lunes, 14 de diciembre de 2009

VILLAREJO DE MEDINA


Por una cinta estrecha de asfalto, con demasiadas curvas y no mal firme, que sale en dirección norte poco antes de llegar al empalme de Saelices de la Sal por la carretera de La Riba, se llega al fin a Villarejo de Medina. Son tierras agrias, solitarias, con vallejos fecundos y laderas de piedra y de aliagas, donde mantienen su presencia algunas sabinas desperdigadas que nos han de introducir en breve dando vista al pequeño lugar, hoy estación términi de nuestro recorrido.
Se trata, tal y como vemos antes de llegar a él, de un pueblo escondido, y, por tanto, novedoso y encantador. Me detengo antes de cruzar la última curva. Los matujos de los huertos sacuden mustios el agua del deshielo. Un rebaño de ovejas pasta lejos al pie de unas peñas. Por el Cerro de la Torre que domina al pueblo suenan tres disparos de escopeta consecutivos, muy cerca del repetidor de la televisión y de una especie de castro celtibérico de piedras derruidas que muy bien pudo servir para guardar ovejas. El viento sopla sin piedad por en los vallejos por los que baja seco el arroyo Lamadre.
Pasa junto a mí un señor con la cabeza envuelta en una bufanda oscura de lana gorda.
- Buenos días –le digo.
- Buenos días –me responde.
Hay a la caída una fuente que mana a pie del suelo, y un lavadero que aprovecha el canalillo por el que se va el agua. Es una fuente mural, con dos chorros hermosos, construida en 1940. Sobre las paredes del lavadero hay escritas fechas, nombres de veraneantes bisoños heridos de amor, corazones partidos, y anagramas, ¡qué barbaridad!, de los partidos políticos, para que haya de todo. Los chopos de las cercas están desnudos, como muertos, en la veguilla cercana. El agua clarísima de la fuente suena rumorosa, heladora, en el piloncillo bordeado de escarcha como las cestas de Navidad.
Ya en el pueblo dejo el coche al lado del frontón, en la solana. En realidad no he visto a nadie más, aparte del señor de la bufanda que saludé por donde la fuente. A una y otra parte del sitio en el que estoy veo: una casona deshabitada con sabor antiguo a familia distinguida, y el doble ábside cilíndrico de una ermita cuya puerta de acceso debe quedar al otro lado. A través del ventanuco podré ver después una imagen de la Virgen, como muy antigua, y un púlpito de los de predicar en las grandes solemnidades cuando aún no se había inventado la megafonía. En las jambas y el dintel de la ermita se desgasta la piedra arenisca -rojiza como en toda la zona- a consecuencia del tiempo que no pasa en balde.
-Es de las más bonitas que hay por estos pueblos -me explica una señora que friega con una gamuza de mango la acera de su casa, y que ve cómo se hiela el agua apenas ponerse en contacto con el suelo-. Pero está muy devorada. Se la puedo enseñar por dentro. La llave la tiene aquí una vecina.
- Ya la he visto desde afuera, pero si usted quiere podemos pasar.
Se ve en el interior de la ermita que el abandono es todavía mayor. Me sorprende una serie de capiteles foliados que alguien, ingenuamente, recubrió con una buena mano de colores chillones. La gente del pueblo, en cambio, encuentra en ello todo el mérito de su ermita de la Inmaculada.
- Dicen que la van a arreglar, pero quién sabe lo que nos harán. Si no le dan los buenos colores que tenía, más vale que la dejen como está ¿No le parece?
Ahora ya no es sólo la señora Silvina, sino que ya están conmigo aquí en el barrio de abajo la señora Natividad y la señora Victoria. Con las tres hablo sin apremios, tranquilamente, mientras acaba de abrir la mañana y los perros se entretienen en pelear junto al juego de pelota.
- Todos los años nos dicen una misa en la ermita el día de la Inmaculada. Es la Patrona del pueblo.
- ¿Caben todos dentro?
- Ahora sí que cabemos. Si sólo somos cuarenta o cincuenta en el pueblo. A los chicos cuando están de vacaciones los tenemos aquí, pero durante el curso se nos van a estudiar a Sigüenza.
- ¿De qué viven?
- De nada, mire usted. Aquí todo el mundo trabaja en el campo y nadie saca para pagar los gastos. Algunos se ayudan un poco con el ganado, y otras veces con los jornales del monte que da el ICONA.
Me voy solo, costanilla adelante por la calle de la Iglesia. Villarejo de Medina gime en su estrecha soledad por el inevitable mal de la despoblación. Ando por callejas embarradas, observando de continuo casonas sin gente. Aquí el pilón de un abrevadero sin agua; allá la humilde espadaña de la iglesia, oteando desde las alturas el paso monótono de la vida en el pueblo.
La espadaña de arenisca amenaza ruina. Las rendijas y el maderamen son los suficientemente expresivos como para que uno mire hacia el campanario con preocupación. La fachada del tiempo se adorna con un arco sencillo labrado en piedra arenisca. Tres contrafuertes intentan evitar la ruina en la pared que mira hacia el saliente. , y una crucecilla de palo tomada por las aguas pide desde el frontis un poco de misericordia. “Año 1701. Cura don Pascual Yagüe”, es lo que he querido entender escrito entre la cruz y el arco. Los hielos y las aguas de casi tres siglos han desgastado las esquinas de las piedras. Desde el leve pretil, asimismo desmoronado, se divisan las tierras de la vega y los cerros viejos de Peñamingotes y de los altos de Padilla, recubiertos a trechos por robles y tomillos, resguardando el caserío de los escasos vientos del sur.
El ayuntamiento queda aún más en el alto. Por una ventana se ve en el interior una mesa solitaria, junto a la que uno piensa se debe de sentar el secretario si alguna vez aparece por allí. Por encima de la fachada principal se alza el clásico templete del reloj, con campanil y veleta, pero sin marcar la hora, tal vez por no resignarse a testificar con su voz de bronce el último latido de la villa, tal vez no demasiado lejano.
Más abajo, dando la vuelta al pueblo, me vuelvo a poner otra vez en contacto con la vida que se mueve. Por el camino de las eras viene un hombre con un saco cargado al hombro. Me parece que dentro del saco lleva pedazos de leña troceada para la estufa. El hombre pasa de largo sin mirarme siquiera. Ahora, por mitad del pueblo en estos arrabales del saliente, veo un elegante chalé con rejería y jardinillo que pone la nota de novedad en el pueblo de Villarejo. Se ve que en el chalé no hay nadie.
Por sacar a la luz el escabroso tema de lo administrativo, debo señalar que el pueblo es hoy un barrio anejo al ayuntamiento de Anguita. Su alcalde pedáneo, un señor muy atento, se llama don Pedro Martínez de Eibar. Cuando llegué a su casa el alcalde estaba enfermo, afectado de gripe, y se levantó para recibirme. El detalle por su significado merece que conste como tal en letra impresa.
- No tiene importancia; pero es verdad, no me encontraba con ánimos para levantarme con estos fríos.
- Muy lamentable, señor alcalde, que los pueblos terminen por desaparecer. Yo pienso que la Historia nos pasará cuentas muy rigurosas a las generaciones de hoy, ¿no le parece?
- Pues, qué quiere que le diga. De este pueblo puedo decirle que yo estoy seguro de que no va a ir a menos. A más en todo caso.
- ¿Cuál sería la razón?
- Pues, sencillamente, porque varios de los que se fueron piensan volverse aquí cuando se jubilen, huyendo del jaleo y de la contaminación de las ciudades.
- ¿Qué tal se defienden como municipio?
- Villarejo ya no es municipio –me aclara el alcalde. Ahora somos anejo. Una cosa que nunca se debió hacer. Todo aquello de las fusiones de municipios han resultado ser confusiones, más que otra cosa.
- Sí, esa es también la idea que yo tengo. Por lo general los pueblos anexionados casi siempre cuentan igual. No sé qué es lo que pasa.
- Nosotros nos quisimos fusionar en cuanto al ayuntamiento, no en cuanto al término. La cosa es que nos convencieron y no nos va muy bien. Los pueblos que hacen de cabecera de agrupación, siempre miran para ellos. Si con lo de la Concentración nos hicieran caso, las ventajas para el pueblo serían muchas. Seguimos esperando. Aquí lo de esperar lo tenemos por costumbre.
Cuanto a lo demás, en este simpático lugar preserrano, donde hemos distraído una mañana casi completa respirando el aroma de lo rural tan propio de los pueblos olvidados, la vida sigue, y los pocos que son viven sin saber cómo. En Villarejo de Medina hay muchos gatos huidizos, que se cuelan por los agujeros de los corrales a la menor sospecha, y perros juguetones que pelean sin hacerse daño, panza arriba en las aceras. Con el sol en lo alto me marcho de allí. Hace menos frío. Media docena de buitres navegan en el azul suavemente, majestuosamente, por encima de los montes, describiendo surcos redondos como anillos. El alcalde, que ha salido hasta la plaza a despedirme, dice que eso no es nada, que hay días en los que acuden bandadas de cuarenta o de cincuenta, que viven por allá al margen de la gente, en los abruptos peñascales del Alto Tajo.

(N.A. Febrero, 1986)

2 comentarios:

Unknown dijo...

No podía marcharme de aquí sin dejar un comentario.

Soy alguien que ha pasado cada verano de su vida en ese maravilloso pueblo y año tras año ha quedado abrumada por la belleza de esa aldea.

Le invito a que vuelva para contemplar los cambios del pueblo, que no son pocos, y ver cómo ha crecido con el paso de los años.

Gracias por este homenaje a Villarejo.

Anónimo dijo...

Es increible que la magia de este pueblo no se vaya perdiendo con el paso de los años, y esto se lo dice una familia que tiene sus raíces allí.
Durante tres generaciones diferentes hemos ido pasando los veranos allí desde los mas mayores hasta los mas pequeños, y todos hemos seguido disfrutnato año tras año nuestras vivencias. Por eso nos gustaria invitarle como en el anterior comentario a que se acercara a Villarejo en el mes de agosto ya que seria un placer recibirlo.
Ójala nos vieramos en agosto, para que pueda escribir un nuevo comentario.
Añorando mucho Villarejo, reciba un cordial saludo.