El pueblo de Anquela es estación términi para viajeros sin rumbo y para estudiosos de nuestra geografía provincial que se pierden por tierras molinesas, tomando al azar cualquiera de los mil caminos que, a fuerza de andar y andar, uno jamás recorrerá completos.
Molina de Aragón, Prados Redondos, Anquela del Pedregal... Es el de hoy un lugar solitario, seco y triste en apariencia; pueblo sacado a flote a base de piedra caliza bicentenaria, de iglesia corpulenta, de mansos alrededores que enmarcan cuatro colinas viejas, de caminos de polvo bendecidos por el clásico pairón, y de contados pobladores, muy pocos, porque los que se fueron lo debieron hacer con intención de volver sólo muy de tarde en tarde.
Ante el hosco panorama externo de la antigua villa de Anquela, y un poco también cansado de viaje, uno accede hasta sus inmediaciones sin demasiadas ganas de entrar; se sentiría más a gusto parándose a descansar al pie de una cuneta mirando el vaivén de las espigas, dejando correr lento el tiempo como corren las nubes. El pueblo a esto de la media mañana está solitario. Cuando lo cruzo sin bajar del coche apenas si acierto a ver un anciano dormitando al sol, sentado sobre una silla de espadaña. Me llama la atención de momento una ermita de poco bulto que se deja ver más allá, por donde las eras. La ermita, por su traza, debe datar del siglo XVII. En la piedra clave del arco de la ermita hay un vítor con fecha de 1689. No se ve nada por la rejilla de la puerta; es todo una mancha oscura donde, al cabo de un rato, se perfila una imagen de la Virgen, colocada sobre una especie de urna con cristales que casi no distingo. Cerca de la ermita están los añosos casillas de las eras que en tiempo sirvieron de cobijo y de sombra apacible para agosteros y trilladores, ya casi legendarios. El piso de las eras se ve como embaldosado con piedras planas, entre cuyas juntas brota con fuerza el orondo ababol y el humilde vallico. Por el cielo se oye el sonido estruendoso de un aeroplano que se esconde y vuelve a aparecer de entre las nubes. Por detrás de la iglesia hay una báscula municipal de las de grandes cargas, seguro que para pesar el grano de las cosechas antes de ser transportado al almacén.
La iglesia es toda ella de mampostería con hermosa portada renacentista que mira hacia el sur. Junto a la iglesia hay tres olmos completamente secos. La espadaña se recorta en arco y aparece rematada por una cruz.
-Poco personal, señora.
-Pocos; ya lo ve usted. Somos muy pocos.
En la esquina de una casa se lee medio borroso el indicador de la Calle Real. A cuatro pasos hay una reja de forja, al modo de aquellas que en su día tanto me llamaron la atención en Alcoroches, en Motos y en Alustante. La Calle Real no tiene otro pavimento que el natural de las piedras con los yerbajos que mayo hace brotar, en tanto que las casas son bajas y con no demasiado gusto.
-¿Dónde está la plaza, oiga?
-Ahí más abajo; por donde el frontón.
La plaza de la fuente, un poco inclinada, es otra cosa. El piso, por lo menos, lo tiene pavimentado de cemento. Atrás, como fondo, queda la casa de Correos, sostenida por un recio contrafuerte sobre el mismo tipo de piedra. Por su parte, la fuente pública es de las que se usan tan sólo cuando es preciso, de esas que tienen un grifo para hacerles funcionar sin dar tiempo a que las aguas se malogren.
-Sí, claro. No es que la usemos mucho; pero tampoco podemos decir que haya que tirarla.
Me cuenta don Pedro Ramiro que Anquela no es hoy ni la sombra de lo que antes fue; que son para el caso diez o doce vecinos y, unos con otros, en una media de dos personas.
-Unos veinticinco habitantes, quiere usted decir.
-Pues sí, más o menos. Cuando yo era joven teníamos en el pueblo setenta pares de mulas y más de treinta parejas de mozos para bailar. Ahora, no hace falta que se lo explique, ya lo ve usted.
-Ese edificio en donde está el buzón será el Ayuntamiento.
-Sí. Debajo estaban las escuelas. Dicen que en los tiempos antiguos fue toda esta manzana un convento de frailes. Se ve que era muy antiguo. Unas casas más abajo era la fundación del pueblo.
Por unas calles sin arreglar y por otras en obras me lleva don Pedro Ramiro hasta una casa con escudo en la fachada. Gusta a las buenas gentes de los pueblos -es norma bastante generalizada- llevar a los forasteros de un lado para otro enseñándoles los escudos de las viejas casonas hidalgas. El que ahora tenemos delante lleva esculpido un cáliz, unas llaves cruzadas y un bonete. A uno se le antoja que pudiera ser la casa rectoral de allá por el siglo XVIII, cuando las gentes eran dadas a dejar marcadas a perpetuidad las señales de su paso por este mundo, de por sí efímero y olvidadizo.
-Dicen que si era la casa de los mayorazgos; de cuando heredaba solamente el hermano mayor ¿A usted que le parece?
-Pues no le sabría explicar; pero, según los atributos que se ven, también pudo ser la casa del cura. Cualquiera sabe.
Ahora andamos pueblo arriba por el barrio que dicen de la Torre. En lo más alto, como por su misión cabría suponer, está el depósito de las aguas.
-Ya tenemos cada cual el agua en su casa; pero hasta hace poco la teníamos que bajar de la fuente, y antes aún la bebíamos de los pozos, que teníamos que sacarla con un pozal.
Desde los altos del depósito el panorama visual es largo y variado. Bajo la capa de azul limpio conque nos sostiene la mañana, se ven alrededor, por el norte y por el poniente, los hilos recortados, a veces difusos, de las colinas en otras zonas características del Señorío que uno tiene la suerte de conocer.
-Aquellos cerros son todos de Aragoncillo. Si estuviera el día claro se verían los castillos de Molina. Como la mañana está de calina se quieren distinguir un poco, pero no se ven bien. Más abajo, por aquella otra parte, se ve el pueblo de Traid.
-Ah, pues en Traid tengo yo un amigo muy simpático. Se llama Santiago, el Borlilla.
-Lo conozco. Es también amigo mío. Antes tenía la parada de los burros. En ese pueblo vivió el Romo, que era muy cazador. Cada año se mataba él sólo más de cuarenta zorras.
En las vegas que tenemos a los pies tiñe el verdizal de las praderas y de los sembrados. Me cuenta mi amigo que allá, donde el olmo, hay un pozo al que antiguamente las mujeres bajaban a lavar.
-Había muchos pozos. Se han ido cegando para que no se caiga nadie. Se ahogó uno del pueblo y desde entonces se ciegan. Cuando hay mucha hierba o poca luz son un peligro. También, ahora como no hay quien trabaje los huertos son de poca utilidad.
En el pueblo de Anquela del Pedregal son fervorosos de San Antonio de Padua, cuya fiesta mayor trasladaron al día de San Roque (16 de agosto), fecha más oportuna para aquellos que vienen de vacación.
-Aquí es que a San Roque también se le ha tenido como patrón desde el años del cólera. Y yo me acuerdo de cómo las mujeres celebraban hace años el día de Santa Águeda. La gente era más pobre, pero aquella alegría de entonces no nos la devuelve nadie.
Don Pedro Ramiro me acompaña con gusto y me habla con exquisita afabilidad. Con su velado acento baturro el señor Pedro me da a entender que en el pueblo hay pocas sombras, que tenían cuatro olmos y se les han muerto los cuatro, y que si no tengo inconveniente me bajará para que vea un instante la balsa del Navajo.
-En esta casa nació mi suegra. Mire que escudo más majo.
El escudo contiene la Cruz de Calatrava y la fecha de 1613. Dos o tres hombres del pueblo andan revocando el muro exterior de una casa vecina, mientras que Conchita, una señora con ciertos aires de capital, hace punto sentada a la sombra.
-A ver si es verdad que se fija usted en las cosas buenas que tenemos en el pueblo -me ha dicho.
Desde allí bajamos hasta la balsa del Navajo, que cae en las orillas por las que se entra al pueblo. A cada paso y en cada esquina, el señor Pedro me cuenta lo que me tiene que contar.
-A este huerto le llamamos el Huerto de Josemaní. Es mío. Aquí me paso yo mis buenos ratos. Lo que hay en medio es una morera. La podé y parece que se está resucitando.
La balsa del Navajo es enorme. Tiene un diámetro que sobrepasa con seguridad los cincuenta metros. El fondo se ve plagado de ovas y de otras especies vegetales que con el tiempo suelen surgir en el fondo de los estanques. En varios puntos de su alrededor se ven troncos aserrados casi a ras de tierra.
-Eran olmos. Se secaron y hubo que cortarlos.
-¿Para qué emplean ahora el agua de la balsa?
-Para que beban un hatajo de ovejas que hay en el pueblo y unas cuantas cabras. Antes traíamos a beber aquí a todos los animales de labranza. Luego, cuando lo de la concentración, la cerraron, pero a la gente no le gustó aquello y la tuvieron que abrir otra vez.
-¿Nace de manantial o es agua de lluvia?
-Remana un poco, pero también es de la que se recoge cuando hay tronada.
Dejamos la balsa del Navajo reflejando la luz como en un espejo sobre la superficie completamente quieta de las aguas. No lejos de la plaza veremos a uno de los del fin de semana que toma el sol tumbado en una hamaca. Sobre la fachada de otra casa anónima vuelve a repetirse el sello heráldico con las llaves cruzadas. El señor Pedro Ramiro se encuentra tan feliz. Lo noto satisfecho de que Anquela me haya podido gustar, pese a la distancia y a la aparente adustez que lleva consigo la falta de sombras.
-Lo bueno es que nos dejen vivir en paz en el pueblo -me dice-, que nunca nos saquen de aquí. El día que lo hagan que sea para siempre, muertos y en angarillas. ¿No le parece a usted?
Por cuanto a otro comentario, lo demás sobra. El pueblecito molinés sigue con su manojo malcontado de habitantes rindiendo culto a la quietud, al sosiego, a la paz íntima de cuerpo y de espíritu que los más sabios, los que por aquellas de la casualidad vivimos en las ciudades, ya quisiéramos encontrar para nosotros mismos.
-A fin de cuentas, ya sabe usted, a toldos nos van a medir con el mismo rasero.
Molina de Aragón, Prados Redondos, Anquela del Pedregal... Es el de hoy un lugar solitario, seco y triste en apariencia; pueblo sacado a flote a base de piedra caliza bicentenaria, de iglesia corpulenta, de mansos alrededores que enmarcan cuatro colinas viejas, de caminos de polvo bendecidos por el clásico pairón, y de contados pobladores, muy pocos, porque los que se fueron lo debieron hacer con intención de volver sólo muy de tarde en tarde.
Ante el hosco panorama externo de la antigua villa de Anquela, y un poco también cansado de viaje, uno accede hasta sus inmediaciones sin demasiadas ganas de entrar; se sentiría más a gusto parándose a descansar al pie de una cuneta mirando el vaivén de las espigas, dejando correr lento el tiempo como corren las nubes. El pueblo a esto de la media mañana está solitario. Cuando lo cruzo sin bajar del coche apenas si acierto a ver un anciano dormitando al sol, sentado sobre una silla de espadaña. Me llama la atención de momento una ermita de poco bulto que se deja ver más allá, por donde las eras. La ermita, por su traza, debe datar del siglo XVII. En la piedra clave del arco de la ermita hay un vítor con fecha de 1689. No se ve nada por la rejilla de la puerta; es todo una mancha oscura donde, al cabo de un rato, se perfila una imagen de la Virgen, colocada sobre una especie de urna con cristales que casi no distingo. Cerca de la ermita están los añosos casillas de las eras que en tiempo sirvieron de cobijo y de sombra apacible para agosteros y trilladores, ya casi legendarios. El piso de las eras se ve como embaldosado con piedras planas, entre cuyas juntas brota con fuerza el orondo ababol y el humilde vallico. Por el cielo se oye el sonido estruendoso de un aeroplano que se esconde y vuelve a aparecer de entre las nubes. Por detrás de la iglesia hay una báscula municipal de las de grandes cargas, seguro que para pesar el grano de las cosechas antes de ser transportado al almacén.
La iglesia es toda ella de mampostería con hermosa portada renacentista que mira hacia el sur. Junto a la iglesia hay tres olmos completamente secos. La espadaña se recorta en arco y aparece rematada por una cruz.
-Poco personal, señora.
-Pocos; ya lo ve usted. Somos muy pocos.
En la esquina de una casa se lee medio borroso el indicador de la Calle Real. A cuatro pasos hay una reja de forja, al modo de aquellas que en su día tanto me llamaron la atención en Alcoroches, en Motos y en Alustante. La Calle Real no tiene otro pavimento que el natural de las piedras con los yerbajos que mayo hace brotar, en tanto que las casas son bajas y con no demasiado gusto.
-¿Dónde está la plaza, oiga?
-Ahí más abajo; por donde el frontón.
La plaza de la fuente, un poco inclinada, es otra cosa. El piso, por lo menos, lo tiene pavimentado de cemento. Atrás, como fondo, queda la casa de Correos, sostenida por un recio contrafuerte sobre el mismo tipo de piedra. Por su parte, la fuente pública es de las que se usan tan sólo cuando es preciso, de esas que tienen un grifo para hacerles funcionar sin dar tiempo a que las aguas se malogren.
-Sí, claro. No es que la usemos mucho; pero tampoco podemos decir que haya que tirarla.
Me cuenta don Pedro Ramiro que Anquela no es hoy ni la sombra de lo que antes fue; que son para el caso diez o doce vecinos y, unos con otros, en una media de dos personas.
-Unos veinticinco habitantes, quiere usted decir.
-Pues sí, más o menos. Cuando yo era joven teníamos en el pueblo setenta pares de mulas y más de treinta parejas de mozos para bailar. Ahora, no hace falta que se lo explique, ya lo ve usted.
-Ese edificio en donde está el buzón será el Ayuntamiento.
-Sí. Debajo estaban las escuelas. Dicen que en los tiempos antiguos fue toda esta manzana un convento de frailes. Se ve que era muy antiguo. Unas casas más abajo era la fundación del pueblo.
Por unas calles sin arreglar y por otras en obras me lleva don Pedro Ramiro hasta una casa con escudo en la fachada. Gusta a las buenas gentes de los pueblos -es norma bastante generalizada- llevar a los forasteros de un lado para otro enseñándoles los escudos de las viejas casonas hidalgas. El que ahora tenemos delante lleva esculpido un cáliz, unas llaves cruzadas y un bonete. A uno se le antoja que pudiera ser la casa rectoral de allá por el siglo XVIII, cuando las gentes eran dadas a dejar marcadas a perpetuidad las señales de su paso por este mundo, de por sí efímero y olvidadizo.
-Dicen que si era la casa de los mayorazgos; de cuando heredaba solamente el hermano mayor ¿A usted que le parece?
-Pues no le sabría explicar; pero, según los atributos que se ven, también pudo ser la casa del cura. Cualquiera sabe.
Ahora andamos pueblo arriba por el barrio que dicen de la Torre. En lo más alto, como por su misión cabría suponer, está el depósito de las aguas.
-Ya tenemos cada cual el agua en su casa; pero hasta hace poco la teníamos que bajar de la fuente, y antes aún la bebíamos de los pozos, que teníamos que sacarla con un pozal.
Desde los altos del depósito el panorama visual es largo y variado. Bajo la capa de azul limpio conque nos sostiene la mañana, se ven alrededor, por el norte y por el poniente, los hilos recortados, a veces difusos, de las colinas en otras zonas características del Señorío que uno tiene la suerte de conocer.
-Aquellos cerros son todos de Aragoncillo. Si estuviera el día claro se verían los castillos de Molina. Como la mañana está de calina se quieren distinguir un poco, pero no se ven bien. Más abajo, por aquella otra parte, se ve el pueblo de Traid.
-Ah, pues en Traid tengo yo un amigo muy simpático. Se llama Santiago, el Borlilla.
-Lo conozco. Es también amigo mío. Antes tenía la parada de los burros. En ese pueblo vivió el Romo, que era muy cazador. Cada año se mataba él sólo más de cuarenta zorras.
En las vegas que tenemos a los pies tiñe el verdizal de las praderas y de los sembrados. Me cuenta mi amigo que allá, donde el olmo, hay un pozo al que antiguamente las mujeres bajaban a lavar.
-Había muchos pozos. Se han ido cegando para que no se caiga nadie. Se ahogó uno del pueblo y desde entonces se ciegan. Cuando hay mucha hierba o poca luz son un peligro. También, ahora como no hay quien trabaje los huertos son de poca utilidad.
En el pueblo de Anquela del Pedregal son fervorosos de San Antonio de Padua, cuya fiesta mayor trasladaron al día de San Roque (16 de agosto), fecha más oportuna para aquellos que vienen de vacación.
-Aquí es que a San Roque también se le ha tenido como patrón desde el años del cólera. Y yo me acuerdo de cómo las mujeres celebraban hace años el día de Santa Águeda. La gente era más pobre, pero aquella alegría de entonces no nos la devuelve nadie.
Don Pedro Ramiro me acompaña con gusto y me habla con exquisita afabilidad. Con su velado acento baturro el señor Pedro me da a entender que en el pueblo hay pocas sombras, que tenían cuatro olmos y se les han muerto los cuatro, y que si no tengo inconveniente me bajará para que vea un instante la balsa del Navajo.
-En esta casa nació mi suegra. Mire que escudo más majo.
El escudo contiene la Cruz de Calatrava y la fecha de 1613. Dos o tres hombres del pueblo andan revocando el muro exterior de una casa vecina, mientras que Conchita, una señora con ciertos aires de capital, hace punto sentada a la sombra.
-A ver si es verdad que se fija usted en las cosas buenas que tenemos en el pueblo -me ha dicho.
Desde allí bajamos hasta la balsa del Navajo, que cae en las orillas por las que se entra al pueblo. A cada paso y en cada esquina, el señor Pedro me cuenta lo que me tiene que contar.
-A este huerto le llamamos el Huerto de Josemaní. Es mío. Aquí me paso yo mis buenos ratos. Lo que hay en medio es una morera. La podé y parece que se está resucitando.
La balsa del Navajo es enorme. Tiene un diámetro que sobrepasa con seguridad los cincuenta metros. El fondo se ve plagado de ovas y de otras especies vegetales que con el tiempo suelen surgir en el fondo de los estanques. En varios puntos de su alrededor se ven troncos aserrados casi a ras de tierra.
-Eran olmos. Se secaron y hubo que cortarlos.
-¿Para qué emplean ahora el agua de la balsa?
-Para que beban un hatajo de ovejas que hay en el pueblo y unas cuantas cabras. Antes traíamos a beber aquí a todos los animales de labranza. Luego, cuando lo de la concentración, la cerraron, pero a la gente no le gustó aquello y la tuvieron que abrir otra vez.
-¿Nace de manantial o es agua de lluvia?
-Remana un poco, pero también es de la que se recoge cuando hay tronada.
Dejamos la balsa del Navajo reflejando la luz como en un espejo sobre la superficie completamente quieta de las aguas. No lejos de la plaza veremos a uno de los del fin de semana que toma el sol tumbado en una hamaca. Sobre la fachada de otra casa anónima vuelve a repetirse el sello heráldico con las llaves cruzadas. El señor Pedro Ramiro se encuentra tan feliz. Lo noto satisfecho de que Anquela me haya podido gustar, pese a la distancia y a la aparente adustez que lleva consigo la falta de sombras.
-Lo bueno es que nos dejen vivir en paz en el pueblo -me dice-, que nunca nos saquen de aquí. El día que lo hagan que sea para siempre, muertos y en angarillas. ¿No le parece a usted?
Por cuanto a otro comentario, lo demás sobra. El pueblecito molinés sigue con su manojo malcontado de habitantes rindiendo culto a la quietud, al sosiego, a la paz íntima de cuerpo y de espíritu que los más sabios, los que por aquellas de la casualidad vivimos en las ciudades, ya quisiéramos encontrar para nosotros mismos.
-A fin de cuentas, ya sabe usted, a toldos nos van a medir con el mismo rasero.
2 comentarios:
Leí este artículo en el Nueva Alcarria, y me ha emocionado volver a leerlo.
Muchas gracias por su esfuerzo
Totalmente. Identificado y emocionado 16 de febrero 2022 6,56 horas
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