Recogí en Las Inviernas a mi amigo Damián y en un instante nos presentamos en El Sotillo, un pueblo distinto a los demás y bello como pocos. Las casas de El sotillo no suelen guardar en su distribución un orden lógico como en otros pueblos, y sus calles son escabrosas y pinas, marcando en las laderas la inclinación exacta a que les obliga la falda de los cerros.
Apenas entrar, uno se encuentra con la sorpresa nada común de una fuente hermosa, con cañería múltiple y situada debajo de un ciruelo. La fuente chorrea abundantemente por seis bocas a la vez, y cuando la avenida es excesiva arroja también por un caño supletorio que las gentes del lugar conocen por “la cabeza del perro”. Sobre el muro frontal, por encima de los seis caños, se puede leer: “Ayuntamiento de 1931. Siendo alcalde don Alejo Langa”.
Mientras que contemplamos la fuente e intentamos probar el agua en uno de sus caños, se acerca hasta nosotros una mujer anciana. La mujer se llama Aurelia, y sube con una cestilla llena de nueces debajo del brazo.
- ¿Para qué las quiere usted si ya no tiene dientes?
- No hace falta. Mire, se parten con los dedos.
- Pues qué bien. Tiene usted una noguera que es una joya.
- esa de ahí mismo es. Si le gusta se la vendo.
- ¡No me diga!
- Cincuenta mil pesetas sin las nueces y es suya.
- Hace muy mal. Yo creo que por ese precio es un regalo.
- No se la vendo. Ha sido una broma. Acérquese y coja alguna.
Los sábados a las cuatro de la tarde suenan festivas y cantarinas por todos aquellos valles las campanas de El Sotillo. Cuando suenan las campanas, con la horca enveletada sobre el cerro que llaman el Rollo, el ambiente parece tomar una melancólica solemnidad.
- Oiga señor. ¿No será usted por casualidad el marido de la Socorro?
- No señora, yo no soy. Tampoco sé quién es la Socorro.
- Perdone usted. Ya tengo noventa años y veo muy mal.
Entramos a la iglesia detrás de la señora María. La iglesia no es demasiado grande. Tras el altar mayor se ve únicamente medio retablo barroco. La parte baja, igual que todo el presbiterio, está recubierta con zócalo de tableta, limpia y barnizada. Unas cuantas mujeres están haciendo tiempo para rezar el rosario. En lugar preferente del ábside se ve una talla vestida de la Virgen. La señora Marciana me explica todo.
- Es la patrona del pueblo, Nuestra Señora de Aranz, que estaba antes por donde el pantano. Esta otra de aquí es la del Rosario. Todas las fiestas del año, y casi todos los días de mayo y de octubre le venimos a rezar.
- Qué bonito, ¿verdad?
La fiesta de la Virgen de Aranz es en mayo, el domingo anterior al día de la Ascensión. La bajamos en procesión todo el pueblo hasta seis kilómetros de aquí. Luego, a la del Rosario le hemos hecho dos fiestas, una en su día para los del pueblo, y otra para los que vivimos de aquí y los que vienen de fuera el 25 de agosto.
El Sotillo conserva tradiciones únicas que las mujeres me van refiriendo emocionadas. Al rato, el crucero de la iglesia se ha convertido en un corrillo animado de mujeres que intentan contarme todo sin una pausa, sin tiempo siquiera para tomar nota, todas a la vez.
- Mire, para que usted se entere, el día de la Santa Cruz las mujeres decimos los mil Jesuses, llevando la cuenta con el rosario. Veinte vueltas al rosario diciendo Jesús, mil veces justas. Luego, también cantamos cosas cada cincuenta Jesuses.
- Ah, sí.
- Cantamos esto:
¿De dónde vienes, mi buen Jesús
tan triste y desconsolado?
Vengo recién azotado
y de espinas coronado
y acuestas traigo la Cruz.
- Pues, qué bien. Procuren que no se pierda la costumbre. Sería una pena.
- Y el Viernes Santo se reúnen grupos de señoras y rezamos los treinta y tres credos sin volver la cabeza
- Eso sí que no lo entiendo.
- Pues es muy fácil. Nos juntamos unas cuantas, nos vamos a un camino por el campo y nos rezamos treinta y tres credos sin mirar atrás. Cuando éramos chicas venían los mozos a seguirnos y nos tiraban piedras. Entonces, siempre había alguna que no aguantaba sin mirar y nos costaba empezar otra vez. Antes de los credos se decía: “Satanás, en mí no has tenido parte, ni tienes ni tendrás. Treinta y tres credos he de rezar sin volver la cabeza atrás”.
- Pues me dejan frío con esto que me están contando.
- El Jueves Santo por la noche cantamos “La Sagrada Cena” y “El Reloj de Jesús”. Son veinticuatro versos, uno por cada hora del día. El primero es éste:
Es la Pasión de Jesús
un reloj de gracia y vida,
reloj y despertador
que a gemir y a orar convida.
- ¿Cómo me dijo que se llamaba usted?
- Le dije Marciana Barbas. Soy la mujer del alcalde.
- Pues que lo sea por muchos años.
- Como esposa sí, como alcalde mi marido no lo deseo tanto. No es eso lo nuestro.
Se necesita poco tiempo para darse cuenta el que viene de fuera de que este es un pueblo habitado por gente amigable y familiar, dadivosa y gentil. Con Damián Pardos, de Las Inviernas, y con Antonio Medina, madrileño de El Sotillo, me decido, después de tomar unas fotos y de merodear un poco por los rincones más interesantes que vi en el pueblo, a salir a golpe de talón por el camino que baja hasta los peñascales que llaman del Castillo. Por la Huerta del Cura, el Pleito y los Noguerillos, duermen esquilmadas las tierras de los huertos. Más adelante nos cruzaremos con el señor Félix, que sube agotado de ver las nogueras. Al momento nos plantamos delante de los ojos con la primera depresión que forma el terreno y que vale la pena ver. Los chopos y los nogales desnudos siguen de cerca el cauce del arroyo por las cuestas de los Poyatos y del Escalón.
- de jóvenes nos veníamos por aquí con un traguillo demás, de noche. Menudo iba aquello –dice Antonio.
Bajamos y volvimos a subir, una y otra vez, por una complicada trocha de cabras, entre cerezos deshojados y brozas secas. Antonio Medina se empeña en subirnos, casi andando a gatas, por los despeñaderos, hasta alcanzar el picacho más alto de un cerro de piedras que acaba en una covacha abierta en la peña. Uno y otro me van hablando mientras subimos la senda escarpada de unas piedras en forma de aguja que llaman “los frailes”, y del Barranco del Infierno que podremos ver si conseguimos la cumbre.
- Como vera -me explican a mitad de la cuesta- no hay más camino para subir que el que traemos. Es una senda de zorras que no la conocen todos.
Por fin llegamos arriba. El sitio es difícil, y uno se da cuenta de que todo el esfuerzo por subir ha merecido la pena. Nos rodean en las vertiginosas laderas de los cerros husos de piedra encajada como gigantones inamovibles. Abajo la espesura tupida de chopos rectos como velas, altísimos, cuyas capotas no consiguen a pesar de todo alcanzar el nivel donde nosotros nos encontramos. Frente por frente cortes rocosos de muros inaccesibles, panzonas grises que fueron desgastando los siglos por donde resbalan las aguas de las tormentas y se libran del sol poniente, que apenas consigue llegar hasta ellas reflejado por las crestas próximas en la vertiente opuesta.
- Aquí hay una cueva en lo alto. Las zorras y las garduñas tienen todo esto por suyo.
Aprovechando las ventajas que ofrece la altura, mis amigos me cuentan lo que es y lo que significa todo cuanto desde allí alcanzamos a ver.
- Pues ya sabe, éste es el Barranco del Infierno. Las aguas del pantano de la Tajera llegan hasta ahí abajo. Ese pico que se ve a la otra parte es el Pico del Lutuelo.
Bajamos salvando el vértigo hacia la cara opuesta. El cauce seco de un regato, de guijarros y de cantos rodados, habla del agua abundante que debieron beber los huertos perdidos, por entre los que vamos acortando distancia en busca del camino de vuelta. De vez en cuando, alternando la maleza selvática del barranco con los troncos de las choperas, aparece algún cuartelillo abandonado en donde hay coles malcaradas y remolachas como enquistadas dentro de los surcos.
- Parece mentira ver todo esto así –comentó Antonio. En otros tiempos qué riadas de agua aquí mismo. Yo me acuerdo de haber visto todo este vallejo bajar en banda.
- No hay otro color que el rojo de los escaramujos. Qué bonito.
- A eso le decimos aquí trampaculos.
La Cueva de la Mora queda escondida por debajo de uno de aquellos tremendos cortes que rodean al cerro del Castillo. Se me imagina la Cueva de la Mora como una tremenda catedral para extraterrestres, mentidero de vampiros, con su cúpula y su transparente por el que se clarea la luz. Los paredones de la cueva se ven solitarios y llenos de polvo, comidos por el resude permanente de las aguas filtradas, pero desoladoramente seco.
- Desde aquí llegamos enseguida a la senda.
En el Sotillo la naturaleza es caprichosa y juguetona. Un pueblo distinto. De su vascongada reminiscencia medieval, dudo que exista algo más que el venerable nombre de la Virgen de Aranz. En cualquier caso, con su contada población de sesenta almas y el sitio de su emplazamiento, entre sencillo y paradisíaco; sus costumbres, que a pesar de los pesares aún se conservan vivas, El Sotillo es uno de esos pueblos semianónimos que marcan diferencia a una comunidad, que honran una tierra. Acercarse hasta él es un consejo de amigo.
Apenas entrar, uno se encuentra con la sorpresa nada común de una fuente hermosa, con cañería múltiple y situada debajo de un ciruelo. La fuente chorrea abundantemente por seis bocas a la vez, y cuando la avenida es excesiva arroja también por un caño supletorio que las gentes del lugar conocen por “la cabeza del perro”. Sobre el muro frontal, por encima de los seis caños, se puede leer: “Ayuntamiento de 1931. Siendo alcalde don Alejo Langa”.
Mientras que contemplamos la fuente e intentamos probar el agua en uno de sus caños, se acerca hasta nosotros una mujer anciana. La mujer se llama Aurelia, y sube con una cestilla llena de nueces debajo del brazo.
- ¿Para qué las quiere usted si ya no tiene dientes?
- No hace falta. Mire, se parten con los dedos.
- Pues qué bien. Tiene usted una noguera que es una joya.
- esa de ahí mismo es. Si le gusta se la vendo.
- ¡No me diga!
- Cincuenta mil pesetas sin las nueces y es suya.
- Hace muy mal. Yo creo que por ese precio es un regalo.
- No se la vendo. Ha sido una broma. Acérquese y coja alguna.
Los sábados a las cuatro de la tarde suenan festivas y cantarinas por todos aquellos valles las campanas de El Sotillo. Cuando suenan las campanas, con la horca enveletada sobre el cerro que llaman el Rollo, el ambiente parece tomar una melancólica solemnidad.
- Oiga señor. ¿No será usted por casualidad el marido de la Socorro?
- No señora, yo no soy. Tampoco sé quién es la Socorro.
- Perdone usted. Ya tengo noventa años y veo muy mal.
Entramos a la iglesia detrás de la señora María. La iglesia no es demasiado grande. Tras el altar mayor se ve únicamente medio retablo barroco. La parte baja, igual que todo el presbiterio, está recubierta con zócalo de tableta, limpia y barnizada. Unas cuantas mujeres están haciendo tiempo para rezar el rosario. En lugar preferente del ábside se ve una talla vestida de la Virgen. La señora Marciana me explica todo.
- Es la patrona del pueblo, Nuestra Señora de Aranz, que estaba antes por donde el pantano. Esta otra de aquí es la del Rosario. Todas las fiestas del año, y casi todos los días de mayo y de octubre le venimos a rezar.
- Qué bonito, ¿verdad?
La fiesta de la Virgen de Aranz es en mayo, el domingo anterior al día de la Ascensión. La bajamos en procesión todo el pueblo hasta seis kilómetros de aquí. Luego, a la del Rosario le hemos hecho dos fiestas, una en su día para los del pueblo, y otra para los que vivimos de aquí y los que vienen de fuera el 25 de agosto.
El Sotillo conserva tradiciones únicas que las mujeres me van refiriendo emocionadas. Al rato, el crucero de la iglesia se ha convertido en un corrillo animado de mujeres que intentan contarme todo sin una pausa, sin tiempo siquiera para tomar nota, todas a la vez.
- Mire, para que usted se entere, el día de la Santa Cruz las mujeres decimos los mil Jesuses, llevando la cuenta con el rosario. Veinte vueltas al rosario diciendo Jesús, mil veces justas. Luego, también cantamos cosas cada cincuenta Jesuses.
- Ah, sí.
- Cantamos esto:
¿De dónde vienes, mi buen Jesús
tan triste y desconsolado?
Vengo recién azotado
y de espinas coronado
y acuestas traigo la Cruz.
- Pues, qué bien. Procuren que no se pierda la costumbre. Sería una pena.
- Y el Viernes Santo se reúnen grupos de señoras y rezamos los treinta y tres credos sin volver la cabeza
- Eso sí que no lo entiendo.
- Pues es muy fácil. Nos juntamos unas cuantas, nos vamos a un camino por el campo y nos rezamos treinta y tres credos sin mirar atrás. Cuando éramos chicas venían los mozos a seguirnos y nos tiraban piedras. Entonces, siempre había alguna que no aguantaba sin mirar y nos costaba empezar otra vez. Antes de los credos se decía: “Satanás, en mí no has tenido parte, ni tienes ni tendrás. Treinta y tres credos he de rezar sin volver la cabeza atrás”.
- Pues me dejan frío con esto que me están contando.
- El Jueves Santo por la noche cantamos “La Sagrada Cena” y “El Reloj de Jesús”. Son veinticuatro versos, uno por cada hora del día. El primero es éste:
Es la Pasión de Jesús
un reloj de gracia y vida,
reloj y despertador
que a gemir y a orar convida.
- ¿Cómo me dijo que se llamaba usted?
- Le dije Marciana Barbas. Soy la mujer del alcalde.
- Pues que lo sea por muchos años.
- Como esposa sí, como alcalde mi marido no lo deseo tanto. No es eso lo nuestro.
Se necesita poco tiempo para darse cuenta el que viene de fuera de que este es un pueblo habitado por gente amigable y familiar, dadivosa y gentil. Con Damián Pardos, de Las Inviernas, y con Antonio Medina, madrileño de El Sotillo, me decido, después de tomar unas fotos y de merodear un poco por los rincones más interesantes que vi en el pueblo, a salir a golpe de talón por el camino que baja hasta los peñascales que llaman del Castillo. Por la Huerta del Cura, el Pleito y los Noguerillos, duermen esquilmadas las tierras de los huertos. Más adelante nos cruzaremos con el señor Félix, que sube agotado de ver las nogueras. Al momento nos plantamos delante de los ojos con la primera depresión que forma el terreno y que vale la pena ver. Los chopos y los nogales desnudos siguen de cerca el cauce del arroyo por las cuestas de los Poyatos y del Escalón.
- de jóvenes nos veníamos por aquí con un traguillo demás, de noche. Menudo iba aquello –dice Antonio.
Bajamos y volvimos a subir, una y otra vez, por una complicada trocha de cabras, entre cerezos deshojados y brozas secas. Antonio Medina se empeña en subirnos, casi andando a gatas, por los despeñaderos, hasta alcanzar el picacho más alto de un cerro de piedras que acaba en una covacha abierta en la peña. Uno y otro me van hablando mientras subimos la senda escarpada de unas piedras en forma de aguja que llaman “los frailes”, y del Barranco del Infierno que podremos ver si conseguimos la cumbre.
- Como vera -me explican a mitad de la cuesta- no hay más camino para subir que el que traemos. Es una senda de zorras que no la conocen todos.
Por fin llegamos arriba. El sitio es difícil, y uno se da cuenta de que todo el esfuerzo por subir ha merecido la pena. Nos rodean en las vertiginosas laderas de los cerros husos de piedra encajada como gigantones inamovibles. Abajo la espesura tupida de chopos rectos como velas, altísimos, cuyas capotas no consiguen a pesar de todo alcanzar el nivel donde nosotros nos encontramos. Frente por frente cortes rocosos de muros inaccesibles, panzonas grises que fueron desgastando los siglos por donde resbalan las aguas de las tormentas y se libran del sol poniente, que apenas consigue llegar hasta ellas reflejado por las crestas próximas en la vertiente opuesta.
- Aquí hay una cueva en lo alto. Las zorras y las garduñas tienen todo esto por suyo.
Aprovechando las ventajas que ofrece la altura, mis amigos me cuentan lo que es y lo que significa todo cuanto desde allí alcanzamos a ver.
- Pues ya sabe, éste es el Barranco del Infierno. Las aguas del pantano de la Tajera llegan hasta ahí abajo. Ese pico que se ve a la otra parte es el Pico del Lutuelo.
Bajamos salvando el vértigo hacia la cara opuesta. El cauce seco de un regato, de guijarros y de cantos rodados, habla del agua abundante que debieron beber los huertos perdidos, por entre los que vamos acortando distancia en busca del camino de vuelta. De vez en cuando, alternando la maleza selvática del barranco con los troncos de las choperas, aparece algún cuartelillo abandonado en donde hay coles malcaradas y remolachas como enquistadas dentro de los surcos.
- Parece mentira ver todo esto así –comentó Antonio. En otros tiempos qué riadas de agua aquí mismo. Yo me acuerdo de haber visto todo este vallejo bajar en banda.
- No hay otro color que el rojo de los escaramujos. Qué bonito.
- A eso le decimos aquí trampaculos.
La Cueva de la Mora queda escondida por debajo de uno de aquellos tremendos cortes que rodean al cerro del Castillo. Se me imagina la Cueva de la Mora como una tremenda catedral para extraterrestres, mentidero de vampiros, con su cúpula y su transparente por el que se clarea la luz. Los paredones de la cueva se ven solitarios y llenos de polvo, comidos por el resude permanente de las aguas filtradas, pero desoladoramente seco.
- Desde aquí llegamos enseguida a la senda.
En el Sotillo la naturaleza es caprichosa y juguetona. Un pueblo distinto. De su vascongada reminiscencia medieval, dudo que exista algo más que el venerable nombre de la Virgen de Aranz. En cualquier caso, con su contada población de sesenta almas y el sitio de su emplazamiento, entre sencillo y paradisíaco; sus costumbres, que a pesar de los pesares aún se conservan vivas, El Sotillo es uno de esos pueblos semianónimos que marcan diferencia a una comunidad, que honran una tierra. Acercarse hasta él es un consejo de amigo.
(N.A. Diciembre, 1985)
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