, pero fue el 18. Mire cómo lo dice aquí en la urna.
A pesar del limpio sol de la paramera, la mañana es fresca en las calles de Rueda. Entre unas casas a la altura de la plaza se ve desde abajo un arco abierto en la roca, que uno ha de conformarse sin saber qué es ni quién lo hizo. Por una calle en cuesta que va a desembocar en la carretera, baja una señorita joven con un portafolios. Es la doctora, que viene a girar visita desde Molina periódicamente. Una camioneta de Zaragoza vende aceitunas negras a granel, que el comerciante va sirviendo en bolsas de plástico con una medida muy primitiva en forma de pirámide.
- Más de cien años lleva ésta midiendo aceitunas. Ahora va en camión, pero antes iba en carro, y en mulica. Mire, aquí la tiene.
- Bueno, pues póngame un kilo cuando se acaben las prisas.
Una señora que vive por aquel barrio, al lado mismo de la camioneta de las aceitunas, guarda en ausencia del sacerdote la llave de la iglesia. ;a mujer se ve que tiene órdenes escuetas y se limita a cumplirlas sin miramientos ni distinciones, como debe ser.
- Pues no señor, no puede ver la iglesia si no le acompaña alguna persona conocida del pueblo, o me trae la firma del señor cura. Perdone usted, pero se dan muchos casos y tengo prohibido entregar la llave a nadie. Lo siento.
La cosa se arregló por sí sola, pues don Celedonio, el marido de aquella señora que, por supuesto, sabe ponerse en su sitio, salió de casa con la llave de la iglesia en la mano, y, con gesto expresivo y simpático, me indicó que me fuera con él calle abajo.
- Es que roban, ¿sabe? Aquí no hay nada que robar, ya lo verá usted, pero tampoco es cosa de dejar la llave a cualquiera. Usted ya me comprende.
- Claro que le comprendo, y además me parece muy bien. Yo también haría lo mismo. ¿Para cuándo tienen aquí la fiesta?
- La fiesta principal es el Corpus. Ahora hacen otra los veraneantes el 20 de agosto. Así que, tenemos dos.
En la Plaza de la Iglesia hay un obelisco de piedra que deja patente la perpetua memoria del pueblo de Rueda a su hijo predilecto.
- Sí; esto se levantó el año 1910 en honor al señor obispo. Por los seis años andaba yo y todavía me acuerdo perfectamente. Yo tengo un hijo que está en Sevilla, en la Casa Provincial de La Salle. Ese se dedica a dar conferencias y cosas de esas. Por aquí sólo viene de tarde en tarde.
Don Celedonio Barra tenía razón, en la iglesia de Rueda no hay nada que robar. La maravillosa portada románica se esconde de la intemperie dentro de un portal pavimentado de mosaico, ya en el recinto cerrado de la iglesia.
- Es lo único románico que queda de la iglesia.
El interior está todo él pavimentado de mosaico, por encima de las antiguas sepulturas sobre cuyas lápidas se solía situar cada familia en los actos de culto.
- Esta era la capilla de los Vallejos, dedicada a San Andrés. Debió ser, creo yo, la primitiva iglesia que tuvo el pueblo. Llegó a tener capellanía y todo. El cuadro aquel representa el paso de los Corporales de Daroca por aquí. Desde entonces se celebra el Corpus como fiesta mayor.
Dentro de la sacristía uno vuelve a encontrar recuerdos del primer obispo de Madrid: una pintura al pastel, según me explica don Celedonio, una litografía acompañada de extensa leyenda referente a su persona, y el sombrero episcopal guardado en una vitrina junto a la pared.
Rueda de la Sierra, allá en su sitio, con su escaso vecindario, con sus problemas municipales de pavimentado y de servicio telefónico, por aquello de que todos abusan del débil según me explicó al marchar el propio alcalde, es ante todo un pueblo que se graba en la memoria, un pueblo sin aires de grandeza, un pueblo habitado por gentes cordiales y de limpio corazón como el aire del páramo, un pueblo que sabe encontrar su pequeña celdilla en el corazón de quienes lo conocen.
En Rueda de la Sierra juegan los oscuros bloques de piedra arenisca con los huertos, el agua con la soledad. Un corro simpático de jubilados pasan la mañana sentados sobre un peñasco algo más allá del pairón de Las Nieves. Los alegres contertulios suspenden la conversación ante la presencia inesperada del forastero.
- Buenos días. Por lo que veo, aquí se recoge toda la juventud de Rueda.
- Sí señor. Esto es el Consejo de Ministros.
En el frontón de la plaza pelotean con desgana, sin pericia ni interés en el juego, un grupo de muchachos que hablan catalán. Por la bajada de la plaza uno se sorprende delante del pequeño jardín que hay escondido en un rincón. Es un patio florido y multicolor, encendido de luz con el sol fuerte de la media mañana. Un muestrario variadísimo de vegetación ornamental donde exhiben sus últimos encantos la manzanilla y el dompedro, la siempreviva y el perejil, el pimiento, el rosal, el guindo y el romántico árbol del paraíso.
- A esas flores amarillas les llamamos espantanovios, pero su verdadero nombre es botón de oro.
- Ya, ya. Acusando un poquito, lo mismo que el pueblo, el final del verano, ¿verdad?
Pues sí. Ya se ha ido casi todo el mundo. Si viene usted dentro de quince días no encuentra aquí ni cuatro gatos. Nosotros sólo pasamos en el pueblo el verano, para el caso. En cuanto refresca un poco nos vamos a Guadalajara.
Desde el pequeño jardín de doña Clotilde queda como a un tiro de piedra la cima del Castillo, un macizo sombrío de rocas altas, por cuyas rendijas cuelan sus raíces las encinas, y que a uno le vino de repente la idea de subirse a lo más alto. Dos niños pequeños y una niña tiran tierra al aire junto a un señor que, trabajosa y pacientemente, está dejando su coche como los chorros del oro en el rellano de la fuente pública.
- ¡La madre que os trajo al mundo! ¡Como os agarre!
La fuente de Rueda es espectacular, uno piensa que demasiado espectacular y demasiado hermosa para el empleo que ahora se le da. La fuente abrevadero debió de ser utilísima al pueblo de otro tiempo, al Rueda de los labradores con yuntas de mulas, pero ahí está, nostálgica y llorosa, arrojando por sus caños el agua de la sierra y mostrando sobre el ancho paredón la fecha exacta en que, para bien o para mal, se hubo de dejar a la fuerza el último palmo de posesión española en América y Filipinas: 1898.
Dando la vuelta por el barrio del castillo se sube sin demasiado esfuerzo a la cumbre pedregosa del pequeño monte. Apoyado sobre un palo seco que sirve de mástil a una antena de televisión, se puede ver al descubierto delante de los ojos una porción extensa de las tierras del Señorío quedando el pueblo a los pies, y no lejos, turbia la visión por una neblina sutil, las casas de Cillas rodean en la llanura la estampa esbelta de la torre de su iglesia. Por debajo, entretenidas sobre un poyal de la roca, las niñas hacen comiditas con pétalos de flores, escaramujos y agua que suben desde el arroyo en una caracola.
- ¿Vais al colegio?
- Sí; pero yo voy en Zaragoza.
- Y yo en Barcelona.
- Y yo también.
- Tened cuidado, porque como os caigáis abajo…
- No, no nos caemos. Estamos acostumbradas.
Según vengo a bajar desde el Castillo veo, colocada sobre la puerta de entrada de una casa, una elegante placa mural de mármol blanco en la que dice: «Aquí nació don Narciso Martínez-Vallejo Izquierdo, obispo de Salamanca y de Madrid-Alcalá. A su venerada memoria, sus admiradores y paisanos. 29 de octubre 1830 – 19 abril 1886» Veo que sale de la casa una señora de cierta edad que lleva en el delantal tomates y pepinos recién cogidos de la huerta. Se llama Engracia Martínez Checa, una buena mujer que se sintió feliz viéndome copiar en mi libreta con tanto cuidado el texto íntegro de la placa.
- Era muy bueno, mire usted.
- ¿Tienen ustedes algo que ver con su familia?
- Mi marido desciende de ellos, así muy lejano. Tenemos guardadas las cosas que llevaba puestas cuando murió. La bala también la tenemos.
- No me diga. ¿Aquí en su casa?
- Sí señor. Pase usted un momento.
Doña Engracia me sacó enseguida al portal, metido todo ello en una caja de cartón, las zapatillas, el solideo, las cintas y los cordones episcopales de color verde, un pedazo de algodón empapado en sangre y una urna muy pequeña de cristal, como una bombilla a modo de relicario, conteniendo en su interior el trozo de plomo que, en el templo de los Jerónimos de Madrid, el 18 de abril de 1886 acabó con la vida del que fue primer obispo de Madrid-Alcalá, cuya memoria conservan sus paisanos con especial cariño.
- ¿Y cómo es posible que llegasen a hacer esto?
- Pues ya ve usted. Nunca se ha sabido por qué. Dicen que era un hombre muy recto y muy bueno, y a las personas así nunca falta quien las quiera mal. Lo mató el cura Galeote cuando iba a besarle el anillo, entonces le disparó con un revolver y le atravesó el corazón. Ahí fuera dice que fue el 19 de abril, pero fue el 18. Mire cómo lo dice aquí en la urna.
A pesar del limpio sol de la paramera, la mañana es fresca en las calles de Rueda. Entre unas casas a la altura de la plaza se ve desde abajo un arco abierto en la roca, que uno ha de conformarse sin saber qué es ni quién lo hizo. Por una calle en cuesta que va a desembocar en la carretera, baja una señorita joven con un portafolios. Es la doctora, que viene a girar visita desde Molina periódicamente. Una camioneta de Zaragoza vende aceitunas negras a granel, que el comerciante va sirviendo en bolsas de plástico con una medida muy primitiva en forma de pirámide.
- Más de cien años lleva ésta midiendo aceitunas. Ahora va en camión, pero antes iba en carro, y en mulica. Mire, aquí la tiene.
- Bueno, pues póngame un kilo cuando se acaben las prisas.
Una señora que vive por aquel barrio, al lado mismo de la camioneta de las aceitunas, guarda en ausencia del sacerdote la llave de la iglesia. ;a mujer se ve que tiene órdenes escuetas y se limita a cumplirlas sin miramientos ni distinciones, como debe ser.
- Pues no señor, no puede ver la iglesia si no le acompaña alguna persona conocida del pueblo, o me trae la firma del señor cura. Perdone usted, pero se dan muchos casos y tengo prohibido entregar la llave a nadie. Lo siento.
La cosa se arregló por sí sola, pues don Celedonio, el marido de aquella señora que, por supuesto, sabe ponerse en su sitio, salió de casa con la llave de la iglesia en la mano, y, con gesto expresivo y simpático, me indicó que me fuera con él calle abajo.
- Es que roban, ¿sabe? Aquí no hay nada que robar, ya lo verá usted, pero tampoco es cosa de dejar la llave a cualquiera. Usted ya me comprende.
- Claro que le comprendo, y además me parece muy bien. Yo también haría lo mismo. ¿Para cuándo tienen aquí la fiesta?
- La fiesta principal es el Corpus. Ahora hacen otra los veraneantes el 20 de agosto. Así que, tenemos dos.
En la Plaza de la Iglesia hay un obelisco de piedra que deja patente la perpetua memoria del pueblo de Rueda a su hijo predilecto.
- Sí; esto se levantó el año 1910 en honor al señor obispo. Por los seis años andaba yo y todavía me acuerdo perfectamente. Yo tengo un hijo que está en Sevilla, en la Casa Provincial de La Salle. Ese se dedica a dar conferencias y cosas de esas. Por aquí sólo viene de tarde en tarde.
Don Celedonio Barra tenía razón, en la iglesia de Rueda no hay nada que robar. La maravillosa portada románica se esconde de la intemperie dentro de un portal pavimentado de mosaico, ya en el recinto cerrado de la iglesia.
- Es lo único románico que queda de la iglesia.
El interior está todo él pavimentado de mosaico, por encima de las antiguas sepulturas sobre cuyas lápidas se solía situar cada familia en los actos de culto.
- Esta era la capilla de los Vallejos, dedicada a San Andrés. Debió ser, creo yo, la primitiva iglesia que tuvo el pueblo. Llegó a tener capellanía y todo. El cuadro aquel representa el paso de los Corporales de Daroca por aquí. Desde entonces se celebra el Corpus como fiesta mayor.
Dentro de la sacristía uno vuelve a encontrar recuerdos del primer obispo de Madrid: una pintura al pastel, según me explica don Celedonio, una litografía acompañada de extensa leyenda referente a su persona, y el sombrero episcopal guardado en una vitrina junto a la pared.
Rueda de la Sierra, allá en su sitio, con su escaso vecindario, con sus problemas municipales de pavimentado y de servicio telefónico, por aquello de que todos abusan del débil según me explicó al marchar el propio alcalde, es ante todo un pueblo que se graba en la memoria, un pueblo sin aires de grandeza, un pueblo habitado por gentes cordiales y de limpio corazón como el aire del páramo, un pueblo que sabe encontrar su pequeña celdilla en el corazón de quienes lo conocen.
(N.A. Septiembre, 1981)
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