Dar a cada uno lo suyo es el principio elemental en toda justicia, y por razones de justicia conviene puntualizar y dejar bien sentado que Ventosa, el mínimo pueblecito molinés al que hoy dedicamos nuestro tiempo, ha sido y sigue siendo el dueño y señor de aquella maravilla natural conocida por el Barranco de la Hoz, pese a lo mucho que nos hayamos querido empeñar -también yo en alguna ocasión- en atribuirlo por costumbre a la villa de Corduente. En su término municipal se halla situado, y a uno de sus hijos, allá por lejanas épocas, es creencia común que se apareció la Madre de Dios mientras pastoreaba al pie de los riscos.
Ventosa, simple y recoleto, es pueblo ribereño, de campos suaves aptos para el cereal y para el cultivo de los girasoles, de fértil vega regada por el Gallo, y de paisajes bravíos que ponen al conjunto total de sus tierras una nota de variedad difícilmente superable. Las risqueras pinariegas, que no lejos de aqu1 comienzan a dar forma al legendario Barranco, son un regalo de la Naturaleza que deja en deuda permanente al pueblo de Ventosa con los caprichos de la casualidad.
Se encuentra el pueblo como varado en mitad de la vega, una vega abierta al saliente que, aguas abajo, corre a perderse hasta las mismas puertas de Molina. En Ventosa, como en cualquier lugar, villa o lugarejo del Señorío Molinés, es frecuente chocar de improviso con alguna casona característica que recuerda al viajero las formas de vivir en pasados siglos, donde los hidalgos y ricoshombres eran para las gentes de a pie a manera de dioses lares en torno a cuya hegemonía deberían girar sus vidas y sus haciendas, incluso su propia libertad de ciudadanos sin fortuna.
- Está cerrada. No habitan en ella. Seguramente que esta casa fue la primera fundación del pueblo.
Don Teófilo García está sentado a la sombra de la casa grande ojeando una revista. Es un señor de edad, muy respetuoso y correcto en el trato. Don Teófilo me habla con llaneza y con una remota -quizás a mi me lo parezca- desconfianza, sobre todo en el momento de saludarle.
- Ya lo ve usted. Muchas puertas cerradas. No sé yo si quedaremos quince o veinte familias. Se fueron todos.
- Por aversión al pasaje no sería, quiero pensar.
- No, eso no. Esto es muy bonito. A ese primer peñascal de pinos le dicen Peña Grande, y ya desde aquí no se para hasta mucho más allá del Barranco de la Hoz.
- El pueblo parece tranquilo, y cómodo para vivir, sobre todo a partir de ciertas edades.
- Sí, estamos a gusto aquí. Nos hemos criado en el pueblo y no conocemos otra cosa ¡Qué le vamos a hacer! Los inviernos tienen de todo. Hay sitios mejores que éste para vivir; ya lo creo.
- Y peores también, don Teófilo.
- Ah, claro, seguro que también los habrá.
Más adelante hay sobre la acera de la calle una caja de cartón, a pleno sol, con una docena de pollitos de granja. Los pollitos, por lo que se ve no tienen madre. La suple la dueña como buenamente puede. Una anciana que les echa de comer taruguitos y migajas de pan mojado.
- Me los trajeron hace una semana y no sé si echarán luz. Ya casi a las orillas de nuevo, dos señoras hacen punto sentadas en el poyo entre sol y sombra. Más allá aparecen las limpias explanadas que separan a Ventosa de su vega, en el límite con la carretera de Molina. En mitad, solitaria y a pleno sol la iglesia, de piedra recubierta con argamasa. Las ventanas de la iglesia son tres aspilleras estrechísimas que deben impedir, como en las románicas del doce, el paso abundante de luz. La puerta, bajo arco de cantería, está cerrada.
Ahora viene hacia mí un hombre joven, atento él, más tarde me dirá que su nombre es Emilio Díaz, concejal del Ayuntamiento. Parece ser que me ha reconocido, y con su elogioso sentido de la hospitalidad se me ofrece sin condiciones para lo que necesite mientras estoy en su pueblo.
- Si quiere verla por dentro podemos ir a por la llave y se la puedo enseñar. Tiene muy poco que ver.
En tanto que Emilio se va en busca de la llave de la iglesia, yo me quedo mirando y admirando el sorprendente edificio del Ayuntamiento en la Plaza Mayor. Se ve que es obra reciente, de mediados del presente siglo. En el edificio predomina la línea recta y su principal razón es la simetría. El conjunto de la construcción ennoblece la limpia plazuela que preside, en cuyo centro hay una pequeña fuente, también moderna, con grifo para sacar el agua. La plaza, como así lo dicen escrito en una lápida situada bajo el alero del ayuntamiento, está dedicada a don Ángel Pradel, hijo predilecto de Ventosa.
- ¿Quién es ese señor? –pregunto a Emilio.
- Era uno del pueblo. Ya hace mucho tiempo que se murió. Fue el que movió todo para que hicieran el canal de la vega. Debió de ser una persona muy influyente.
- El bajo del ayuntamiento lo dedicáis a bar, según parece.
- Sí; eso era la antigua escuela del pueblo. Como ya no se usa, ahora la dedicamos a hogar de recreo. En este momento está cerrado, pero dentro hay un poco de bar que no está mal.
Hemos acudido al punto para ver la iglesia en su interior, a manera de obligado ritual que casi siempre se repite cuando al llegar a los pueblos, uno intenta visitar lo que a su juicio debe merecer la pena. Las sorpresas hasta el momento me llevan a visitar todas las que las buenas gentes me quieren enseñar voluntariamente.
La iglesia de Ventosa es pequeña, como desde fuera me había parecido. Tiene una sola nave con refuerzo de ancha arcada y unos cuantos bancos de madera en mitad para acoger a los fieles en los días señalados como fiestas de guardar. Las paredes están pintadas de riguroso blanco. El retablo mayor, discreto en tamaño y en arte, muestra sobre sus correspondientes peanas y altarcillos las imágenes de Cristo en la Cruz, de talla vieja, y otras representando a San José y a San Antonio Abad.
- Aquí celebramos a San Antón en su día, el 17 de enero. Como ya no quedan animales, no se hace nada especial. Antiguamente todas las mulas y las vacas del pueblo daban tres vueltas a la iglesia, y se hacía una fiesta que estaba muy bien.
Otro retablo lateral se ve ocupado por la imagen inconfundible de San Pascual Bailón, devoción tan arraigada en muchos de los pueblos molineses, y por extensión en tantos más por toda la diócesis de Sigüenza.
- San Pascual es el patrón del pueblo. Su fiesta la celebramos el 17 de mayo.
- Y resultará animadilla, claro.
- Sí, por esas fechas la gente acude al pueblo. Tenemos dos días de fiesta. Antes eran tres. Se trae una vaca, un conjunto de música, y demás.
Como en otros lugares donde los inviernos no ofrecen absolutas garantías, el piso de la iglesia es de tabla, para evitar en lo posible los efectos de las bajas temperaturas. El coro se ve bien cuidado.
- Toda esa parte de atrás es que la hemos arreglado hace poco.
A la sombra de una pared, en la plaza, se nos une otro vecino llamado Vidal, don Vidal Pérez, que anda buscando a Emilio, no sé para qué. Los tres, sin prisas, con el confortable espectáculo de la plaza delante y la vistosa fachada del ayuntamiento a nuestra derecha, dedicamos un buen rato a hablar de todo un poco. El calor de la mañana y los rayos del sol que se estrellan contra el suelo de la plaza, no invitan a marcharse de allí. La conversación se abre hablando del campo.
- Las tierras de la vega son buenas. En total somos seis agricultores y seis tractores los que tenemos en el pueblo. Demasiada maquinaria para tan poco terreno.
- Y en lo administrativo ¿Cómo os entendéis con el Ayuntamiento de Corduente?
- Bien; somos entidad menor de Corduente para efectos administrativos; pero en lo económico nos valemos por nuestra cuenta. El monte es nuestro y somos nosotros los que nos administramos.
- Tengo idea -les digo- de que cerca de Ventosa existen los restos de un castro ibérico.
- Sí; ahí mismo, en lo alto de ese cerro de las peñas. Vienen muchos a estudiarlo, y cavan allí, pero no encuentran nada. Debe ser de hace muchos siglos. Allí no se ven nada más que piedras.
- ¿Y la fiesta de la Loa?
- Esa se hace en el santuario de la Hoz. Es el domingo de Pentecostés. Aquello se llena de coches y de autocares todos los años. Vienen las autoridades de la provincia y dicen que tiene mucha importancia.
- Yo creo, Emilio, que cuando hicieron el ayuntamiento, siendo el pueblo pequeño como es, se pasaron un poco, ¿no te parece?
- Hombre, no sé. Por mucho trigo dicen que no es mal año. Se hizo después de la guerra. Creo que fueron tres constructores de Molina los que lo hicieron. La gente cuenta que una vez terminada la obra, se repartieron las ganancias entre los tres constructores y tocaron a una peseta para cada uno.
- ¿Os favorece mucho el tener a Molina tan cerca?
- Mucho. Aquí para cualquier cosa bajamos a Molina. Son ocho kilómetros, que no es nada, y nos abastecemos siempre de allí. Muchas veces para cualquier tontería o sin tener que ir a nada, bajamos.
Emilio y Vidal, a falta de algo más importante en qué matar el rato, se entretienen en contar de memoria los habitantes del pueblo para responder con exactitud a una pregunta mía. Al final la respuesta es unánime. Los dos contestan al mismo tiempo.
- Treinta y nueve personas de hecho somos hoy. Hace treinta años, cuando todas las casas estaban llenas, la población andaba por los 250 habitantes.
En la plaza, en todo el pueblo y en la vega, es la mañana de julio con su excesiva luminosidad y su calor sofocante la que condiciona y casi paraliza la vida de los hombres, que buscan, o buscamos, a la desesperada, la sombra de las casas y de los árboles. Unos cuantos vencejos driblan y se mecen en el aire. Yo, agotado el tema y el tiempo también, me marcho callada y perezosamente vega abajo hacia la capitalidad del señorío, teniendo al río y a las choperas que siguen su cauce como compañeros de viaje hasta el Paseo de los Adarves. Molina la Grande tuesta su curtida piel bajo un sol de justicia. La encuentro soñolienta, callada, diferente.
Ventosa, simple y recoleto, es pueblo ribereño, de campos suaves aptos para el cereal y para el cultivo de los girasoles, de fértil vega regada por el Gallo, y de paisajes bravíos que ponen al conjunto total de sus tierras una nota de variedad difícilmente superable. Las risqueras pinariegas, que no lejos de aqu1 comienzan a dar forma al legendario Barranco, son un regalo de la Naturaleza que deja en deuda permanente al pueblo de Ventosa con los caprichos de la casualidad.
Se encuentra el pueblo como varado en mitad de la vega, una vega abierta al saliente que, aguas abajo, corre a perderse hasta las mismas puertas de Molina. En Ventosa, como en cualquier lugar, villa o lugarejo del Señorío Molinés, es frecuente chocar de improviso con alguna casona característica que recuerda al viajero las formas de vivir en pasados siglos, donde los hidalgos y ricoshombres eran para las gentes de a pie a manera de dioses lares en torno a cuya hegemonía deberían girar sus vidas y sus haciendas, incluso su propia libertad de ciudadanos sin fortuna.
- Está cerrada. No habitan en ella. Seguramente que esta casa fue la primera fundación del pueblo.
Don Teófilo García está sentado a la sombra de la casa grande ojeando una revista. Es un señor de edad, muy respetuoso y correcto en el trato. Don Teófilo me habla con llaneza y con una remota -quizás a mi me lo parezca- desconfianza, sobre todo en el momento de saludarle.
- Ya lo ve usted. Muchas puertas cerradas. No sé yo si quedaremos quince o veinte familias. Se fueron todos.
- Por aversión al pasaje no sería, quiero pensar.
- No, eso no. Esto es muy bonito. A ese primer peñascal de pinos le dicen Peña Grande, y ya desde aquí no se para hasta mucho más allá del Barranco de la Hoz.
- El pueblo parece tranquilo, y cómodo para vivir, sobre todo a partir de ciertas edades.
- Sí, estamos a gusto aquí. Nos hemos criado en el pueblo y no conocemos otra cosa ¡Qué le vamos a hacer! Los inviernos tienen de todo. Hay sitios mejores que éste para vivir; ya lo creo.
- Y peores también, don Teófilo.
- Ah, claro, seguro que también los habrá.
Más adelante hay sobre la acera de la calle una caja de cartón, a pleno sol, con una docena de pollitos de granja. Los pollitos, por lo que se ve no tienen madre. La suple la dueña como buenamente puede. Una anciana que les echa de comer taruguitos y migajas de pan mojado.
- Me los trajeron hace una semana y no sé si echarán luz. Ya casi a las orillas de nuevo, dos señoras hacen punto sentadas en el poyo entre sol y sombra. Más allá aparecen las limpias explanadas que separan a Ventosa de su vega, en el límite con la carretera de Molina. En mitad, solitaria y a pleno sol la iglesia, de piedra recubierta con argamasa. Las ventanas de la iglesia son tres aspilleras estrechísimas que deben impedir, como en las románicas del doce, el paso abundante de luz. La puerta, bajo arco de cantería, está cerrada.
Ahora viene hacia mí un hombre joven, atento él, más tarde me dirá que su nombre es Emilio Díaz, concejal del Ayuntamiento. Parece ser que me ha reconocido, y con su elogioso sentido de la hospitalidad se me ofrece sin condiciones para lo que necesite mientras estoy en su pueblo.
- Si quiere verla por dentro podemos ir a por la llave y se la puedo enseñar. Tiene muy poco que ver.
En tanto que Emilio se va en busca de la llave de la iglesia, yo me quedo mirando y admirando el sorprendente edificio del Ayuntamiento en la Plaza Mayor. Se ve que es obra reciente, de mediados del presente siglo. En el edificio predomina la línea recta y su principal razón es la simetría. El conjunto de la construcción ennoblece la limpia plazuela que preside, en cuyo centro hay una pequeña fuente, también moderna, con grifo para sacar el agua. La plaza, como así lo dicen escrito en una lápida situada bajo el alero del ayuntamiento, está dedicada a don Ángel Pradel, hijo predilecto de Ventosa.
- ¿Quién es ese señor? –pregunto a Emilio.
- Era uno del pueblo. Ya hace mucho tiempo que se murió. Fue el que movió todo para que hicieran el canal de la vega. Debió de ser una persona muy influyente.
- El bajo del ayuntamiento lo dedicáis a bar, según parece.
- Sí; eso era la antigua escuela del pueblo. Como ya no se usa, ahora la dedicamos a hogar de recreo. En este momento está cerrado, pero dentro hay un poco de bar que no está mal.
Hemos acudido al punto para ver la iglesia en su interior, a manera de obligado ritual que casi siempre se repite cuando al llegar a los pueblos, uno intenta visitar lo que a su juicio debe merecer la pena. Las sorpresas hasta el momento me llevan a visitar todas las que las buenas gentes me quieren enseñar voluntariamente.
La iglesia de Ventosa es pequeña, como desde fuera me había parecido. Tiene una sola nave con refuerzo de ancha arcada y unos cuantos bancos de madera en mitad para acoger a los fieles en los días señalados como fiestas de guardar. Las paredes están pintadas de riguroso blanco. El retablo mayor, discreto en tamaño y en arte, muestra sobre sus correspondientes peanas y altarcillos las imágenes de Cristo en la Cruz, de talla vieja, y otras representando a San José y a San Antonio Abad.
- Aquí celebramos a San Antón en su día, el 17 de enero. Como ya no quedan animales, no se hace nada especial. Antiguamente todas las mulas y las vacas del pueblo daban tres vueltas a la iglesia, y se hacía una fiesta que estaba muy bien.
Otro retablo lateral se ve ocupado por la imagen inconfundible de San Pascual Bailón, devoción tan arraigada en muchos de los pueblos molineses, y por extensión en tantos más por toda la diócesis de Sigüenza.
- San Pascual es el patrón del pueblo. Su fiesta la celebramos el 17 de mayo.
- Y resultará animadilla, claro.
- Sí, por esas fechas la gente acude al pueblo. Tenemos dos días de fiesta. Antes eran tres. Se trae una vaca, un conjunto de música, y demás.
Como en otros lugares donde los inviernos no ofrecen absolutas garantías, el piso de la iglesia es de tabla, para evitar en lo posible los efectos de las bajas temperaturas. El coro se ve bien cuidado.
- Toda esa parte de atrás es que la hemos arreglado hace poco.
A la sombra de una pared, en la plaza, se nos une otro vecino llamado Vidal, don Vidal Pérez, que anda buscando a Emilio, no sé para qué. Los tres, sin prisas, con el confortable espectáculo de la plaza delante y la vistosa fachada del ayuntamiento a nuestra derecha, dedicamos un buen rato a hablar de todo un poco. El calor de la mañana y los rayos del sol que se estrellan contra el suelo de la plaza, no invitan a marcharse de allí. La conversación se abre hablando del campo.
- Las tierras de la vega son buenas. En total somos seis agricultores y seis tractores los que tenemos en el pueblo. Demasiada maquinaria para tan poco terreno.
- Y en lo administrativo ¿Cómo os entendéis con el Ayuntamiento de Corduente?
- Bien; somos entidad menor de Corduente para efectos administrativos; pero en lo económico nos valemos por nuestra cuenta. El monte es nuestro y somos nosotros los que nos administramos.
- Tengo idea -les digo- de que cerca de Ventosa existen los restos de un castro ibérico.
- Sí; ahí mismo, en lo alto de ese cerro de las peñas. Vienen muchos a estudiarlo, y cavan allí, pero no encuentran nada. Debe ser de hace muchos siglos. Allí no se ven nada más que piedras.
- ¿Y la fiesta de la Loa?
- Esa se hace en el santuario de la Hoz. Es el domingo de Pentecostés. Aquello se llena de coches y de autocares todos los años. Vienen las autoridades de la provincia y dicen que tiene mucha importancia.
- Yo creo, Emilio, que cuando hicieron el ayuntamiento, siendo el pueblo pequeño como es, se pasaron un poco, ¿no te parece?
- Hombre, no sé. Por mucho trigo dicen que no es mal año. Se hizo después de la guerra. Creo que fueron tres constructores de Molina los que lo hicieron. La gente cuenta que una vez terminada la obra, se repartieron las ganancias entre los tres constructores y tocaron a una peseta para cada uno.
- ¿Os favorece mucho el tener a Molina tan cerca?
- Mucho. Aquí para cualquier cosa bajamos a Molina. Son ocho kilómetros, que no es nada, y nos abastecemos siempre de allí. Muchas veces para cualquier tontería o sin tener que ir a nada, bajamos.
Emilio y Vidal, a falta de algo más importante en qué matar el rato, se entretienen en contar de memoria los habitantes del pueblo para responder con exactitud a una pregunta mía. Al final la respuesta es unánime. Los dos contestan al mismo tiempo.
- Treinta y nueve personas de hecho somos hoy. Hace treinta años, cuando todas las casas estaban llenas, la población andaba por los 250 habitantes.
En la plaza, en todo el pueblo y en la vega, es la mañana de julio con su excesiva luminosidad y su calor sofocante la que condiciona y casi paraliza la vida de los hombres, que buscan, o buscamos, a la desesperada, la sombra de las casas y de los árboles. Unos cuantos vencejos driblan y se mecen en el aire. Yo, agotado el tema y el tiempo también, me marcho callada y perezosamente vega abajo hacia la capitalidad del señorío, teniendo al río y a las choperas que siguen su cauce como compañeros de viaje hasta el Paseo de los Adarves. Molina la Grande tuesta su curtida piel bajo un sol de justicia. La encuentro soñolienta, callada, diferente.
(N.A. Septiembre, 1987)
1 comentario:
Me ha encantado este post. Felicidades por tan buen trabajo.
Un saludo
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