Después de sumar por separado los pros y los contras del viaje, fue, a fin de cuentas, un acierto llegar a Tomellosa al caer la tarde. Los haces de sol que se vierten vega arriba sobre los oteros, las torrenteras y los llanos de la Alcarria a orillas del Tajuña, alcanzan su apoteosis en la hora que precede al crepúsculo. El corazón del valle, por el que el viajero ha de subir para llegar al pueblo, es una hilera gris, apenas interrumpida, de chopos desnudos que bajan a lavarse los pies en las aguas del río. Sobre un montículo, en expuesto mirar a las tierras bajas, luce su torre y un manojo de casas extramuros, el pueblo de Valfermoso más arriba.
Antes de entrar en Tomellosa, escondido en la ladera norte del cerro Cabeza Herrero, quedan las tierras de Valdemanrique, donde los campesinos sacan enganchados a la reja del arado restos de cerámica, piedras y tejas de Castillejo, un pueblo incendiado, al parecer, hace dos siglos por varios vecinos de Fuentelviejo para vengar un crimen del que fue víctima inocente alguno de sus paisanos por aquel entonces.
Dos mujeres hacen punto al sol sentadas en el suelo bajo las piedras de la era de don Faustino. El cerro, en cuya falta se asienta el pueblo, se ve encendido a nuestro paso en cálidas tonalidades antes de ceder el testigo a las primeras sombras del atardecer.
-Pues allá arriba, en todo el pico, tengo yo una obra empezada.
Don Eugenio del Castillo, que, con su hijo Eugenio, fue mi compañero de viaje, tiene sin concluir una silla excavada en la roca desde donde se domina el pueblo y el riquísimo panorama del valle del Tajuña.
-Yo creí que usted vivía siempre en la capital. Ya ve.
-No. Ahora vivo aquí de continuo. He vivido en Guadalajara cuando trabajaba, pero al hacerme mayor ya aprobé la reválida y nos vinimos a vivir al pueblo. Vamos a la capital a temporadas, pero para el caso estamos siempre aquí.
La plaza de Tomellosa se llama Plaza Constitucional, según se lee en un azulejo antiquísimo que hay en la fachada del Ayuntamiento. Tiene troncos de pino muy largos formando un cerco rectangular en el suelo que ocupa toda la plaza.
-Esto es para jugar a los bolos. Aquí hay mucha afición. Hace tiempo teníamos en el pueblo los mejores jugadores de la comarca. Me acuerdo de un tío mío que se llamaba como yo, que aquél se volcaba cuatro varas de un solo tiro muchas veces.
La fachada principal del Ayuntamiento es la de un venerable edificio de mampostería y madera vieja que se abre en doble galería con una docena de columnas en estado semirruinoso. Junto a la puerta de entrada, en el soportal, se conserva un aviso marcado en la pared con letras de molde de primeros de siglo, en el que dice: “Se prohíbe pernoctar y encender lumbre en este local y hacer aguas mayores y menores bajo la multa de dos pesetas".
En las calles de Tomellosa haya estas horas un delicioso olor a campo, un aroma que se acentúa por la calle de la Iglesia.
-Sí; es a espliego a lo que huele. La gente lo echa a la lumbre para encender y deja todo este olor por el pueblo.
Algunas señoras agotan el último sol cosiendo a la puerta de su casa. Las dos señoras de la calle de la Iglesia se llaman Damiana y Vicenta, que, como cada hijo de vecino, han asistido, sin explicárselo siquiera, al cambio espectacular que dio la vida en los últimos años y del que, según ellas, no se ha escapado nadie, ni las más viejas y arraigadas costumbres del medio rural.
-Antes, y no crea usted que hace tanto, aquí todo el mundo comía gachas bien tempranito con grasa de cerdo y tocino para almorzar. Ahora hay veces que las hacemos al medio día. La gente se ha acostumbrado al cafetito en el desayuno y ya no hay quien nos saque de ahí.
-Tiene el pueblo calles con nombres muy bonitos, ¿verdad?
-Bonitos y feos; habrá de todo. Tenemos la calle del Calcañal, la de la Ventanilla, el Arrabal. Esa de ahí se llama la calle Corta.
Por la cuesta del Terrero salen a la superficie las rocas de pedernal que uno jamás recuerda haber visto a naturaleza libre. En la era de la Perdiz conviven, regalando al fresco atardecer sus mejores fragancias, el espliego, el tomillo y la ajedrea. Ya en término de Valdeavellano se ve al otro lado el cerro de la Encina, salpicado de pequeños bancales donde crece el olivo y el matorral. Abajo, por los caminos de regreso al pueblo, algunos grupos de vecinos que habrán pasado a buen seguro la tarde de paseo, vienen de retirada huyendo de la crudeza y de las impiedades que tienen en enero las puestas de sol.
-¿Qué produce el campo por aquí, señor Eugenio?
-De todo un poco. En los llanos, cereal. Luego, lo que más se ha cultivado siempre han sido las olivas y las nueces. De eso, mucho.
En Tomellosa hay cuatro fuentes públicas: la Nueva, la de la Plaza, la Ventanilla y el Arrabal. En la fuente de la Ventanilla el sobrante ha llegado a formar a su alrededor una peligrosa capa de hielo sobre el pavimento. En las afueras del pueblo, desde un mirador que pone las huertas a nuestros pies, se dejan ver en la vertiente umbrosa, escondidas entre la breña, las primeras casas de Balconete, mínimo y solitario, clavado de uñas para no rodar monte abajo hasta las aguas del arroyo Peñón en el barranco.
A falta de otro camino más corto, los labradores de Balconete suben desde el vallejo del Peñón hasta Tomellosa para volver a su pueblo.
-Pues mire; ahora venimos de sembrar yeros. Llevamos tres o cuatro años haciéndolo y parece que por aquí aún se dan.
-De la yunta al tractor, la cosa cambia, ¿no?
-Sí; lleva más gasto que las mulas. Las herraduras de los tractores son más caras, pero esto es vida y no la de antes. Ahora somos todos señoritos. Siempre a la par de don Eugenio, dimos, ya con la luz eléctrica en las esquinas, el último vistazo por las callejuelas que aún nos faltaban por recorrer. Tomellosa es un pueblo antiguo, un pueblo de rugosa traza y orden y honradez en el alma de sus gentes.
-¿Vais al colegio?
-Sí, señor. Nos llevan en un autocar al colegio de Brihuega.
-¿Cuántos niños sois en el pueblo?
-Muchos. Al colegio vamos quince. Esta hace tercero, y yo cuarto. La iglesia es, para mi gusto, una de las más bonitas de la provincia. Pequeña, recogida y con ciertas pretensiones de catedral. Tiene el templo de Tomellosa tres naves y una capilla de hermosa cúpula, entre cuya recargada ornamentación aparecen esculpidos diversos atributos de la Pasión. La imagen de Nuestra Señora de la Natividad, Patrona del pueblo, preside, desde su hornacina en el retablo mayor, toda la iglesia. Está colocada sobre una artística peana de metal dorado y en medio de dos jarrones de alabastro de los que surgen sendos manojos de pajas de río a manera de espigas.
Se sale de allí bien entrada la noche. La claridad del cuarto menguante nos permite ver cómo acuden por diversos caminos detrás de su cabalgadura los campesinos que vuelven del olivar con la cosecha del día. Más adelante, las luces de Valfermoso se confunden con la miríada de estrellas que cada noche de invierno centellean sobre la serena paz de la Alcarria.
Antes de entrar en Tomellosa, escondido en la ladera norte del cerro Cabeza Herrero, quedan las tierras de Valdemanrique, donde los campesinos sacan enganchados a la reja del arado restos de cerámica, piedras y tejas de Castillejo, un pueblo incendiado, al parecer, hace dos siglos por varios vecinos de Fuentelviejo para vengar un crimen del que fue víctima inocente alguno de sus paisanos por aquel entonces.
Dos mujeres hacen punto al sol sentadas en el suelo bajo las piedras de la era de don Faustino. El cerro, en cuya falta se asienta el pueblo, se ve encendido a nuestro paso en cálidas tonalidades antes de ceder el testigo a las primeras sombras del atardecer.
-Pues allá arriba, en todo el pico, tengo yo una obra empezada.
Don Eugenio del Castillo, que, con su hijo Eugenio, fue mi compañero de viaje, tiene sin concluir una silla excavada en la roca desde donde se domina el pueblo y el riquísimo panorama del valle del Tajuña.
-Yo creí que usted vivía siempre en la capital. Ya ve.
-No. Ahora vivo aquí de continuo. He vivido en Guadalajara cuando trabajaba, pero al hacerme mayor ya aprobé la reválida y nos vinimos a vivir al pueblo. Vamos a la capital a temporadas, pero para el caso estamos siempre aquí.
La plaza de Tomellosa se llama Plaza Constitucional, según se lee en un azulejo antiquísimo que hay en la fachada del Ayuntamiento. Tiene troncos de pino muy largos formando un cerco rectangular en el suelo que ocupa toda la plaza.
-Esto es para jugar a los bolos. Aquí hay mucha afición. Hace tiempo teníamos en el pueblo los mejores jugadores de la comarca. Me acuerdo de un tío mío que se llamaba como yo, que aquél se volcaba cuatro varas de un solo tiro muchas veces.
La fachada principal del Ayuntamiento es la de un venerable edificio de mampostería y madera vieja que se abre en doble galería con una docena de columnas en estado semirruinoso. Junto a la puerta de entrada, en el soportal, se conserva un aviso marcado en la pared con letras de molde de primeros de siglo, en el que dice: “Se prohíbe pernoctar y encender lumbre en este local y hacer aguas mayores y menores bajo la multa de dos pesetas".
En las calles de Tomellosa haya estas horas un delicioso olor a campo, un aroma que se acentúa por la calle de la Iglesia.
-Sí; es a espliego a lo que huele. La gente lo echa a la lumbre para encender y deja todo este olor por el pueblo.
Algunas señoras agotan el último sol cosiendo a la puerta de su casa. Las dos señoras de la calle de la Iglesia se llaman Damiana y Vicenta, que, como cada hijo de vecino, han asistido, sin explicárselo siquiera, al cambio espectacular que dio la vida en los últimos años y del que, según ellas, no se ha escapado nadie, ni las más viejas y arraigadas costumbres del medio rural.
-Antes, y no crea usted que hace tanto, aquí todo el mundo comía gachas bien tempranito con grasa de cerdo y tocino para almorzar. Ahora hay veces que las hacemos al medio día. La gente se ha acostumbrado al cafetito en el desayuno y ya no hay quien nos saque de ahí.
-Tiene el pueblo calles con nombres muy bonitos, ¿verdad?
-Bonitos y feos; habrá de todo. Tenemos la calle del Calcañal, la de la Ventanilla, el Arrabal. Esa de ahí se llama la calle Corta.
Por la cuesta del Terrero salen a la superficie las rocas de pedernal que uno jamás recuerda haber visto a naturaleza libre. En la era de la Perdiz conviven, regalando al fresco atardecer sus mejores fragancias, el espliego, el tomillo y la ajedrea. Ya en término de Valdeavellano se ve al otro lado el cerro de la Encina, salpicado de pequeños bancales donde crece el olivo y el matorral. Abajo, por los caminos de regreso al pueblo, algunos grupos de vecinos que habrán pasado a buen seguro la tarde de paseo, vienen de retirada huyendo de la crudeza y de las impiedades que tienen en enero las puestas de sol.
-¿Qué produce el campo por aquí, señor Eugenio?
-De todo un poco. En los llanos, cereal. Luego, lo que más se ha cultivado siempre han sido las olivas y las nueces. De eso, mucho.
En Tomellosa hay cuatro fuentes públicas: la Nueva, la de la Plaza, la Ventanilla y el Arrabal. En la fuente de la Ventanilla el sobrante ha llegado a formar a su alrededor una peligrosa capa de hielo sobre el pavimento. En las afueras del pueblo, desde un mirador que pone las huertas a nuestros pies, se dejan ver en la vertiente umbrosa, escondidas entre la breña, las primeras casas de Balconete, mínimo y solitario, clavado de uñas para no rodar monte abajo hasta las aguas del arroyo Peñón en el barranco.
A falta de otro camino más corto, los labradores de Balconete suben desde el vallejo del Peñón hasta Tomellosa para volver a su pueblo.
-Pues mire; ahora venimos de sembrar yeros. Llevamos tres o cuatro años haciéndolo y parece que por aquí aún se dan.
-De la yunta al tractor, la cosa cambia, ¿no?
-Sí; lleva más gasto que las mulas. Las herraduras de los tractores son más caras, pero esto es vida y no la de antes. Ahora somos todos señoritos. Siempre a la par de don Eugenio, dimos, ya con la luz eléctrica en las esquinas, el último vistazo por las callejuelas que aún nos faltaban por recorrer. Tomellosa es un pueblo antiguo, un pueblo de rugosa traza y orden y honradez en el alma de sus gentes.
-¿Vais al colegio?
-Sí, señor. Nos llevan en un autocar al colegio de Brihuega.
-¿Cuántos niños sois en el pueblo?
-Muchos. Al colegio vamos quince. Esta hace tercero, y yo cuarto. La iglesia es, para mi gusto, una de las más bonitas de la provincia. Pequeña, recogida y con ciertas pretensiones de catedral. Tiene el templo de Tomellosa tres naves y una capilla de hermosa cúpula, entre cuya recargada ornamentación aparecen esculpidos diversos atributos de la Pasión. La imagen de Nuestra Señora de la Natividad, Patrona del pueblo, preside, desde su hornacina en el retablo mayor, toda la iglesia. Está colocada sobre una artística peana de metal dorado y en medio de dos jarrones de alabastro de los que surgen sendos manojos de pajas de río a manera de espigas.
Se sale de allí bien entrada la noche. La claridad del cuarto menguante nos permite ver cómo acuden por diversos caminos detrás de su cabalgadura los campesinos que vuelven del olivar con la cosecha del día. Más adelante, las luces de Valfermoso se confunden con la miríada de estrellas que cada noche de invierno centellean sobre la serena paz de la Alcarria.
(N.A. Febrero, 1981)
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