Santa Emerenciana, Mera, Santamera, Santamera de los Grajos. Todos estos nombres, y no sé si alguno más, he oído aplicar en el presente viaje al paradisíaco rincón de la comarca seguntina en el que acabo de entrar, donde todo es pequeño: el río, las casas, el número de personas con las que me puedo ver, el alma de las gentes… Lo absorbe y empequeñece todo la tremenda desproporción de las montañas y de las rocas enclavadas en sus alrededores, obra de titanes o de dioses mitológicos que dieron en venirse a morar a estas gargantas del Salado por aquellos años en que sucumbió el Olimpo. Hoy, a la vista de lo que ven mis ojos, quiero pensar que las deidades de la antigüedad pagana se convirtieron por arte de encantamiento en aguiluchos rapaces y en buitres que merodean en comunidades incontables e incontrolables colgados de1as peñas más altas.
Al pasar por la novísima cinta de asfalto cerca del Garmellón, el sol desciende de plano encendiendo como lucecitas de cristal ardiente en las albercas y en los montones de sal. El vallejo se va extendiendo río abajo hasta encajarse en el angosto coladero natural por donde buscar salida. Las montañas son mondas a derecha e izquierda y de color de plomo. En las lisas laderas de los montes hay lastras clavadas en la tierra que sobresalen por encima de los aliagares y de los tomi11os. Al pasar el puente, ya dando vista a las huertas de Santamera y a las primeras casas acurrucadas al abrigo de los cortes rocosos, florece el té en las grietas y en las nudadas de las peñas con sus estrellitas amarillas que tienen olor, sabor y tacto pastoso, como la miel silvestre. Alguien me contó, no recuerdo cuando, que las hojas del cantueso y las flores de té son el perfume preferido por las ninfas de ojos verdes que, cuando los hombres duermen, acuden cada' noche a remojar su piel y a cantar salmodias en las corrientes del río Salado. Todo ello, como fácil es de imaginar, son meras suposiciones que nadie ha demostrado hasta el día de la fecha bien que merecería la pena andar sobre ellas.
Una manada de ovejas blancas dormita amodorrada a la sombra de las choperas. Santamera ocupa el centro de una soberbia sartén de rocas, y en días calurosos como el de hoy queda a punto de hervir todo lo que se contiene en su fondo: las tierras y las nogueras, los caminos y las aves de corral, las vidas y hasta la sangre de los hombres, sin posibilidad de apagarla dentro de los cuerpos porque no hay agua donde beber, ni en las casas ni en las fuentes.
-Nada, no señor. Para beber, ni una gota. Si aquí viene algún forastero y tiene sed, tendrá que marcharse a otro sitio. Ester hilillo que cae de la fuente no lo busque usted dentro de cuatro o de cinco días. Es una pena ver lo abandonado que tienen este pueblo.
-La creo, señora ¿Es usted de los que viven aquí durante todo el año?
-No, yo en los inviernos me voy a Francia con mis hermanos que viven allí. En Francia se vive mejor. Es otra cosa.
-No se lo discuto, pero dicen que como en la casa de uno...
-Oiga, si fuera usted por casualidad a Guadalajara, le da recuerdos de mi parte a Jesús García Perdices. Le dice que soy la Gregoria, la hija del Tío Pablo Caballo de El Atance. Somos casi como de la familia.
-Lo haré con mucho gusto. No se preocupe.
-Dígale también que haga algo para que nos traigan el agua, que en verano el pueblo se nos muere de sed.
Las pocas viviendas de Santamera, habitadas o no, tienen los tejados, oscuros, color plomo, como las faldas de la Espinada. Por sus calles rocosas que suben y bajan desde las huertas hasta la iglesia, circula a cualquier hora del día o de la noche el alma vaporosa de los misterios. Santamera es un pueblo cargado misterios.
-Sí, porque lo que es de habitantes no hay. Ocho me parece que son en invierno.
-De todas formas, por el número de casas se ve que aquí siempre fueron pocos.
-Sí, pero yo me acuerdo de haber sido ochenta personas o más.
- Mire, Manuel se marchó a Francia hará cerca de veinte años, y yo me fui a Madrid porque no pude conseguir dinero para comprar un tractor.
Fidel Poyo y Manuel Caballo me llevaron por una cerca de alfalfa hasta el molino. El río se atraviesa por un puente voladizo, que es a la vez columpio sobre las mismas aguas. Está construido con tablas viejas que se sostienen sobre tres cables recios de acero retorcido. Por debajo navegan a la sombra de los álamos media docena de patos blancos.
-La primera vez siempre da un poco de respeto pasar por encima de las tablas, pero cuando se toma confianza se cruza como si tal cosa.
- Y luego cuando se confía uno ¡Al agua patos! ¿No?
-Ah, pues sí se cae usted no crea que iba a ser el primero. Antes de ponerle los cables de acero más de uno se cayó abajo.
Don Félix Enrique de la Riba Antón, el molinero, tiene para vivir una casa grande adosada al molino, entre huertas, árboles y flores de rosal y de malvas reales. Don Félix Enrique es el alcalde pedáneo de Santamera con el que me hubiera gustado hablar pero no estaba en casa. Quedamos en volver más tarde para que me enseñara la iglesia y el molino. En las sombras tan apetecibles de los huertos, al pie del puente movedizo que nos devolvería al pueblo, mis amigos me explicaron que los cerros más elevados de Santamera, aparte del ya referido de la Espinada, son el Picarón y el Cerro del Padrastro.
-Luego tiene la Peña de los Abantos poco más abajo. Es un sitio muy turístico. Seguro que es el sitio más turístico que hay en el pueblo. Desde lo alto del Padrastro conté una vez cerca de cien abantos subidos encima de la peña.
Los abantos de Santamera me temo que son los buitres, aves de tremenda envergadura que prefieren para reproducirse y vivir las cotas inaccesibles de estos cerros y algunas más de los pueblos vecinos.
-Pues aquí está todo bastante olvidado, ya lo ve usted. Que no tengamos agua para beber es una desgracia mucho mayor de lo que parece. Últimamente nos han hecho tres cosas buenas: la carretera, la; luz y el teléfono, pero nos falta la más importante. La fuente que vio usted allá abajo, esa no vuelve a su ser hasta el mes de abril por lo menos.
Un pastor; quizás el único pastor de Santamera, baja con su perrilla negra amarrada del cuello hasta el hatajo. Las ovejas del valle del Salado pastan al pie de los riscos y beben el agua del río entre las espadañas y los juncos marinos.
-Unas trescientas me guardo. Yo soy de los que no me quise ir. Ahora da gusto por aquí, pero en invierno esto es muy frío.
Bajo en seguida detrás de Mauricio el pastor. El hombre es ya de los pasados en edad, tiene la cara curtida. Viste con todos los atalajes y lleva encima el equipo completo de nuestros pastores serranos de allá medio siglo.
-Si se acerca usted a eso del cementerio, seguro que puede ver algún buitre de pie derecho encima de los riscos.
El viento encajado en el hocino espanta de vez en cuando con bufadas de calor el bochorno de las copas. Cuando esto ocurre, las ramas altas de los chopos se mimbrean cansinas; apenas suenan, casi ni se mueven. Luego el cementerio, a estas horas del día silencioso y tostado por el sol. La ermita contigua está en ruinas, por encima del desplome de la cubierta hay una cruz de hierro a mitad de caer. Todo a la vez, la ermita y el cementerio, quedan al pie de un corte de peñas que baja casi en perpendicular a clavarse en la orilla izquierda del arroyo. Baja poca agua. El mal de la sequía lo ha reducido a un simple canal exangüe y desangelado que corre entre los mil cañones de las junqueras y de las matas de anea. Por lo que se ve, en tiempos debió ser un río eminentemente cangrejero.
-Mire a lo alto. Ya se lo había dicho. Tres hay en el mismo corte de las riscas. Los demás andarán oteando alguna res enferma.
Me limito a contemplar la escena desde el camino, mirando a contraluz los tres corpachones de los buitres colocados en línea al borde del precipicio. Las tres aves pasan las horas muertas sin moverse, señoras desde su atalaya de todos los paisajes, de los soles y de los vientos. Les grito con fuerza desde abajo y continúan inamovibles, dueñas de la situación y de casi medio mundo. El juego caprichoso de la erosión, y el cauce del río siempre restregándose por donde aquella brava naturaleza le manda, invitan remotamente a quedarse allí para siempre, convertido en meandro del río, en piedra fantasmal, en un chaparro más de aquellos que se crían como por milagro entre las peñas más altas.
El alcalde me acompañaría momentos después, con todo la fuerza del calor, a ver la iglesia. Desde su correspondiente peña como asiento que la sostiene, la iglesia domina a Santamera por los cuatro puntos cardinales. Para entrar hay una sencilla portada en arco de medio punto. El interior es de una sola nave, y por su aspecto bien se podría situar en el siglo XVI como época en la que fue construida, con algunos aditamentos posteriores. La cubierta se ve parte de ella sostenida sobre artesonado y el presbiterio recorrido con curiosas nervaduras góticas, muy propias de la arquitectura religiosa de su época. La estrella indiscutible de la iglesia de Santamera es el retablo renacentista que adorna el ábside. He contado en total diecinueve pinturas en tabla, enmarcadas por columnillas y frisos platerescos de madera tallada y policroma. Los diecinueve oleos que lo componen representan escenas de la vida de Cristo, bustos de apóstoles y efigies de santos y de santas mártires. En la hornacina central hay una preciosa talla prebarroca de Santa María Magdalena.
- Esa santa es la titular de la iglesia. La patrona, en cambio, es Santa Quiteria, que se celebra el 22 de mayo -me dice el alcalde.
Aparte del retablo mayor hay otros cuatro más repartidos en los muros laterales de la iglesia, dos a dos. Tres de estos retablos son de florido barroco dieciochesco, y el cuarto es plateresco y está dedicado al Niño de la Bola.
-¿Se ha dado cuenta de que las velas del altar se han doblado por el calor? Eso digo yo que será de puro malas.
Mis acompañantes, don Félix el alcalde y don Fidel Poyo, me cuentan como curiosidad que un año sacaron en rogativas a Santa María Magdalena para pedir agua, y al punto descargó un pedrisco que arrasó con toda la siembra. Resultado, Santa María Magdalena condenada a perpetuidad para no ver por los siglos infinitos las calles de Santamera y mucho menos los campos de mies. La justicia castellana es así, y en este mundo el que la hace la paga.
- Pues no se vaya a creer que es mentira. La pegaron a la peana para que no pudiera salir nunca más en procesión por el pueblo.
Como despedida me fue permitido ver en la sacristía otra encomiable tabla al óleo, quizás mejor conservada que las restantes del retablo y seguramente perteneciente al mismo. La tabla de la sacristía refleja la escena del Calvario en claro estilo pictórico de hace cuatro siglos, y que las gentes del pueblo, cuando hay confianza, suelen enseñar con admiración y respeto.
La escondida villa de Santamera, Santa Emerenciana de los antiguos, dará paso en breve si no se toman medidas, al paisaje agreste, solitario y singular que le sirve de marco, mientras que el recuerdo de su habitabilidad desde la Edad Media será sólo leyenda que figure en cronicones y actas polvorientas de los archivos. Por lo pronto, y antes que el fatal augurio se llegue a producir, es tiempo de una visita minuciosa al pueblecillo de las escarpadas visiones, de las rapaces avizoras, del arte oculto, donde ocho personas mantienen enhiesta de continuo la bandera de la vida, no sabemos hasta cuando.
Al pasar por la novísima cinta de asfalto cerca del Garmellón, el sol desciende de plano encendiendo como lucecitas de cristal ardiente en las albercas y en los montones de sal. El vallejo se va extendiendo río abajo hasta encajarse en el angosto coladero natural por donde buscar salida. Las montañas son mondas a derecha e izquierda y de color de plomo. En las lisas laderas de los montes hay lastras clavadas en la tierra que sobresalen por encima de los aliagares y de los tomi11os. Al pasar el puente, ya dando vista a las huertas de Santamera y a las primeras casas acurrucadas al abrigo de los cortes rocosos, florece el té en las grietas y en las nudadas de las peñas con sus estrellitas amarillas que tienen olor, sabor y tacto pastoso, como la miel silvestre. Alguien me contó, no recuerdo cuando, que las hojas del cantueso y las flores de té son el perfume preferido por las ninfas de ojos verdes que, cuando los hombres duermen, acuden cada' noche a remojar su piel y a cantar salmodias en las corrientes del río Salado. Todo ello, como fácil es de imaginar, son meras suposiciones que nadie ha demostrado hasta el día de la fecha bien que merecería la pena andar sobre ellas.
Una manada de ovejas blancas dormita amodorrada a la sombra de las choperas. Santamera ocupa el centro de una soberbia sartén de rocas, y en días calurosos como el de hoy queda a punto de hervir todo lo que se contiene en su fondo: las tierras y las nogueras, los caminos y las aves de corral, las vidas y hasta la sangre de los hombres, sin posibilidad de apagarla dentro de los cuerpos porque no hay agua donde beber, ni en las casas ni en las fuentes.
-Nada, no señor. Para beber, ni una gota. Si aquí viene algún forastero y tiene sed, tendrá que marcharse a otro sitio. Ester hilillo que cae de la fuente no lo busque usted dentro de cuatro o de cinco días. Es una pena ver lo abandonado que tienen este pueblo.
-La creo, señora ¿Es usted de los que viven aquí durante todo el año?
-No, yo en los inviernos me voy a Francia con mis hermanos que viven allí. En Francia se vive mejor. Es otra cosa.
-No se lo discuto, pero dicen que como en la casa de uno...
-Oiga, si fuera usted por casualidad a Guadalajara, le da recuerdos de mi parte a Jesús García Perdices. Le dice que soy la Gregoria, la hija del Tío Pablo Caballo de El Atance. Somos casi como de la familia.
-Lo haré con mucho gusto. No se preocupe.
-Dígale también que haga algo para que nos traigan el agua, que en verano el pueblo se nos muere de sed.
Las pocas viviendas de Santamera, habitadas o no, tienen los tejados, oscuros, color plomo, como las faldas de la Espinada. Por sus calles rocosas que suben y bajan desde las huertas hasta la iglesia, circula a cualquier hora del día o de la noche el alma vaporosa de los misterios. Santamera es un pueblo cargado misterios.
-Sí, porque lo que es de habitantes no hay. Ocho me parece que son en invierno.
-De todas formas, por el número de casas se ve que aquí siempre fueron pocos.
-Sí, pero yo me acuerdo de haber sido ochenta personas o más.
- Mire, Manuel se marchó a Francia hará cerca de veinte años, y yo me fui a Madrid porque no pude conseguir dinero para comprar un tractor.
Fidel Poyo y Manuel Caballo me llevaron por una cerca de alfalfa hasta el molino. El río se atraviesa por un puente voladizo, que es a la vez columpio sobre las mismas aguas. Está construido con tablas viejas que se sostienen sobre tres cables recios de acero retorcido. Por debajo navegan a la sombra de los álamos media docena de patos blancos.
-La primera vez siempre da un poco de respeto pasar por encima de las tablas, pero cuando se toma confianza se cruza como si tal cosa.
- Y luego cuando se confía uno ¡Al agua patos! ¿No?
-Ah, pues sí se cae usted no crea que iba a ser el primero. Antes de ponerle los cables de acero más de uno se cayó abajo.
Don Félix Enrique de la Riba Antón, el molinero, tiene para vivir una casa grande adosada al molino, entre huertas, árboles y flores de rosal y de malvas reales. Don Félix Enrique es el alcalde pedáneo de Santamera con el que me hubiera gustado hablar pero no estaba en casa. Quedamos en volver más tarde para que me enseñara la iglesia y el molino. En las sombras tan apetecibles de los huertos, al pie del puente movedizo que nos devolvería al pueblo, mis amigos me explicaron que los cerros más elevados de Santamera, aparte del ya referido de la Espinada, son el Picarón y el Cerro del Padrastro.
-Luego tiene la Peña de los Abantos poco más abajo. Es un sitio muy turístico. Seguro que es el sitio más turístico que hay en el pueblo. Desde lo alto del Padrastro conté una vez cerca de cien abantos subidos encima de la peña.
Los abantos de Santamera me temo que son los buitres, aves de tremenda envergadura que prefieren para reproducirse y vivir las cotas inaccesibles de estos cerros y algunas más de los pueblos vecinos.
-Pues aquí está todo bastante olvidado, ya lo ve usted. Que no tengamos agua para beber es una desgracia mucho mayor de lo que parece. Últimamente nos han hecho tres cosas buenas: la carretera, la; luz y el teléfono, pero nos falta la más importante. La fuente que vio usted allá abajo, esa no vuelve a su ser hasta el mes de abril por lo menos.
Un pastor; quizás el único pastor de Santamera, baja con su perrilla negra amarrada del cuello hasta el hatajo. Las ovejas del valle del Salado pastan al pie de los riscos y beben el agua del río entre las espadañas y los juncos marinos.
-Unas trescientas me guardo. Yo soy de los que no me quise ir. Ahora da gusto por aquí, pero en invierno esto es muy frío.
Bajo en seguida detrás de Mauricio el pastor. El hombre es ya de los pasados en edad, tiene la cara curtida. Viste con todos los atalajes y lleva encima el equipo completo de nuestros pastores serranos de allá medio siglo.
-Si se acerca usted a eso del cementerio, seguro que puede ver algún buitre de pie derecho encima de los riscos.
El viento encajado en el hocino espanta de vez en cuando con bufadas de calor el bochorno de las copas. Cuando esto ocurre, las ramas altas de los chopos se mimbrean cansinas; apenas suenan, casi ni se mueven. Luego el cementerio, a estas horas del día silencioso y tostado por el sol. La ermita contigua está en ruinas, por encima del desplome de la cubierta hay una cruz de hierro a mitad de caer. Todo a la vez, la ermita y el cementerio, quedan al pie de un corte de peñas que baja casi en perpendicular a clavarse en la orilla izquierda del arroyo. Baja poca agua. El mal de la sequía lo ha reducido a un simple canal exangüe y desangelado que corre entre los mil cañones de las junqueras y de las matas de anea. Por lo que se ve, en tiempos debió ser un río eminentemente cangrejero.
-Mire a lo alto. Ya se lo había dicho. Tres hay en el mismo corte de las riscas. Los demás andarán oteando alguna res enferma.
Me limito a contemplar la escena desde el camino, mirando a contraluz los tres corpachones de los buitres colocados en línea al borde del precipicio. Las tres aves pasan las horas muertas sin moverse, señoras desde su atalaya de todos los paisajes, de los soles y de los vientos. Les grito con fuerza desde abajo y continúan inamovibles, dueñas de la situación y de casi medio mundo. El juego caprichoso de la erosión, y el cauce del río siempre restregándose por donde aquella brava naturaleza le manda, invitan remotamente a quedarse allí para siempre, convertido en meandro del río, en piedra fantasmal, en un chaparro más de aquellos que se crían como por milagro entre las peñas más altas.
El alcalde me acompañaría momentos después, con todo la fuerza del calor, a ver la iglesia. Desde su correspondiente peña como asiento que la sostiene, la iglesia domina a Santamera por los cuatro puntos cardinales. Para entrar hay una sencilla portada en arco de medio punto. El interior es de una sola nave, y por su aspecto bien se podría situar en el siglo XVI como época en la que fue construida, con algunos aditamentos posteriores. La cubierta se ve parte de ella sostenida sobre artesonado y el presbiterio recorrido con curiosas nervaduras góticas, muy propias de la arquitectura religiosa de su época. La estrella indiscutible de la iglesia de Santamera es el retablo renacentista que adorna el ábside. He contado en total diecinueve pinturas en tabla, enmarcadas por columnillas y frisos platerescos de madera tallada y policroma. Los diecinueve oleos que lo componen representan escenas de la vida de Cristo, bustos de apóstoles y efigies de santos y de santas mártires. En la hornacina central hay una preciosa talla prebarroca de Santa María Magdalena.
- Esa santa es la titular de la iglesia. La patrona, en cambio, es Santa Quiteria, que se celebra el 22 de mayo -me dice el alcalde.
Aparte del retablo mayor hay otros cuatro más repartidos en los muros laterales de la iglesia, dos a dos. Tres de estos retablos son de florido barroco dieciochesco, y el cuarto es plateresco y está dedicado al Niño de la Bola.
-¿Se ha dado cuenta de que las velas del altar se han doblado por el calor? Eso digo yo que será de puro malas.
Mis acompañantes, don Félix el alcalde y don Fidel Poyo, me cuentan como curiosidad que un año sacaron en rogativas a Santa María Magdalena para pedir agua, y al punto descargó un pedrisco que arrasó con toda la siembra. Resultado, Santa María Magdalena condenada a perpetuidad para no ver por los siglos infinitos las calles de Santamera y mucho menos los campos de mies. La justicia castellana es así, y en este mundo el que la hace la paga.
- Pues no se vaya a creer que es mentira. La pegaron a la peana para que no pudiera salir nunca más en procesión por el pueblo.
Como despedida me fue permitido ver en la sacristía otra encomiable tabla al óleo, quizás mejor conservada que las restantes del retablo y seguramente perteneciente al mismo. La tabla de la sacristía refleja la escena del Calvario en claro estilo pictórico de hace cuatro siglos, y que las gentes del pueblo, cuando hay confianza, suelen enseñar con admiración y respeto.
La escondida villa de Santamera, Santa Emerenciana de los antiguos, dará paso en breve si no se toman medidas, al paisaje agreste, solitario y singular que le sirve de marco, mientras que el recuerdo de su habitabilidad desde la Edad Media será sólo leyenda que figure en cronicones y actas polvorientas de los archivos. Por lo pronto, y antes que el fatal augurio se llegue a producir, es tiempo de una visita minuciosa al pueblecillo de las escarpadas visiones, de las rapaces avizoras, del arte oculto, donde ocho personas mantienen enhiesta de continuo la bandera de la vida, no sabemos hasta cuando.
(N.A. Septiembre, 1986)
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