domingo, 20 de diciembre de 2009

YUNQUERA DE HENARES


He visto a la salida de Fontanar un chiquillo sentado en la cune­ta desgranando una mazorca de maíz. Creo que no se me había ocurrido nunca pero me ha dado por pensar que la mazorca, de maíz debiera ser la insignia y el símbolo de la Campiña.
La recta que nos encara con Yunquera surge inmediatamente. Es una recta trazada con tiralíneas sobre las tierras llanas de la Ve­ga del Henares que toma como referencia, en medio justamente de las hileras de ramaje seco, la afilada, torre de la villa con su pintoresco chapitel de color ceniza. Al rato entramos despacito por las ca­lles de Yunquera. Un guardia civil, más bien joven, deshace el enredo de vehículos que se ha organizado en la plaza del Ayuntamien­to, y, al cabo, encuentro un lugar a propósito para dejar el coche en la acera izquierda de una calle que reza sobre azulejo esquinero: “Calle de la Seda”; una, calle derecha que apunta a su salida con las tierras planas de forraje que hay cerca del colegio público.
Yunquera de Henares me parece una pequeña ciudad con solera de años. Un burgo importante con plazas afaroladas, con fuentes rumorosas, con buzones de Correos en las esquinas, con palacetes en obras, con marquesinas donde aguardar el autobús y con guardias ci­viles que ordenan el tráfico cuando hace falta.
Pese a todo, el forastero que llega sin conocer a nadie, en la plaza del Ayuntamiento se encuentra solo. La gente cruza de acá pa­ra allá por las esquinas sin decir ni pío. Dos chavalotes se entre­tienen debajo de la farola en romper a patadas una botella de plás­tico. Aquí concurren, frente al elegante balcón de la Casa Consistorial, las distintas entidades bancarias y una tienda de corte y confección con sus maniquíes vestidos al último grito de la temporada, como en el mismísimo Madrid guardando las distancias.
Acabo de entrar en el bar Perucha. El establecimiento hace esquina con la carretera y con la calle de la Iglesia en la misma plaza. Es un barecillo popular y muy bien atendido, en donde hay de todo: hombres que hablan de la cosecha de patatas, de precios y de mano de obra; máquinas tragamonedas que tiran compases de melodías caducas cuando no se las atiende, y fotocopias con carteletas alusi­vas a la caza mayor. Pedro me sirve una caña de cerveza muy fría, demasiado fría para el tiempo en que estamos. Me mira como intrigado, de reojo mientras voy tomando algunas notas. Se ve que le hubiera gustado preguntarme quién soy, o por lo menos saber qué demonios es lo que estoy escri­biendo después de haber mirado a todas partes.
- Tranquilo, no se preocupe, no soy de los del fisco. Aparte de que se ve un establecimiento sin nada anormal, creo yo. Mucha afición a la caza, por lo que veo.
- Sí que hay afición; todo eso es del jabalí, de cuando van por esa parte de la sierra. Si Quiere apuntarse al tiro, en seguida le hacen la ficha.
- Pues ya ve, no parece que tengo por esos asuntos demasiado apego. Aún por la pesca, no diría que no.
- Ah, pues aquí hacen a todo.
- Mal tiempo para el negocio.
- Qué más da. Siempre es mal tiempo para el negocio. En otoño todavía se hace algo con los cazadores y con los de la saca de las patatas, pero poca cosa.
Yunquera tiene una torre monumental, plateresca con veladas reminiscencias inspiradas en el arte gótico, de piedra sólida. Una bandera blanca pende del vano del campanario, en memoria, cabe su­poner, de algún hijo del pueblo que haya cantado misa por primera vez en tiempo reciente.
Encuentro por casualidad al pie de la torre al párroco, don Lu­ciano Hijosa. Don Luciano se ve que es un cura de los de entre dos aguas, ni de los de ahora ni de los de antes, de agradable trato, recia personalidad y cordial extraordinariamente. A don Luciano no le importa nada abrir de nuevo la puerta de la iglesia y permitir al desconocido que dedique en su compañía algunos minutos a echar un vistazo a su interior. Antes hemos visto, extendida delante de la puerta por donde entramos, una lápida mortuoria con una inscripción que data de 1580.
- La sacamos de dentro cuando se arregló la iglesia.
Por dentro tiene el templo parroquial de Yunquera una inhabitual esbeltez. Debió edificarse a finales del XVI, obra del maestro Ni­colás Ribero, con aditamentos posteriores como consta en la origi­nal inscripción que han querido conservar a la vista bajo el coro: “Se hizo el embaldosado de esta iglesia siendo cura de ella D.José García Montenegro, y mayordomo Pedro Ongil”, tal vez legado del si­glo XVIII.
Se adivinan en el conjunto total de sus tres naves un marcado corte renacentista, muy limpio, espacioso y ordenado. Sobre el muro que antes de la guerra del treinta y seis estuvo el retablo, se luce un enorme lienzo de Matías Jiménez representando a Cristo que entrega a San Pedro -titular de la parroquia- las llaves simbó­licas del Reino de los Cielos.
- Pues yo me la encontré con las paredes, el arco, las columnas, todo, tapado de yeso. Una barbaridad. Las columnas estaban pintadas simulando piedra, ya le digo. No sabe lo que nos ha costado dejar la iglesia como ahora se ve.
- No me extraña. Resulta impresionante, tan natural y tan acogedora, que cuesta trabajo imaginarla de otra manera. Sigue teniendo ­la grandiosidad de siempre, ya lo creo.
- Toda estaba llena de altarcillos por las paredes, y tenía un ba­zar de santicos que se llenaban de polvo y que no servían para nada. El retablo era de un yeso horrible, hecho por albañiles después de la guerra. Así que, cuando vine yo, lo quité todo. La gente se me puso imposible, dijeron de mí lo que les dio la gana, pero ahora que la ven tan saneada se van convenciendo.
En ambos pies del arco que sirve de remate al presbiterio se ven los escudos de los Mendoza, tan ligados a la historia y a la vi­da de Yunquera, que tan doctamente ha recopilado en un interesante vo­lumen fray Ramón Molina Piñedo, monje benedictino del monas­terio de Leyre, en Navarra, e hijo de la villa. En Yunquera, hacia el año 1433, se casó doña Leonor, hija del marqués de Santillana, con don Gastón de la Cerda, hijo primogénito del duque de Medinace­li.
- Y ese cuadro tan grande de la nave será la aparición de la Vir­gen de la Granja, supongo.
- Eso es. Lo pintó un señor que hubo aquí en la guerra. Se ve que lo tuvieron recogido y como agradecimiento pintó ese cuadro. Es malillo como puede ver. También pintó la capilla de la Purísima y no sé cuantas cosas.
La capilla de la Purísima queda al final de la nave de la epís­tola. Está, efectivamente, decorada con pinturas murales alusivas a distintos momentos de la vida de la Virgen, así como los escudos de España y de Guadalajara, curiosamente él último de ellos abrazado por el águila imperial.
- ¿Qué le ha parecido?
- Muy bien, sinceramente. Creo que en su iglesia se ve reflejada un poco la vida de Yunquera. ¿Cuántos habitantes son ahora?
- Dos mil. Me parece que pasan algunos de esa cantidad, pero dos mil en números redondos. Si no tiene inconveniente en venir a casa, puedo dejarle la llave de la ermita para que vaya a verla. Aquello es como un paraíso. Han tenido que cortar los olmos porque estaban secos y ha sido una, pena. Le va a gustar ver cómo quedó después de los arreglos, sobre todo e retablo.
Antes he preferido recorrer en solitario, con detenimiento, algu­nos rincones y plazas de la villa. Yunquera, de Henares es pueblo lla­no, eminentemente campiñés, de calles cuidadas y con añejo sabor a la comarca, en la que los siglos lo dejaron anclado. Por el Barrio de la Estación, los hombres en corrillos de a tres o de cuatro toman el sol
y fuman conversando en las esquinas. Repetidos indicadores y flechas conducen por las afueras a la finca llamada “El Rodeo”, donde dicen que hay una plaza de tientas y un mesón en el que se anuncia carne a la brasa. La época, ni qué decir, tampoco es la más indicada da para, estos menesteres tan afines con la pasión nacional del arte de Cúchares. Un señor delgadito me atiende tras la reja de una ventana. Dentro se ve un salón grande, adornado con motivos taurinos y con pas­quines recordatorios de corridas memorables. Después de decirle quién soy, el señor delgadito me abre unas puertas que se comunican con un patio o corralón donde hay un perrazo encadenado que ladra enfadadísimo. Detrás hay una plaza de torear pequeña y muy bonita. Le pregunto a mi acompañante si tienen vaquillas y me contesta que de momento no, que lo acaba de coger en alquiler y que lo está reformando un poco. Como el buen hombre se ha dado cuenta de que ando tomando nota de lo que veo, piensa mal y me sale por los cerros de Úbeda.
- Haga- el favor de identificarse o Enséñeme el carné.
- Pero hombre, si ya le dije quién soy y a lo que vengo. Salga con­migo y en el coche le enseñaré todos los carnés que le hagan falta.
- No, es que cualquiera, sabe con qué fin ha entrado usted aquí.
La Vega del Henares, pintada de tornasol por la luz encendida de la mañana, semeja un mar inmenso de ocres y de verdes, que limita en la lejanía el acantilado de las tremendas terreras por las que debió asomarse Alfanhuí, cuando anduvo con su maestro, filósofo de a pie y alquimista de oficio, por estos misteriosos parajes del campo de Gua­dalajara.
Ya cerca de la ermita, en plena vega, los recogedores de patatas alinean los sacos llenos en filas apretadas por encima de los surcos. Los campesinos campiñeses sacan las patatas de la tierra valiéndose de una máquina remolcada al tractor que hace zig-zag, echando a los lados las matas secas. Poco más allá, otros rebuscan con cubos de plástico lo que por razones de rapidez o falta, de pericia se dejaron olvidado los recogedores.
La ermita de la Granja, como casi todas las ermitas pero ésta to­davía más, ocupa un lugar romántico a cerca de dos mil metros de distancia del casco urbano de Yunquera. No lejos de su estampa res­taurada se ven las cárcavas terrosas que vierten a orillas del Henares. Como me había advertido don Luciano, es verdaderamente una tragedia paisajística el que hayan tenido que acabar con los olmos muertos de grafiosis. Al pie del santuario hay una fuente de agua potable que mana por tres chorros abundosos. Cuando la pruebo, el agua de la ermi­ta me parece demasiado gorda. El santuario es en su interior impecable, en donde queda patente el celo de su párroco y el fervor de la feligre­sía. Creo que es, hoy por hoy, esta ermita de la Virgen de la Granja, la mejor acondi­cionada de toda la diócesis. Sin excesos, con meticulosa pulcritud, con gusto y con aquella nota principal que debieran tener todos los santuarios: que invite a la oración y al recogimiento, condición que no en todos se cumple. El retablo es obra meritoria salida del taller horchano de Juan Francisco Martínez, adornado con bellísimas formas neoclásicas y tres pinturas de Rafael Pedrós en las que se representan, con sus respectivos báculos episcopales y fondo de cam­po, San Gregorio Ostiense, San Agustín y San Nicolás de Bari. En la hornacina central queda la imagen menuda de Nuestra Señora de la Gran­ja, revestida de manto blanco y aureolada con una artística diadema que asemeja plata. En este lugar cuenta el decir de las gentes que se apareció, en plena oscuridad medieval, la Madre de Dios a un pastor campiñés llamado Bermudo, y que le anunció, por medio de sobrenaturales ­luminarias, su deseo de que se levantase una ermita en su honor. Más tarde, reconociendo su intervención en cierta epidemia de peste que asoló una buena parte del vecindario, el pueblo hace voto de celebrar su fiesta con todo honor el 15 de septiembre de cada año. Esto fue hacia los prime­ros tiempos del reinado de Felipe III.
En cualquier caso, la estancia en esta soledad campesina de la ri­bera del Henares, es siempre relajante para el cuerpo y para el espí­ritu. Al regresar, uno se da cuenta de que son muchas las junqueras que se ven por ambas márgenes del camino, lo que asocia de inmedia­to con el nombre de la villa.
Sin el encanto rústico ni el primitivismo de tantos pueblecitos nuestros que conocemos, Yunquera de Henares ha de contar necesariamen­te entre los que uno guarda en los rincones de su memoria con más grato recuerdo.

(N.A. Diciembre, 1985)

2 comentarios:

usha.digitalinfo dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
usha.digitalinfo dijo...
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