He oído contar que cuando Santa María del Espino aún conservaba su nombre anterior, es decir, Rata, hubo algún gracioso que mandó una carta al pueblo con el dibujo en el sobre del antipático roedor por toda dirección y la palabra “Guadalajara”. El caso es que la carta llegó a su destino puntual, lo que indignó al vecindario y le animó a cambiar de una vez por todas el dichoso nombrecito y ponerle para los siglos venideros el que ahora tiene, siendo así que el antiguo Rata viene ostentando en los indicadores de carretera, y en todo documento o mapa provincial, el más acorde con el gusto común de Santa María del Espino.
Será verdad o será leyenda, eso no lo sé, pero lo cierto es que no lejos de la histórica villa de Anguita se encuentra, un tanto desconsiderado aunque hermoso como pocos, el pueblecito al que hoy estamos dispuestos a dedicar nuestro trabajo.
Santa María del Espino, teñido de rojizos ocres en los tejados de sus casas, surge sobre un teso que se abre como mirador a las sierras cercanas del saliente. Es un pueblo pequeño en apariencia, con naves por las afueras techadas de uralita y almacenes que suplen a los antiguos casillos y parideras de ganado donde nuestros antepasados consumieron sus desvelos y una buena parte de sus vidas.
Santa María del Espino tiene una plaza sencillamente bonita, una plaza en la que se dan todos los encantos posibles en el ambiente rural: el juego de pelota, el viejo ayuntamiento con su reloj municipal y campanil como remate, la fuente pública adosada al muro, y el don por añadidura de la buena imagen, ya que si el viajero llega a ciegas es la de la plaza la primera impresión que recibe.
Aquí, como en todos los pueblos que se precien, los más viejos del lugar suelen salir a sentarse al sol o a la sombra, según la época; solos o en grupo, según las posibilidades y el estado de ánimo; a la calle o a las afueras, según las apetencias de cada cual.
Don Genaro Serrano, hombre abierto y de trato agradable, descansa sentado sobre el poyo rodeno debajo del frontón. Cubre su cabeza con gorra de paño seguramente desde su juventud. Se ve que el hombre no tiene demasiadas prisas, lo debe de tener todo hecho por lo menos hasta la hora de comer. Con personas como don Genaro el periodista encuentra en muchos de sus viajes la labor demasiado fácil.
- No se quejarán ustedes, en pleno verano y con tanta agua de sobra en la fuente. Tres chorros nada menos.
- Pues esa no tiene nada que ver con la de las casas. Esa baja sola por su pie. Antes estaba la fuente en medio de la plaza; pero cuando se hizo el frontón la pusieron ahí en la pared del ayuntamiento. La de las casas es otra, aquella viene de la cueva.
Los habitantes de Santa María del Espino llaman la Cueva simplemente a la que en los libros viene reseñada como la Cueva de la Hoz; una interminable caverna subterránea donde es de fe que existen estalactitas, lagunas enormes de un agua clarísima, pinturas rupestres, oscuridad y mucho misterio. Don Genaro entró en la Cueva más de una vez cuando era mozo.
- Aquello es muy grande. Yo entré algunas veces cuando era joven. Hay sitios por los que te llegaba el agua hasta el cuello. Ahora tiene una puerta y nos se puede entrar. Yo me acuerdo de pasar por unos agujeros que en cuanto te cabe el cuerpo, y otros sitios que te obligan a entrar de perfil. Del techo se ve el agua destilando, gota a gota, y con el tiempo eso se ve que se convierte en piedra.
- También creo que hay figuras dibujadas en las paredes, ¿no es así?
- Sí, tiene dibujos muy bonitos, cárdenos, amarillos y de muchas formas; pero deben estar muy estropeados, si es que queda alguno. Los dibujos están allá adentro. Hay que entrar con dos linternas, porque si llevas una sola y se te estropea o se te cae, de allí no sales.
- Y dice usted que no se le ve el final.
- No, nadie le ha visto el final. Es algo así como las cuevas de San Pedro por tierra de Ávila. Más grande aún que esa de La Riba. Mucha agua tiene dentro. La que consumimos en el pueblo ya se lo he dicho que viene de allí, y no se nota que haya menos.
El número de habitantes que tiene el pueblo en este momento se reduce a treinta personas, si bien, los muchos motivos de bienestar durante el verano, hace que la población se quintuplique en el mes de agosto.
- Sí, claro. En verano se pone el pueblo que ya no se cabe más. La gente joven se lo pasa bien: que si los pinos, que si la cueva, hay muchos sitios buenos adonde ir.
La piedra más común en las viviendas más antiguas de Santa María del Espino, es generalmente la arenisca de color rojizo propia del terreno. Por la calle del Horno, cuestas pedregosas y más cuestas, se sube hasta la Calle Real, bastante abandonada por cierto. El sólido edificio de la escuela pública, de construcción reciente y fuera de servicio por falta de chiquillos, destaca junto a la plaza antes de iniciar la subida. Al norte queda el hondo de la vega, con sus parideras de ganado en la otra orilla, donde sólo se dan la estepa y el marojo. Más al saliente la sierra de Luzón.
Otro anciano, don Matías Lozano Cabra, yace tumbado sobre la hierba a la sombra de una acacia, apoyado en una piedra a manera de triclinio, como los grandes personajes de la Roma Imperial.
- ¿Qué se hace el hombre?
- Nada; aquí descansando un poco, ya lo ve.
Don Matías abandona el puesto y sigue tras de mí, subiendo la cuesta hasta la Calle Real. El estado del pavimento no es de lo mejor, precisamente.
- No será usted el que revisa lo de la luz –me pregunta.
- No señor, yo no reviso lo de la luz ni reviso nada. Puede estar tranquilo. El piso de la calle es lo que encuentro mal ¿No le parece?
- Pues sí que está mal. Ahora nos van a arreglar un poco las calles; ya están preparando las cosas.
Con el señor Matías y con el señor Leoncio, otro señor de edad que acarreamos en la Calle Real, me bajo hasta la casa de doña Pilar, la mujer del alcalde. Por un callejón estrecho me asomo al barranco del Chorrillo y al bajo de las Cruces, más acá de las pendientes de Calarriba. Luego nos vamos todos hasta las crestas rocosas que los del pueblo suelen reconocer con el nombre de Peñas de la Pila de las Palomas, uno de los parajes que por su originalidad y aspereza se graban en la memoria de quien en alguna ocasión tuvo la suerte de poderlo ver.
Antes pasamos junto a una casa abandonada y ruinosa, cuyos muros de piedra vieja reposan sobre las primeras peñas como una proa. Un azulejo centenario dice junto a la puerta: “Escuela Pública”. A través de las rendijas de la puerta no se ve nada en su interior. La antigua seda donde se tejió en lejanas épocas la cultura del pueblo se vendrá abajo cualquier invierno.
- Ahí hemos estudiado nosotros lo poco que sabemos. Por dentro está todo hundido.
- Recuerdos de la infancia que mal se olvidan.
- Pues sí, yo me acuerdo como si fuera ayer.
Luego la iglesia. Con la agradable compañía del señor Leoncio, del señor Matías y de la señora Pilar, paso a dar un vistazo rápido a su interior. En realidad no es mucho lo que la iglesia tiene que ver por dentro. Es una iglesia pobre, de corta capacidad con arreglo a lo que es el pueblo. Los fieles se sientan sobre ocho bancos de madera cuando está al completo. El retablo mayor es una pieza humilde, de maderas pintadas y descompuestas. Las imágenes que luce el retablo mayor son las del Salvador con la bola del mundo, San Roque y San Antonio. Otro retablillo lateral sin friso está dedicado a la Madre de Dios.
- ¿Qué Virgen es esa?
- La Virgen María le decimos aquí –explica la señora Pilar.
Hay otro tercer retablo, barroco y poco artístico, con la imagen de un Cristo viejo que semeja ser de cartón piedra, y una cruz misional de los Padres Claretianos en memoria de la Santa Misión vivida en el mes de noviembre de 1959. Después la piedra bautismal de piedra, vaciada con ornamentación gótica. A pesar de su pobreza, la iglesia se ve limpia y bien atendida, digna para desempeñar su misión.
- El señor cura de Anguita se preocupa; pero de donde no hay no se puede sacar.
Ya fuera, anoto el severo porte de inspiración románica que tiene el templo, la augusta soledad del camposanto unido al ábside, con sus matujos de ortigas y de ababol, y sus lápidas de mármol dando vista al cerro de las Carrascas Altas.
- Desde aquí se ve mucho campo ¿verdad usted?
- Ya lo creo.
Las formaciones rocosas de la Pila de las Palomas se alinean clavadas en vertical sobre el montículo en donde nos encontramos. Abajo los valles, las laderas de encinas menudas, el misterioso paraje por donde está la Cueva, las sierras que preludian el Alto Tajo… Sube un viento fuerte que casi no hade balancear encima de las peñas. Mis amigos y yo contemplamos sin decirnos nada aquella aventura paisajística que el pueblo de Santa María del espino tiene delante de sí como escenario de por vida.
- Mire, aquella de allá es la Peña del Otero.
- Oiga, ¿Y la laguna de abajo?
- A eso le decimos el Prao. Es un aguadero para que beban las ovejas.
Ya de regreso, me cuenta el señor Matías que las fiestas del pueblo son para el Carmen y para san Roque, que son unos días muy movidos y de mucha animación.
- ¿Qué hacen?
- ¡Coño! Pues traen música. Los jóvenes se divierten, y nosotros no porque no valemos ¿Adónde vamos, yo con ochenta y el Leoncio con setenta y tres?
- El que les agregasen al ayuntamiento de Anguita ¿Les ha favorecido mucho?
- Pues, más bien no. En eso hemos hecho mal trato. Qué quiere que le digamos.
Mis amigos me insinúan que para lo que es el pueblo ya está todo visto; que si bajase a la cueva tendría más que ver, pero las dificultades previsibles y lo avanzado de la hora me aconsejan no hacerlo. En todo caso, el pueblo es de esos lugarejos casi anónimos, pero con marcada personalidad, que dejan huella y enriquecen la visión total de quien dedica tantas horas a medir con los pies las tierras de Guadalajara. Al final, lo de siempre: otro pequeño núcleo urbano que bien merecería la pena conservar, redimirlo de su obligada decadencia y de su previsible final como otros muchos. El tiempo y sus circunstancias tienen la última palabra.
Será verdad o será leyenda, eso no lo sé, pero lo cierto es que no lejos de la histórica villa de Anguita se encuentra, un tanto desconsiderado aunque hermoso como pocos, el pueblecito al que hoy estamos dispuestos a dedicar nuestro trabajo.
Santa María del Espino, teñido de rojizos ocres en los tejados de sus casas, surge sobre un teso que se abre como mirador a las sierras cercanas del saliente. Es un pueblo pequeño en apariencia, con naves por las afueras techadas de uralita y almacenes que suplen a los antiguos casillos y parideras de ganado donde nuestros antepasados consumieron sus desvelos y una buena parte de sus vidas.
Santa María del Espino tiene una plaza sencillamente bonita, una plaza en la que se dan todos los encantos posibles en el ambiente rural: el juego de pelota, el viejo ayuntamiento con su reloj municipal y campanil como remate, la fuente pública adosada al muro, y el don por añadidura de la buena imagen, ya que si el viajero llega a ciegas es la de la plaza la primera impresión que recibe.
Aquí, como en todos los pueblos que se precien, los más viejos del lugar suelen salir a sentarse al sol o a la sombra, según la época; solos o en grupo, según las posibilidades y el estado de ánimo; a la calle o a las afueras, según las apetencias de cada cual.
Don Genaro Serrano, hombre abierto y de trato agradable, descansa sentado sobre el poyo rodeno debajo del frontón. Cubre su cabeza con gorra de paño seguramente desde su juventud. Se ve que el hombre no tiene demasiadas prisas, lo debe de tener todo hecho por lo menos hasta la hora de comer. Con personas como don Genaro el periodista encuentra en muchos de sus viajes la labor demasiado fácil.
- No se quejarán ustedes, en pleno verano y con tanta agua de sobra en la fuente. Tres chorros nada menos.
- Pues esa no tiene nada que ver con la de las casas. Esa baja sola por su pie. Antes estaba la fuente en medio de la plaza; pero cuando se hizo el frontón la pusieron ahí en la pared del ayuntamiento. La de las casas es otra, aquella viene de la cueva.
Los habitantes de Santa María del Espino llaman la Cueva simplemente a la que en los libros viene reseñada como la Cueva de la Hoz; una interminable caverna subterránea donde es de fe que existen estalactitas, lagunas enormes de un agua clarísima, pinturas rupestres, oscuridad y mucho misterio. Don Genaro entró en la Cueva más de una vez cuando era mozo.
- Aquello es muy grande. Yo entré algunas veces cuando era joven. Hay sitios por los que te llegaba el agua hasta el cuello. Ahora tiene una puerta y nos se puede entrar. Yo me acuerdo de pasar por unos agujeros que en cuanto te cabe el cuerpo, y otros sitios que te obligan a entrar de perfil. Del techo se ve el agua destilando, gota a gota, y con el tiempo eso se ve que se convierte en piedra.
- También creo que hay figuras dibujadas en las paredes, ¿no es así?
- Sí, tiene dibujos muy bonitos, cárdenos, amarillos y de muchas formas; pero deben estar muy estropeados, si es que queda alguno. Los dibujos están allá adentro. Hay que entrar con dos linternas, porque si llevas una sola y se te estropea o se te cae, de allí no sales.
- Y dice usted que no se le ve el final.
- No, nadie le ha visto el final. Es algo así como las cuevas de San Pedro por tierra de Ávila. Más grande aún que esa de La Riba. Mucha agua tiene dentro. La que consumimos en el pueblo ya se lo he dicho que viene de allí, y no se nota que haya menos.
El número de habitantes que tiene el pueblo en este momento se reduce a treinta personas, si bien, los muchos motivos de bienestar durante el verano, hace que la población se quintuplique en el mes de agosto.
- Sí, claro. En verano se pone el pueblo que ya no se cabe más. La gente joven se lo pasa bien: que si los pinos, que si la cueva, hay muchos sitios buenos adonde ir.
La piedra más común en las viviendas más antiguas de Santa María del Espino, es generalmente la arenisca de color rojizo propia del terreno. Por la calle del Horno, cuestas pedregosas y más cuestas, se sube hasta la Calle Real, bastante abandonada por cierto. El sólido edificio de la escuela pública, de construcción reciente y fuera de servicio por falta de chiquillos, destaca junto a la plaza antes de iniciar la subida. Al norte queda el hondo de la vega, con sus parideras de ganado en la otra orilla, donde sólo se dan la estepa y el marojo. Más al saliente la sierra de Luzón.
Otro anciano, don Matías Lozano Cabra, yace tumbado sobre la hierba a la sombra de una acacia, apoyado en una piedra a manera de triclinio, como los grandes personajes de la Roma Imperial.
- ¿Qué se hace el hombre?
- Nada; aquí descansando un poco, ya lo ve.
Don Matías abandona el puesto y sigue tras de mí, subiendo la cuesta hasta la Calle Real. El estado del pavimento no es de lo mejor, precisamente.
- No será usted el que revisa lo de la luz –me pregunta.
- No señor, yo no reviso lo de la luz ni reviso nada. Puede estar tranquilo. El piso de la calle es lo que encuentro mal ¿No le parece?
- Pues sí que está mal. Ahora nos van a arreglar un poco las calles; ya están preparando las cosas.
Con el señor Matías y con el señor Leoncio, otro señor de edad que acarreamos en la Calle Real, me bajo hasta la casa de doña Pilar, la mujer del alcalde. Por un callejón estrecho me asomo al barranco del Chorrillo y al bajo de las Cruces, más acá de las pendientes de Calarriba. Luego nos vamos todos hasta las crestas rocosas que los del pueblo suelen reconocer con el nombre de Peñas de la Pila de las Palomas, uno de los parajes que por su originalidad y aspereza se graban en la memoria de quien en alguna ocasión tuvo la suerte de poderlo ver.
Antes pasamos junto a una casa abandonada y ruinosa, cuyos muros de piedra vieja reposan sobre las primeras peñas como una proa. Un azulejo centenario dice junto a la puerta: “Escuela Pública”. A través de las rendijas de la puerta no se ve nada en su interior. La antigua seda donde se tejió en lejanas épocas la cultura del pueblo se vendrá abajo cualquier invierno.
- Ahí hemos estudiado nosotros lo poco que sabemos. Por dentro está todo hundido.
- Recuerdos de la infancia que mal se olvidan.
- Pues sí, yo me acuerdo como si fuera ayer.
Luego la iglesia. Con la agradable compañía del señor Leoncio, del señor Matías y de la señora Pilar, paso a dar un vistazo rápido a su interior. En realidad no es mucho lo que la iglesia tiene que ver por dentro. Es una iglesia pobre, de corta capacidad con arreglo a lo que es el pueblo. Los fieles se sientan sobre ocho bancos de madera cuando está al completo. El retablo mayor es una pieza humilde, de maderas pintadas y descompuestas. Las imágenes que luce el retablo mayor son las del Salvador con la bola del mundo, San Roque y San Antonio. Otro retablillo lateral sin friso está dedicado a la Madre de Dios.
- ¿Qué Virgen es esa?
- La Virgen María le decimos aquí –explica la señora Pilar.
Hay otro tercer retablo, barroco y poco artístico, con la imagen de un Cristo viejo que semeja ser de cartón piedra, y una cruz misional de los Padres Claretianos en memoria de la Santa Misión vivida en el mes de noviembre de 1959. Después la piedra bautismal de piedra, vaciada con ornamentación gótica. A pesar de su pobreza, la iglesia se ve limpia y bien atendida, digna para desempeñar su misión.
- El señor cura de Anguita se preocupa; pero de donde no hay no se puede sacar.
Ya fuera, anoto el severo porte de inspiración románica que tiene el templo, la augusta soledad del camposanto unido al ábside, con sus matujos de ortigas y de ababol, y sus lápidas de mármol dando vista al cerro de las Carrascas Altas.
- Desde aquí se ve mucho campo ¿verdad usted?
- Ya lo creo.
Las formaciones rocosas de la Pila de las Palomas se alinean clavadas en vertical sobre el montículo en donde nos encontramos. Abajo los valles, las laderas de encinas menudas, el misterioso paraje por donde está la Cueva, las sierras que preludian el Alto Tajo… Sube un viento fuerte que casi no hade balancear encima de las peñas. Mis amigos y yo contemplamos sin decirnos nada aquella aventura paisajística que el pueblo de Santa María del espino tiene delante de sí como escenario de por vida.
- Mire, aquella de allá es la Peña del Otero.
- Oiga, ¿Y la laguna de abajo?
- A eso le decimos el Prao. Es un aguadero para que beban las ovejas.
Ya de regreso, me cuenta el señor Matías que las fiestas del pueblo son para el Carmen y para san Roque, que son unos días muy movidos y de mucha animación.
- ¿Qué hacen?
- ¡Coño! Pues traen música. Los jóvenes se divierten, y nosotros no porque no valemos ¿Adónde vamos, yo con ochenta y el Leoncio con setenta y tres?
- El que les agregasen al ayuntamiento de Anguita ¿Les ha favorecido mucho?
- Pues, más bien no. En eso hemos hecho mal trato. Qué quiere que le digamos.
Mis amigos me insinúan que para lo que es el pueblo ya está todo visto; que si bajase a la cueva tendría más que ver, pero las dificultades previsibles y lo avanzado de la hora me aconsejan no hacerlo. En todo caso, el pueblo es de esos lugarejos casi anónimos, pero con marcada personalidad, que dejan huella y enriquecen la visión total de quien dedica tantas horas a medir con los pies las tierras de Guadalajara. Al final, lo de siempre: otro pequeño núcleo urbano que bien merecería la pena conservar, redimirlo de su obligada decadencia y de su previsible final como otros muchos. El tiempo y sus circunstancias tienen la última palabra.
(N.A. Agosto, 1987)
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