domingo, 8 de noviembre de 2009

TARTANEDO


Fue un deseo madurado pacientemente que encontró por fin su fe­cha de viaje coincidiendo con los últimos días del invierno. Luego, como casi siempre ocurre, las cosas no acabaron de salir según es­taba previsto, pues, el tiempo atmosférico, que uno reconoce no llevar a favor en una buena parte de sus salidas, acabó por enseñar su ­rostro más desapacible.
Pasado el empalme de Rueda, el panorama se torna más adusto a medida que vamos ganando terreno con dirección a nuestro pueblo. A derecha e izquierda del camino se suceden los altillos pedregosos, los eriales inhóspitos donde habita en comunidad la urraca y bajan vo­lando hasta la barbechera las bandadas de tordos. Tierra de tomillar y de esparteras, de aliagares y de siemprevivas que van tiñendo el ambiente de un gris sutilísimo como la cáscara de las rocas, igual que la mañana en aquella quietud impresionante de las parameras. En una hoya, escondido casi todo él tras el ramaje de las choperas y de los olmos desnudos, Tartanedo, la perla del Señorío.
Al pueblo se entra dejando atrás una ermita y una cruz de hierro que se alza sobre romántico pedestal de piedra vieja en un claro de la arboleda. Después, la plaza de la beata María de Jesús, solitaria y muda bajo el azote, suave aún, del temporal. La beata María de Jesús López Rivas, que tantas veces saldría a colación al hablar con sus paisanos, es conocida en Tartanedo por la Santa, apelati­vo que el pueblo le viene dedicando desde mucho antes de su beatificación solemne el 14 de noviembre de 1976.
Tartanedo está solo. El pueblo deja en el ánimo del que acaba de llegar una admiración profunda, un respeto indefinible mientras pa­sea entre el mutismo de tantas casonas blasonadas, de tanta noble­za patente aun en la forja de sus ventanas, en la inscripción de sus piedras cargadas de nostalgias, en la mística soledad del pue­blo adormilado.
Por la calle de San Andrés baja corriendo a la desesperada un perro que arrastra tras de sí una cadena colgada del cuello. En las callejuelas hay dos hombres sobre un andamio componiendo el tejadi­llo de un cobertizo para guardar leña. Los hombres del tejadillo, hoy mis recordados amigos de Tartanedo, se llaman Alejandro Moreno y Vicente Gil, quienes, en un gesto difícil de corresponder, dejaron su trabajo y se vinieron conmigo como guías por las calles del pue­blo. Alejandro Moreno es uno de esos hombres buenos que el viajero suele encontrar dónde y cuando menos lo espera. Vicente Gil es un señor servicial, agradable, que viste para trabajar en las obras un delantal de piel de cabra curtido en Tartanedo allá por 1os albores del presente siglo.
- Y no lo dude. Este, seguro que tiene más de ochenta años. Lo curtiría el Tío Melchor. Aquel hombre curtía morrales y todo.
Me contaba Alejandro que la calle de San Andrés se llama así por que en algún tiempo fue aquel apóstol el patrón del pueblo, pero que un ci­rujano del rey, don Bartolomé Munguía, natural de Tartanedo, rega1ó el retablo mayor de la iglesia y lo dedicó a San Bartolomé, que desde entonces ostenta el patronazgo.
- Y en esa casa de abajo es donde nació la Santa.
- ¿Todavía se conserva?
- La escalera es muy hermosa. Vive una hermana mía.
La casa de la Santa, cuya veracidad sería hoy muy difícil de comprobar, por lo menos en cuanto a su actual aspecto de palacio dieciochesco, es una elegante mansión revocada con materiales modernos, con algunas muestras visibles que delatan su noble origen y que a la hora del retoque quisieron dejar a salvo de la escayola: un ar­quillo interior de piedra calada, una serie de ménsulas policromas en el techo, artesonados en el pasillo de entrada, y la distribución, en fin, de la escalera palaciega por la que se sube a la primera planta.
- Esta era la casa de los Montesoros, y es donde dicen que nació la Santa. Los techos eran todos de artesonado, pero costaba mucho restaurarlos y los hemos tenido que tapar con escayola. Si alguna vez tuviéramos dinero, los volveríamos a sacar.
Doña Esperanza, la dueña actual del palacete, estaba limpiando la escalera. Es una señora muy simpática, y muy devota también de Sor María de Jesús.
- Sí señor; aunque no sea tan santa como ella me gusta vivir en la casa donde nació. Fue carmelita en tiempos de Santa. Teresa. Era muy lista, y Santa Teresa le decía. "Mi letradillo". Cuando la beatificaron, nos fuimos a Roma casi todo el pueblo. Qué bonito. El Papa, los cardenales, allí todos. Nos dieron entradas de preferencia y nos hicieron dos o tres recepciones, en la embajada y en no sé en cuantos sitios más.
- ¿Vivió mucho tiempo la Santa en Tartanedo?
- Hasta los cuatro años. Se murió su padre, y la madre se debió de ca­sar de segundas. Después se la llevaron unos tíos a vivir a Molina hasta que se fue al convento. Su cuerpo está incorrupto en el con­vento de las carmelitas de San José de Toledo. Ahora se puede visitar.
Los escasos agricultores que pudieran quedar en un pueblo donde de hecho habitan no más de sesenta personas, tienen, a pesar de la dureza del páramo, un terreno aceptable para el cultivo del cereal. No son los campos de Tortuera ni los de La Yunta, pero la tierra suele ser genero­sa cada cosecha en los llanos del término.
- Sí, el campo es bueno. Ahora, la gente está probando con el gi­rasol, que parece va a resultar. Este año hablaban de trescientos mil kilos. Y eso que están empezando.
Por la calle de la Iglesia, mis amigos me contaron que las piedras de la torre se ponen de color de oro cuando sale el sol, y que todas las casas viejas eran de los ricos de antes, que en Tartanedo debieron de ser muchos. En la cuestecilla de San Bartolomé está la casa solar del obispo Utrera; un palacete de traza elegante y buena con­servación, de cuya pasada nobleza son testigos un escudo familiar y las rejas artísticas de forja clavadas en las jambas de sillería, y también la tradición, que a veces no está por demás tenerla en cuenta.
- Esta la hizo el padre de don Francisco Javier de Utrera en el siglo dieciocho. Dicen que cuando era pequeño parecía muy listo y se quería ir a estudiar. Cuando se fue, le dijo su padre: "No vuelvas por aquí hasta que no seas obispo". Y claro que volvió, siendo ya obispo de Cádiz.
Don Felipe Herranz, caminero jubilado, se unió a nosotros a la al­tura de la casa de Los Gallinas, otra interesante reliquia blasona­da de tiempos atrás. Don Felipe dedic6 veintiocho años de su vida a trabajar en la carretera de Galdones, y hoy, quizás no le falte ra­zón, es incapaz de acostumbrarse a verla como la ve.
- Eso sí que lo puede decir usted. No sabe cuanto me duele que la tengan en el abandono que la tienen. A eso no hay derecho, que por aquí también vivimos personas.
La fuente de Tartanedo está por detrás de la iglesia. Es un bello e­jemplar en su estilo que, según me explicaron, nunca ha dejado de manar desde los años de su construcción a principios del siglo diecinueve. Es una fuente rectangular en cuyo centro se levanta un muro de sillería con ins­cripción latina en la que se dice cómo fue mandada construir en el año 1816, por don Manuel Vicente Martínez, Arzobispo de Zaragoza y natural de Tartane­do.
Entramos a la iglesia después de haber abierto un cerrojo enorme de hierro que asegura el paso. Una portada románica de cumplidas archivoltas y una placa reciente de mármol blanco en memoria de la beatificación de Sor María de Jesús, preceden al grandioso templo pa­rroquial. Dentro ya el peso de la historia, el arte y la nobleza ma­terializados en detalles concretos que reclaman el interés del visi­tante desde cada uno de los retablos y capillas, entre los que des­taca uno de estilo renacimiento dedicado a San Juan Bautista, y el retablo mayor de San Bartolomé, con formas e imaginería barrocas.
- Ahora, si quiere podemos subir a la torre.
Merece la pena. El acceso a la torre se hace por una escalera de caracol, cuyos escalones en piedra de una sola pieza, van saliendo del muro directamente sin apoyatura central alguna. En medio, una oquedad geométricamente perfecta baja desde lo alto, por la que se cuelan las cuerdas de las campanas.
- Le vamos a llevar a que vea también los Santos Misterios.
- ¿Qué son los Santos Misterios?
- Es un paño con manchas de sangre donde se guardaron Formas.
- Pero eso son los Corporales de Daroca, según tengo entendido.
- Sí, pero aquí tenemos otros, tan importantes o más que aquellos. Lo que pasa es que los de Daroca se llevaron la fama. Aquí vino el rey Fe­lipe V y se puso de rodillas delante de ellos, y pidió al pueblo que le regalasen una borla como reliquia. Se la dieron, y entonces el rey regaló un vaso de oro para la iglesia.
- Ya, ya. ¿Y cómo fue todo aquello?
- Es que, para librarlas de una profanación, se llevó las Sagra­das Formas uno de aquí metidas en un paño, pero lo alcanzaron los enemigos y le pegaron mucho. Yo creo que el paño fue a parar a un muladar, pero cuando lo encontraron sólo había dentro unas cuantas gotas de sangre que, aunque las han intentado lavar, las manchas siguen.
Y así es. En un cofre de piel repujada a manera de piña, se guarda en un domicilio particular de Tartanedo aquel tesoro de valor incalculable para los molineses. Un paño no muy grande de tela recia, oscurecido por los años, conserva en el centro, bien visibles, las manchas rosadas de la sangre que alguien intentó lavar. El paño es­tá metido, con un papel manuscrito, dentro de un vaso dorado en el cofrecito de piel. Es el mismo vaso que, a cambio de la borla que falta, dejara como recuerdo de su paso por el pueblo S.M. el rey Felipe V, y que uno ha visto con sus ojos y ha sostenido en sus propias anos.
- Antiguamente, cuando se formaba tormenta, enseguida avisaban los de los pueblos de alrededor para que sacásemos los Santos Mis­terios. Que se sepa, nunca que se sacaron cuajó el pedrisco.
El recorrido por Tartanedo acabó felizmente sentados al calorci­11o apacible de la estufa en casa de nuestro amigo Alejandro Mo­reno en la calle de San Andrés. En el frontal de la chimenea hay incrustadas sobre la pared cantidades inmensas de fósiles de la es­pecie rhinchonellas formando la imagen de la ermita. Es una obra original y paciente, lograda después de muchos paseos por los cam­pos del término, recogiéndolas una a una.
- Todas estas me las he ido encontrando por el campo cuando iba con las ovejas. Aquí les decimos pitonas, y en otros sitios les dicen palomicas.
- ¿Cuántas tiene usted ahí?
- No lo se, pero sí que habrá más de tres mil. Los entendidos dicen que toda esta parte fue antes un mar.
La dueña de la casa se llama Apolonia; es una señora amable y obsequiosa que nos sacó a probar una bandeja de rosquillas nevadas de Calatayud y una copita de anís dulce. Alejandro, su marido, me rega1ó un libro de fray Valentín de la Cruz sobre la vida y mensaje de Sor María de Jesús y una medalla relicario de la Santa. Las ho­ras se habían ido colando sin sentir. El cielo en la comarca seguía con un serio color de plomo. Es posible que hasta el viaje hubiera podido ser inoportuno con relación al tiempo. Tartanedo tiene mucho que ver y mucho que decir, y será, no lo dudo, un paraíso entre las sombras durante los veranos inclementes de la paramera. Pero lo preferí así, solo, callado, con sus cuatro docenas de habitantes y el rugir del cierzo por las esquinas de piedra labrada, con sus perros callejeros compartiendo aquel mutismo conmovedor con los espíritus vagabundos de viejos hidalgos.

(N.A. Marzo, 1982)

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