domingo, 4 de octubre de 2009

RIBA DE SANTIUSTE, LA


A don Nicolás Grijalva
que me puso en camino
hacia La Riba.

He venido a caer a La Riba de Santiuste en esa hora tranquila del verano que precede a las puestas del sol.. Debí de intuir que esta hora de los dorados ocasos por tierras por las que anduvo El Cid es la verdadero hora de La Riba. Cuando los espectros de guerreros y de plebeyos medievales que deambulan por las panzas lisas de la Sierra de Pela, emprenden la retirada hacia los muros en ruina de su castillo.
Queriendo aprovechar la última luz del día para disparar el objetivo de mi cámara de frente hacia aquella indescriptible serenidad del altiplano, me he subido un poco a la desesperada hacia las risqueras arenosas del Palomar, sin detenerme siquiera a rizar un cabo de conversación con la escasa concurrencia de vecinos que viven al regalo de la tarde en corrillos callejeros, bajo la arcada verdioscura de alguna parra.
Es preciso correr, y descansar, y ahogarse en el empeño de ganar la mano al sol a una altura prudencial de la ladera. Al final, uno llega hasta el sitio apetecido y se sienta a descansar sobre un corte pedregoso en cuyos vanos creció y se secó la hierba. El espectáculo que a estas horas del atardecer ofrece el valle del Salado es de una placidez inmejorable. Uno no se explica por qué aquellas laderas están tan injustamente solitarias. ¿Adónde se fueron los laureados pintores de lo irreal? ¿Dónde están los poetas? ¿Y los enamorados que desveló Adolfo Bécquer, si es éste y no otro la apoteosis de sus delirios? ¿Y los locos, que han dejado su ciudad abandonada al amparo de una manada de almas en pena, escondidas de por vida a los ojos de los hombres?
No es fácil, amigo lector, imaginar desde la cómoda butaca de tu casa estas benditas tierras de La Riba cuando cae la tarde. Una llanura inmensa que las luces del último sol han teñido de un hiriente, de un inmaculado color mies con firlachos de amarillo girasol y campos rojizos enmarcados por lomeras pardas, redondas, silentes, viejas, de la vecina sierra. Por detrás el cielo arrebolado que anuncia horas de calor para el día siguiente, y abajo, cruzando las casas más alejadas por donde juegan los niños, los chopos y los álamos de los huertos vencen sus copas en un cortesano vaivén al compás del viento. De vez en cuando sube hasta el oído el sonar remoto de algún automóvil que pasa por la carretera de Paredes. El pueblo se queda abajo, medio oculto entre la fronda de los olmos que crecen en la falda del monte, destacando en medio de la variadísima coraza de verdes y de ocres, la gracia de la espadaña de su iglesia. Y por encima de toda esta magnífica impresión, que uno de manera torpe intenta llevar hasta la imaginación de sus lectores, el sello ocho veces centenario del castillo, colgado por encima de las crestas de roca que suben cerro arriba recibiendo los últimos rayos de sol sobre sus torres restauradas, cuyas siluetas en fantástica visión de sombras, corrieron a reflejarse en la pradera.
Tan sólo llega hasta mí el soplo del viento y el griterío atenuado de los chiquillos, que disfrutan gritando y saltando entre los yerbazales de la chopera. Al fondo, en otra vertiente, el silencio sepulcral del camposanto con sus paredes blancas, extendido a la vera del camino y del rastrojo.
Cuando las sombras acaban por estirar sus tentáculos hasta las mismas puertas de Sienes, decido bajar lentamente, guardando el equilibrio hasta el camino. Los corrales extramuros y las casas más antiguas del pueblo están construidos con bloques informes de arenisca de un color rojizo. A menudo uno se encuentra con viviendas que denotan en su porte el haber vivido en ellas familias acomodadas, viejas mansiones solariegas de señorial origen, y rincones en los que no vive nadie, anónimos, olvidados, comidos por la penuria y por las hierbas que alrededor suyo nacieron y crecieron sin control.
-Buenas tardes, señora.
-Buenas, las tenga usted.
La Plaza Mayor corresponde también a la de un pueblo hidalgo, dormida en el sueño irreversible del pasado. Es una plaza sin forma definida, que tiene en el centro su fuente de agua potable con un pilón capaz y grifos que acalló la sequía. A cada lado de la fuente, presidiendo cada una desde su sitio el recinto total de la plaza, podemos ver la pequeña iglesia con su oronda espadaña de doble campanario donde anidó la cigüeña, y la llamativa casona consistorial que, si en otro tiempo tuvo la doble misión de acoger al ayuntamiento y a la escuela de niños, hoy es un edificio nostálgico frente al que el forastero se detiene a contemplar la antigüedad de sus piedras y la maravillosa reja de forja que hay en la puerta de entrada, en la que el artífice dejó constancia en el hierro retorcido de los barrotes del año exacto de su colocación: 1891.
-Qué pena, verdad. Está completamente abandonada. Es la mejor casa del pueblo, ya lo creo. El tejado se vendrá abajo y hará que se hunda, no muy tarde.
-¿Vive alguien en ella?
-En verano la tienen alquilada. No ve que todo lo de ayuntamiento está en Sigüenza...
Higinio Rodrigo, el hombre que vino hasta adonde yo estaba, sentándose a mi lado en el borde de la fuente, se abrió en añoranzas del otro pueblo que él conoció cuando era joven, pero que, unos por otros, empezando por él, dejaron con marchar en condición semejante.
En invierno puede que queden ahora siete u ocho casas abiertas, nada más. Siempre has sido un pueblo pequeño; pero yo me acuerdo de haber en mis tiempos setenta casas habitadas, por lo menos. Nos tuvimos que ir cada uno adonde pudo. No había forma de poder seguir con la yunta de mulas, ya sabe usted. Yo llevo ya diecisiete años viviendo en Guadalajara.
-Según tengo entendido vive gente en el castillo.
-Algunas veces sí. Lo compró un señor, lo arregló, y vienen a vivir a temporadas. Ahora sí que están dentro. Han hecho una pista que se puede subir en coche.
Como bien su nombre quiere indicar, el airoso castillo de La Riba se dedicó a San Justo en tiempos muy lejanos. En el siglo XII fue donado por los reyes de Castilla al obispo de Sigüenza, y durante largos periodos de la historia se convirtió, según aseguran viejas crónicas, en el toma y daca entre la corona de Castilla y la mitra seguntina, pasando a ésta última definitivamente, que se vería quedar sin fortaleza tiempo después, bajo la planta del pie demoledor de las tropas francesas en el año 1811.
Cuando la tarde se va, uno busca refugio y el calor de la gente en el simpático establecimiento de la señora Saturnina. Es un saloncito pequeño y acogedor, con poca luz hasta que encienden la eléctrica cuando ya no se ve casi nada. La dueña atiende con una sonrisa abierta y familiar a la escasa clientela que acude a estas horas.
-¡Ayyy! ¡Hala tonto! –grita Raquel.
Raquel es una niña pequeña que se ha chocado contra el forastero y responde a gritos. La niña, para defenderse más del susto que del pisotón, la emprende a manotadas contra su ofensor por detrás de la cortina.
-Perdona, bonita. No debes ponerte así. Las niñas cuando se enfadan se ponen muy feas. Mira, es que no te había visto.
Encima del mostrador de la señora Saturnina hay una balanza de pesar muy antigua, y los pocos vasos y las pocas botellas de la consumición.
-La gente se fue del pueblo, mire usted; pero tendrán que volver.Algunos ya están viniendo para quedarse de fijo.
En las paredes del bar de La Riba hay un mapa mural de la provincia y calendarios con estampas de las que se pueden ver. Sobre los estantes, algunas latillas de conservas y cuatro bolsitas de productos alimenticios de primera necesidad.
-Aquí no se vende nada. Únicamente un poco en el verano, pero el resto del año estamos de miranda. Usted ya me entiende.
-En todo hay ventajas. Con poca clientela no puede haber muchos problemas con los vecinos que vienen al bar.
-Eso sí que es verdad. Son muy buenos clientes. Son comprensivos. Me dejan salir al fresco a la puerta, y me llaman cuando necesitan algo. Muchas veces como si no hubiera nadie.
Y nos cayó al final la anochecida. A pesar de ser altas, vecinas al fin de las sierras de Soria, las tardes por estos pueblos carecen de la brisa, fría tantas veces, de los no lejanos de la sierra de Atienza. Unos y otros gozan, en cambio, de la misma paz que cala en el alma del viajero, de las mismas noches claras, cuando solo, perdido en la oscuridad, se pierde propia voluntad por estas latitudes.

(N.A. Septiembre, 1983)

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