sábado, 7 de noviembre de 2009

TARAGUDO


Muy poco, o casi nada, queda ya del antiguo pueblo de Taragudo en el que nacieron y pasaron su mocedad los cuatro ancianos que conversan al sol en estos mediodías del invierno, junto a la carretera ­por donde entramos. Cuando yo voy, un gato a lunares cruza entre las ruedas y huye despavorido a acurrucarse bajo los restos de una antigua máquina de trillar comida de herrín. Ando un poco a ciegas. El claro solecillo de las doce baña hasta dorarlos los tejados de las casas modernas y los lienzos terrosos de paredón de aquellas otras que desaparecieron, ya va para medio siglo.
Esta en donde ahora estoy es la calle de Gabriel Arribas Fernán­dez. El nombre del personaje no me dice nada, así que recuerde. Me aproximo para satisfacer mi curiosidad a dos señoras que platican animadamente, sin prisas, en una acera de la plazuela.
- Pues mire usted, ese señor era un maestro albañil que estaba ca­sado con una de aquí; se compró ahí donde la esquina un poco de si­tio y se levantó su casa. Luego fue haciendo otras hasta que casi llenó el pueblo. Como si dijéramos, fue el hombre que remozó al pue­blo. Por eso le dedicaron esta calle, luego le hicieron un homenaje y pusieron un letrero de azulejos detrás de la esquina.
- ¿Todavía vive?
- No, ya irá para diez años que se murió. Lo han traído a enterrar aquí hace poco.
- ¿De Qué son tantos paredones de adobe en ruinas como se ven por todas partes?
- Esos están hundidos de cuando los bombardeos.
- ¿También aquí?
- Ya lo ve.
- Y de habitantes, pocos.
- Nada; doce casas de a dos personas en cada una. Los hijos se ha­cen mayores, se van y aquí quedamos nosotros.
Cuando me despedí de las dos mujeres –Marías las dos- me fui acer­cando hacia el altillo de la iglesia. El templo de Taragudo mira a ­través de sus tres vanos de la espadaña hacia las tierras oscuras del poniente, y se encara de soslayo con el inconfundible cerro de la Muela de Alarilla, donde, cuando les apetece merodean como las águilas los hombres-pájaro por estos cielos mansos del Valle del He­nares. El son continuo de los tractores, arrastrando las gradas por el campo, llega limpio hasta nosotros sin que la distancia cuente.
Un perrillo se oye gemir desde un pajar cercano. La fachada de la iglesia tiene un cobertizo de teja sostenido sobre dos columnas de yeso. Un azulejo dice en la sombra: “Yglesia Parroquial”. Los fortí­simos paredones del XVII son de mampostería con sillarejo y guija­rras. Detrás, los muros hundidos de cuando la guerra, parecen pre­parados como para filmar una película sobre el fin del mundo. Cuan­do me voy, el perrillo del pajar me ladra lastimosamente.
- Esta es la Plaza Mayor, sí señor, y aquel cerro que se ve allá lejos es el cerro de Hita, un pueblo de mucha nombradía. No sé cuan­tos siglos dicen que tiene.
- ¿Cómo se llama usted?
- Yo me llamo Mariano Yáñez, para servirle; natural de Alarilla y vecino de Taragudo. Pues, como le decía, antiguamente el pueblo de Hita estaba, más por esta parte, pero cuando lo de Regiones Devastadas se lo llevaron más para la parte baja; por donde está todo lo nue­vo es por la carretera de Soria.
En los ejidos juegan dos chiquillos al fútbol por falta de mayor compañía. Distribuidos por los diferentes solares de las orillas es­tán los chalés de los que vienen en el verano y algún que otro fin de semana cuando la climatología no se opone. A campo abierto una visión sencillamente espectacular de valles mínimos y de lomeras, de arboli­llos solitarios en alguna linde y de pequeñas casitas de campo, regala al visitante todos los encantos y los contrastes de la tierra alcarre­ña en la que, como en los cuadros de los maestros insignes, cada vez se descubre algo nuevo. Como fondo Hita la Grande, desparramada en la falda de su característico cerro del Castillo.
- Pues no hace tanto que robaron en algunos de los hoteles de por aquí. Los dueños vienen de tarde en tarde, y por eso pasan estas cosas.
- ¿Son gentes descendientes de Taragudo?
- ¿Los ladrones?
- No, los dueños.
- Qué va. La mayoría no tienen nada que ver con el pueblo. Se compraron terreno de las eras de pan trillar y se han hecho su hotel. Casi ­todos son madrileños. El camino que tenemos aquí orilla es una carre­tera blanca, de Concentración, que van a Hita dando la vuelta.
- Pues me ha hecho usted un buen papel, ya ve. Me voy a dar una vueltecilla por ahí, a verlo todo.
- Poca cosa verá. Esa casa nueva es el centro social. Hay una miaja de bar. Si se ve usted con el alcalde se lo puede enseñar, o con cual­quier vecino. Nosotros nos vamos a Yunquera a comer con los hijos.
- Muchas gracias; por mí no se preocupe, buen viaje.
Encontré a don Ángel Blas, el alcalde, de tertulia al sol con doña Jacinta, su mujer, y con otras vecinas en la parte trasera de la casa en donde vive, a espaldas de la calle Mayor. Don Ángel Blas ha manteni­do durante más de un cuarto de siglo la vara de mando cogida de su mano. Es, yo creo, uno de los alcaldes más antiguos de la provincia, si no el que más.
- Tampoco caigo yo si hay alguno por ahí anterior a mí. Yo llevo con éste veintiséis años.
- Y con problemas siempre.
- Ah, eso desde luego, siempre con problemas. Que si lo de la Concen­tración, que si el teléfono, que si el centro social; siempre hemos te­nido algo que hacer. Ahora andamos tras lo del agua, Que no tenemos la que hace falta.
- ¿Y eso?
- Pues resulta que la tenemos que sacarla de 150 metros de profundidad, y necesitamos una bomba más potente que la que tenemos. A ver si los organismo oficiales nos quieren ayudar, porque lo estamos pasando mal. El agua es buenísima. La misma veta nos han dicho del chorro que sale en la ermita de Sopetrán en Torre del Burgo, pero que el problema lo tenemos planteado y sin resolver. Ya veremos.
Cuando nos hicimos más amigos, el alcalde me hab1ó de la fiesta de San Juan y de sus famosas hogueras que todavía se hacen; y luego de la tradición de Santa Águeda ya desaparecida, y casi olvidada, como tan­tas cosas. Por ser un acontecimiento donde se ponía en juego la valía y el protagonismo de las mujeres, la señora. Jacinta me informó mejor.
- Pues mire usted, lo pasábamos muy bien. Hacíamos un ramo de olivo muy hermoso, adornado con cintas de colores que colgaban, y se le ponían tres o cuatro roscas grandes, hechas con azúcar, del tamaño de­ una media fuente. Se llevaban a bendecir en la misa y se le daba un poco al señor cura si se tenía voluntad.
- Después a bailar, qué remedio.
- A ver. Recorríamos el pueblo cantando; con la Josefilla, la pobre, que se le daba muy bien lo de tocar el tambor. Se le decían muchas cosas a la Santa, y los mozos detrás de nosotras:

Quisiera ser mayordoma
de Santa Águeda bendita,
pa que me guarde los pechos
y a mi marido la vista.

- Pues qué bonito.
-Ahora, ya se lo puede imaginar: nada. Una misa rezada y nada más.
Cuando salíamos de la casa, el alcalde me contó que muchos de los que se han ido de Taragudo fue por no tener colegio en el pueblo para sus hijos. Que viven en la capital y vienen a diario a llevar las tie­rras.
- Lo ha podido ver; buen terreno y para comer no les va a faltar nunca, pero la gente no ha tenido más remedio que irse de aquí.
El centro social, pese a tener dos plantas es reducido. En el piso bajo tienen tres mesas y una docena de sillas, algunos estantes no de­masiado abastecidos, un frigorífico y una cafetera miniatura apta para el servicio. Me cuenta don Ángel Blas que aquello se ha conseguido a fuerza de muchos sacrificios por parte de todos.
- La mano de obra no nos ha costado ni un real. Lo han hecho las gen­tes del pueblo voluntariamente, inexpertos, hasta hombres de ochenta años han trabajado aquí. Los materiales los puso la Diputación, y la Consejería de Bienestar Social nos ha pagado algo de mobiliario y la cafetera. Así nos vamos arreglando.
- ¿Quién atiende al público?
-Nadie, el primero que llega se sirve, abre el cajón y mete las perras. La gente es honrada normalmente. Los chicos igual, cogen los chicles o lo que les apaña, pagan en el cajón y se van. En verano está más concurrido y mejor atendido también.
En el piso de arriba hay más mesas y más sillas: todo nuevo, mucha limpieza y una biblioteca simplísima, con dos docenas de libros donde predomina la literatura de carácter provincial. La cabina del teléfono público ocupa un rincón de esta sala.
- Qué le parece ese estandarte que tenemos en la pared. Lo donó un señor, ya hace años, y lo hemos enmarcado para que se conserve.
Es una verdadera obra de arte, bordado a mano. En el centro se ve el escudo de Guadalajara en labor preciosista, y en las orlas que salen de él figuran escritos los nombres de los otros ocho cabezas de parti­do tradicionales. La leyenda de aquella singular pieza dice así: “Cen­tro Alcarreño de Madrid. 1906”. Uno piensa que sería curioso saber lo que aquel estandarte representó en el Madrid de primeros de siglo y, por supuesto, cómo llegó a Taragudo. Por otra parte, debido a su evocadora condición y a su mucho mérito artístico, es un ejemplar salvado del tiempo que debería cuidarse. Al respaldo, que no se ve, me explica­ron que tiene bordada una colmena con abejas.
- Pues, ahí como lo hemos dejado queda muy bien, ¿no le parece?
- Yo creo que sí. Me ha gustado mucho.
Dejo Taragudo a esas del medio día. Las cornejas cantan en las ramas desnudas de la chopera de Los Pobos. En el cercano cielo de Alarilla se ve planear un hombre-pájaro jugando con las corrientes de aire. Se ve que es un volador bisoño, en seguida ha caído a tierra, seguramente que el frío de la mañana le obligó a bajar. Yo me detuve a mirar mientas que las buenas gentes de estos pueblos pasan de tan original espectáculo.
-Los hay mejores. Ese, apuesto que es un aprendiz -me dicen.­

(N.A. Enero, 1986)

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