miércoles, 21 de octubre de 2009

SAELICES DE LA SAL


-No, señor; no es aquí. Saelices está ahí al lado, un poquito más adelante, sin dejar la carretera.
Era un molino añoso y romántico; un caserío al que rodean los ár­boles y en cuya plazoleta de entrada quedan los restos de un autobús destartalado. Hay una señora joven, muy amable, comiéndose un to­mate recién cogido de la mata, y un perrazo descomunal que da vueltas ladrando alrededor de los vehículos que se detienen a las puertas de aquel paraíso, confundiéndolo con el propio pueblo. Ya muy cerca, ex­tendido en toda su longitud a lo largo de las huertas y encajado entre montañas impresionantes a ambos lados, aparece Saelices río abajo.
La carretera de Cifuentes, que lo cruza de parte a parte, es, a su vez, la calle principal del pueblo, donde las mujeres y algunos hombres pasan la tarde al fresco escuchando radionovelas, charlando, haciendo punto o sentados en poyos de cemento y sillas de espadaña.
Acuestas con su vejez y un esportón cargado de coles, entra al pue­blo un hombre de cara curtida que se llama José. No está, al parecer, muy de acuerdo con lo que fueron las huertas en la última temporada.
-Ha sido un buen año de cereales, pero de esto, malo.
¿No ve la cara que tienen?
Cuando se llega por primera vez a la plaza de Saelices cansado de viaje, y uno se deja caer sobre el asiento corredizo que tiene detrás el frontón de pelota de cara al Cerro de la Muela, desaparecen de sú­bito las ganas de todo, se quitan los deseos de ver y de andar, uno se vuelve apático, sin interés por hablar con nadie. Tres mujeres que cosen en un rincón dejan de conversar al advertir allí mismo la presencia del forastero. Un relámpago divide el cielo en dos a la altura del Llano de las Piedras, y por un instante el Pico de la Cadena, aquel que aseguran los del pueblo estar atado a un tomillo, se recorta en lo alto como terrorífico personaje de viejas mitologías que hubiera surgido de las entrañas del monte entre bramidos y resplandores.
Saelices tiene una placita joven, mimosa, versallesca, con bordillos de Calatorao y losas traídas desde Esplegares, donde las niñas juegan al corro y cantan aquello de ¡Que llueva, que llueva, la Virgen de la Cueva! en las tardes de tormenta.
-Buenas tardes.
-Buenas tardes.
De las tres mujeres, solamente contesta una, débilmente, desconfia­damente. Sopla un vientecillo fresco que agita sin cesar las hojas de las acacias, las flores de las macetas, azotando con fuerza las copas altas de los chopos que, con la humedad permanente de la ribera y el sol de muchos años, crecieron a su antojo junto a los muros de la iglesia.
-Oiga, ¿es usted el de la luz?
-No; no, señor. Yo no soy el de la luz.
-¡Ah!, pues usted perdone.
Saturnino, pienso que el más popular de los ochenta habitantes que hay en el pueblo, me había venido observando a hurtadillas desde una esquina hasta que se decidió a preguntar.
-Pues no crea usted, que cuando él pregunta será por algo.
-Mirándolo bien, tienen ustedes el pueblo que es una envidia.
-Hombre, qué quiere que le diga; pero entre lo que nos da la Diputación y lo que nos sacan a nosotros nos vamos apañando.
- ¿Qué tal se vive en Saelices?
-Aquí vivimos todos los vecinos con la mayor familiaridad. No encontrará usted a dos que no se hablen. Tenemos buenas ganas de vivir y un buen bar para todo el que le guste ir sin que nadie le obligue. Así que el que en este pueblo viva mal es porque quiere.
-¿Se continúan explotando las salinas?
-Sí, claro. Ahora llevamos dos años que transportan el agua de las salinas a Madrid en cisternas. Estas son bastante más pequeñas que las de Imón, pero es una sal buenísima.
- ¿Qué les falta en el pueblo?
-Lo primero que nos falta es gente. Por no haberla, ya no tenemos escuela y los chicos se tienen que ir a La Riba. El médico también viene de allí. En cambio, aquí tiene usted agua corriente toda la que quiera, yo creo que para cuarenta pueblos como éste, y buena.
Con Antonio Sotoca, mi amigo de Saelices, recorrí varias veces el pueblo y parte de los alrededores más cercanos. En lo que antes fueron las eras, al pie del cerro que llaman El Montecillo, están levantando varios chalés los propios hijos del pueblo que residen fuera de allí.
-Pues fíjese usted que para ser un pueblo que está en menos de la mitad de los vecinos que le corresponden, no hay una sola casa que no esté arreglada. La gente que vive fuera tiene sus casas a puntos para venir en vacaciones.
La estampa urbana de Saelices es una lección de orden, gusto y sen­tido de colaboración. Es un pueblo de calles pulcras, bien arregladas, donde las fachadas de sus casas presentan ante los ojos del visitante una uniformidad tan cuidada que sorprende a primera vista.
-Las casas se arreglaron prácticamente todas, hasta las fachadas de los pajares y los graneros. Nos ofrecieron como un préstamo en muy buenas condiciones y la gente lo aprovechó para adecentar el pueblo.
Saelices de la Sal resuelve actualmente la subsistencia de sus vecinos con el producto de las huertas, con el campo y con un poco de gana­dería que se reduce a 700 cabras en la parte montañosa del término y 500 ovejas, poco más. Los hombres y mujeres de edad, que, como en tantos pueblos son una mayoría, viven de la jubilación.
-Estaremos una docena con menos de cincuenta años. Los demás ya son personas mayores que no trabajan o lo hacen por entretenerse.
El bar de Saelices coge en la misma carretera, la zona más céntrica del pueblo. Caí allí a última hora de la tarde con mi amigo Antonio Sotoca y con el alcalde, Emilio Vergara, que acababa de llegar. Es un establecimiento limpio, acogedor, un barecillo con material moderno y bien ordenado. Un establecimiento donde la gente se encuentra a gusto y que atiende con prontitud la señora Nicolasa. Un bar, dicho sea de paso, en el que deben caber muy bien, juntos, todos los vecinos del pueblo.
- ¡Anda!, y sobra sitio. Ahora sobra ya mucho bar.
-¿Qué hace la gente aquí en las tardes largas del invierno?
-Pues mire: aquí vienen a jugar al guiñote y, de cuando en cuando, hacen alguna merienda los días que los hombres se van de ojeo.
- ¿Quiénes son los que más beben?
-Los jóvenes. La gente mayor, aunque quieran, no puede ser. No es que no vengan, que sí vienen, claro; pero beber, muy poco.
La señora Nicolasa me contó que el pueblo vivía en común y buena amistad con La Riba, a solo tres kilómetros de allí. Pero no siempre, al parecer, las cosas fueron así.
-Antiguamente, los dos pueblos se llevaban mal. Tonterías de ju­ventud, ya sabe; pero cuando llegaba la hora de la verdad, de algún entierro o de algo que pasaba, los de un pueblo y de otro acudían a ayudarse.
El sentido de cooperación que tienen los sae­liceños no pasa desapercibido para su actual alcalde, artífice, con sus predecesores, de la feliz realidad del pueblo.
-La gente coopera mucho, sí. Hasta señores de ochenta años acu­den a las hacenderas, y eso, para un alcalde, es motivo muy grande de satisfacción. No pasa esto en todas partes. Un pueblo es siempre como son sus habitantes y estará como sus vecinos quieran que esté. No hay que darle vueltas.
Otra vez, y ahora todavía más preocupado que la primera, el Satur se nos plantó en el bar con el mismo argumento de antes.
-Dígame la verdad, para qué me va a engañar. ¿Es usted el que cobra la luz o no?
-Mire; se lo digo de verdad. Yo no cobro la luz ni cobro nada.
-Bueno; pues entonces, perdone, ¿eh?
Estaba comenzando a anochecer cuando con Emilio, el alcalde, me di la última vuelta por el pueblo. Me pareció un alcalde entero y preocupado que conoce su oficio a la perfección; su oficio como traba­jador incansable y su oficio como autoridad en un pueblo, del que él se siente su primer servidor y amigo incondicional.
-Aquí nos ha valido mucho la capacidad del equipo técnico de la Diputación. Yo creo que en la cosa externa del pueblo, calles, orienta­ción en las obras de la plaza, han jugado un buen papel.
Cuando uno deja Saelices, anochecido, con el resplandor lejano de las culebrinas en el cielo de la Alcarria, se viene paladeando todavía el frescor agreste del agua que acaba de beber en su fuente pública: diez chorros a rebosar y una explanada contigua donde la gente suele acudir de merienda en las tardes y en las noches de verano. Entre sombras queda atrás el pueblo, como un regato de luces eléctricas bor­deando el cauce del arroyo.

(N.A. Octubre, 1980)

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