Situado en el límite mismo de las últimas rastrojeras de la Campiña, con el verde tristón de los olivares de la Alcarria Alta lamiendo sus puertas, y siendo a la vez callejón de entrada a las primeras estribaciones de la sierra vecina, La Toba se mantiene en el punto geográfico de la provincia donde concurren las tres comarcas más características que la integran. Al borde de la carretera, que partiendo de Jadraque cruza el pueblo camino de Las Minas, las viejas bodegas subterráneas se van alineando bajo el paredón, cubiertas las bocas de entrada, a modo de sombrilla, por los zarzales que crecen caprichosamente sin que nadie, ni los niños siquiera, dispuestos siempre a este tipo de menesteres, se acerque a probar su fruto ahora en sazón. A pesar de todo La Toba en un pueblo hermoso, un pueblo de labradores agraciado por bien parecida tierra, y huertas, y fuentes en abundancia al servicio del escaso vecindario que todavía le queda.
Por la Calle Mayor sube un hombre que lleva colgado de los hombres un serón de esparto. Es un hombre simpático y de trato fácil, que se llama Gregorio. En La Toba los hombres son amables y condescendientes, amigables y hospitalarios como pude ver.
- Para la mula. De estos instrumentos ya quedan pocos. Antiguamente los hacían en Tórtola.
- Es natural. Al desaparecer las mulas se han ido al traste todos los accesorios que se hacían para ellas.
- Pues aquí todavía quedan unas cuantas. Pocas. De cuatro viejos como yo que no valemos para otra cosa.
- Del campo, por lo que veo no se pueden quejar.
- Hay de todo. Por la parte de abajo lo hay mejor que por arriba. Por todo eso de la Sierra la gente vive del ganado mayormente, y un poco de los huertos. Aquí es la cebada lo que mejor pinta.
- He visto que también tiene picota en el pueblo. No lo sabía.
- Sí señor. De toda la vida. La picota es tan antigua como el pueblo. Cualquiera sabe los años que tendrá. Dicen que antiguamente los colgaban ahí, en esas argollas de hierro.
- Un poco salvajes parecían los de antes ¿No le parece a usted?
- Pues, qué quiere que le diga. Para que haya orden la guillotina no tiene que ir mal. No sé con quién estoy hablando, pero como yo lo pienso así, así lo digo. A ver.
- Y el agua de la fuente no se puede beber, según dice ese cartel.
- ¡Cómo que no! Toda la que quiera. Menudos chorros caen. Beba, que de ese mal no se va a morir. Pusieron el letrero por no sé qué, pero el agua es buena. Menuda está.
La calle principal de La toba está dedicada al Teniente Coronel Sotelo, larga, luminosa, perfectamente pavimentada, que se ensancha en su mitad dando lugar a la Plaza de la Fuente. Estamos en un pueblo tranquilo, de gentes honradas, de rústicos callejones empedrados donde nadie parece vivir; quizás alguna familia en cualquiera de estas viejas casonas de entramado que van descendiendo, una a continuación de otra, sosteniendo su antigüedad mutuamente, hasta los huertos de la Carrera. En la calle de la Fuente hay un anciano de barbas descuidadas que come higos sentado sobre un montón de arena. Es un hombre pequeño, que no contesta cuando le doy las buenas tardes y se quita el son con la visera a pico de su boina.
Tomo la iglesia desde atrás, dando la vuelta alrededor de los recios paredones del ábside hasta llegar al atrio. Apoyado de brazos sobre el pretil hay un señor de mediana edad y cara de salud delicada, que está orientando a otro más joven que intenta arreglar una gotera.
- No, esa no –le dice. Dos canales más a la derecha. Ahí mismo. Esa tiene que ser.
- ¿Qué, de composturas? –le he dicho.
- Ya ve usted. Repasando un poco las tejas antes de que venga el invierno.
- Cuánto me alegra que esté la iglesia abierta. Voy a pasar dos minutos a echar un vistazo.
- Es que sin permiso del señor cura no nos gusta que entre ningún extraño. Ya sabe usted cómo están las cosas. El señor cura no vive aquí.
- Ah, pues no deja de ser un problema. ¿Por qué no pasa usted conmigo?
- Bueno, entraré. Es que hay mucha gente que no se sabe con qué intención viene. Usted perdone.
La iglesia de La Toba es pequeña y recoleta, con aire de viejo templo en el que todo invita a rezar, como es su misión. Destaca al fondo, sobre toda ornamentación, un retablo cargadísimo del siglo XVIII, con la imagen de San Juan Bautista en la hornacina principal.
- Es el titular de la parroquia. El patrón del pueblo es San Blas, que también lo tenemos ahí.
Con Pedro Serrano, que así se llama mi nuevo amigo de La Toba, pasaría después gran parte del tiempo que estuve en el pueblo. Pedro es una de esas personas buenas de solemnidad, que de vez en cuando uno tiene la suerte de encontrar perdidas por ahí. Nuestro amigo lleva en La Toba el teléfono público por distracción y un poco también por ayuda, y se preocupa también de tener atendida, dentro de sus posibilidades, la iglesia.
- Sí, hago lo que puedo. Me gusta ayudar a los curas. Lo malo son las piedras que tengo en el riñón. Hay muchos días que, aunque procuro llevarlo con alegría, me duelen una barbaridad. De verdad que no se lo deseo a nadie. Si Dios me lo ha dado para mí, en buen sitio está.
Sobre el muro lateral izquierdo del presbiterio hay una placa en mármol blanco con la efigie de uno de los hijos más preclaros del pueblo: “La villa de La Toba a su hijo predilecto Excmo. Y Rvdmo. Sr. D. Juan Ricote Alonso, Obispo auxiliar de Madrid-Alcalá, en testimonio de cariño y admiración, y como recuerdo de su consagración episcopal verificada en Madrid, XX de Mayo de MICLI”.
- Eso se puso por lo del señor obispo. Era de aquí, y se murió en Teruel de un infarto. Las últimas palabras las dijo en el pueblo unas horas antes de irse. Ahí afuera, en la explanada, debajo de la torre. Me parece como si lo estuviera viendo ahora mismo: “Si estas obras las habéis hecho para beneficio del pueblo, no dudéis que la Iglesia se alegrará con vosotros y está a vuestro lado”. Tenían que haberlo hecho arzobispo de Madrid-Alcalá, pero no sé lo que pasó; la cosa es que lo mandaron de obispo a Teruel y allí murió.
- ¿Solía aparecer por La Toba con frecuencia?
- Claro que venía. Le gustaba subirse a meditar en el cerro del Alto de la Cuesta las Viñas. Aquello es muy bonito.
Aparte de la cosecha de cebada, de la que nada más llegar me habló el señor Gregorio al pie de la picota, el pueblo cuenta cada otoño con su discreta recolección de uva en los viñedos de la Veguilla, de Vallejo el Abad y de Valcaliente. En La Toba no falta desde antiguo el rico zumo de las cepas, que los hombres acostumbran a extraer sabiamente con los mismos procedimientos al uso que emplearon sus abuelos.
- Se va usted a venir conmigo a casa, que quiero darle a probar el vino de La Toba. Es un momento nada más.
Pedro vive en una casa muy limpia, que hace rincón por detrás de la torre. En el pasillo de la casa hay instalada una cabina de teléfono, de esas que parecen un biombo de cristal pegado a la pared. Nos acomodamos en un cuarto de estar pequeñito, ocupado casi todo él por una mesa cuadrada y dos televisores; uno creo que no funciona.
- En este cuarto recibimos al señor cura, al médico cuando viene, al secretario y a todos. Pues mire, aquí tiene el vino que hacemos en La Toba. Esta botella puede tener ocho años. Pruebe un poquito.
Los años para mejorar, y el óptimo mosto de las vides de mi amigo han convertido el caldo de la botella en un vino rancio de la mejor solera, francamente fuera de lo común.
- Está riquísimo, sí señor. Cuesta trabajo creer que es vino castellano, más bien parece de los exquisitos de Málaga.
- Y ahora una rosquilla. Estas sí que tienen salero, ya verá. Las ha hecho mi hermano, esa que está ahí sentada fuera, en el poyo.
- Qué quiere que le diga. Acordes con el vino. Es una pena pensar que estas cosas pueden desaparecer algún día de los pueblos.
Unos chillos juegan bajo los arcos en la Plaza del Ayuntamiento. Hombres y mujeres de edad toman el sol sentado en los poyos y en otras sillas bajas de espadaña, ellas con las canastillas de costura a su lado. Sin salir del propio casco urbano se ven huertas de col, de judías secas, plantaciones de calabazas que la higuera y el laurel dan sombra desde la tapia.
Fuera del pueblo, más allá de donde la gente vive, se alcanzan a ver los campos variopintos de la Sierra, de la Campiña y de la Alcarria, sobre los que asoma sus formas medievales bañadas por el último sol de la tarde, el castillo jadraqueño del conde de Cid.
Por la Calle Mayor sube un hombre que lleva colgado de los hombres un serón de esparto. Es un hombre simpático y de trato fácil, que se llama Gregorio. En La Toba los hombres son amables y condescendientes, amigables y hospitalarios como pude ver.
- Para la mula. De estos instrumentos ya quedan pocos. Antiguamente los hacían en Tórtola.
- Es natural. Al desaparecer las mulas se han ido al traste todos los accesorios que se hacían para ellas.
- Pues aquí todavía quedan unas cuantas. Pocas. De cuatro viejos como yo que no valemos para otra cosa.
- Del campo, por lo que veo no se pueden quejar.
- Hay de todo. Por la parte de abajo lo hay mejor que por arriba. Por todo eso de la Sierra la gente vive del ganado mayormente, y un poco de los huertos. Aquí es la cebada lo que mejor pinta.
- He visto que también tiene picota en el pueblo. No lo sabía.
- Sí señor. De toda la vida. La picota es tan antigua como el pueblo. Cualquiera sabe los años que tendrá. Dicen que antiguamente los colgaban ahí, en esas argollas de hierro.
- Un poco salvajes parecían los de antes ¿No le parece a usted?
- Pues, qué quiere que le diga. Para que haya orden la guillotina no tiene que ir mal. No sé con quién estoy hablando, pero como yo lo pienso así, así lo digo. A ver.
- Y el agua de la fuente no se puede beber, según dice ese cartel.
- ¡Cómo que no! Toda la que quiera. Menudos chorros caen. Beba, que de ese mal no se va a morir. Pusieron el letrero por no sé qué, pero el agua es buena. Menuda está.
La calle principal de La toba está dedicada al Teniente Coronel Sotelo, larga, luminosa, perfectamente pavimentada, que se ensancha en su mitad dando lugar a la Plaza de la Fuente. Estamos en un pueblo tranquilo, de gentes honradas, de rústicos callejones empedrados donde nadie parece vivir; quizás alguna familia en cualquiera de estas viejas casonas de entramado que van descendiendo, una a continuación de otra, sosteniendo su antigüedad mutuamente, hasta los huertos de la Carrera. En la calle de la Fuente hay un anciano de barbas descuidadas que come higos sentado sobre un montón de arena. Es un hombre pequeño, que no contesta cuando le doy las buenas tardes y se quita el son con la visera a pico de su boina.
Tomo la iglesia desde atrás, dando la vuelta alrededor de los recios paredones del ábside hasta llegar al atrio. Apoyado de brazos sobre el pretil hay un señor de mediana edad y cara de salud delicada, que está orientando a otro más joven que intenta arreglar una gotera.
- No, esa no –le dice. Dos canales más a la derecha. Ahí mismo. Esa tiene que ser.
- ¿Qué, de composturas? –le he dicho.
- Ya ve usted. Repasando un poco las tejas antes de que venga el invierno.
- Cuánto me alegra que esté la iglesia abierta. Voy a pasar dos minutos a echar un vistazo.
- Es que sin permiso del señor cura no nos gusta que entre ningún extraño. Ya sabe usted cómo están las cosas. El señor cura no vive aquí.
- Ah, pues no deja de ser un problema. ¿Por qué no pasa usted conmigo?
- Bueno, entraré. Es que hay mucha gente que no se sabe con qué intención viene. Usted perdone.
La iglesia de La Toba es pequeña y recoleta, con aire de viejo templo en el que todo invita a rezar, como es su misión. Destaca al fondo, sobre toda ornamentación, un retablo cargadísimo del siglo XVIII, con la imagen de San Juan Bautista en la hornacina principal.
- Es el titular de la parroquia. El patrón del pueblo es San Blas, que también lo tenemos ahí.
Con Pedro Serrano, que así se llama mi nuevo amigo de La Toba, pasaría después gran parte del tiempo que estuve en el pueblo. Pedro es una de esas personas buenas de solemnidad, que de vez en cuando uno tiene la suerte de encontrar perdidas por ahí. Nuestro amigo lleva en La Toba el teléfono público por distracción y un poco también por ayuda, y se preocupa también de tener atendida, dentro de sus posibilidades, la iglesia.
- Sí, hago lo que puedo. Me gusta ayudar a los curas. Lo malo son las piedras que tengo en el riñón. Hay muchos días que, aunque procuro llevarlo con alegría, me duelen una barbaridad. De verdad que no se lo deseo a nadie. Si Dios me lo ha dado para mí, en buen sitio está.
Sobre el muro lateral izquierdo del presbiterio hay una placa en mármol blanco con la efigie de uno de los hijos más preclaros del pueblo: “La villa de La Toba a su hijo predilecto Excmo. Y Rvdmo. Sr. D. Juan Ricote Alonso, Obispo auxiliar de Madrid-Alcalá, en testimonio de cariño y admiración, y como recuerdo de su consagración episcopal verificada en Madrid, XX de Mayo de MICLI”.
- Eso se puso por lo del señor obispo. Era de aquí, y se murió en Teruel de un infarto. Las últimas palabras las dijo en el pueblo unas horas antes de irse. Ahí afuera, en la explanada, debajo de la torre. Me parece como si lo estuviera viendo ahora mismo: “Si estas obras las habéis hecho para beneficio del pueblo, no dudéis que la Iglesia se alegrará con vosotros y está a vuestro lado”. Tenían que haberlo hecho arzobispo de Madrid-Alcalá, pero no sé lo que pasó; la cosa es que lo mandaron de obispo a Teruel y allí murió.
- ¿Solía aparecer por La Toba con frecuencia?
- Claro que venía. Le gustaba subirse a meditar en el cerro del Alto de la Cuesta las Viñas. Aquello es muy bonito.
Aparte de la cosecha de cebada, de la que nada más llegar me habló el señor Gregorio al pie de la picota, el pueblo cuenta cada otoño con su discreta recolección de uva en los viñedos de la Veguilla, de Vallejo el Abad y de Valcaliente. En La Toba no falta desde antiguo el rico zumo de las cepas, que los hombres acostumbran a extraer sabiamente con los mismos procedimientos al uso que emplearon sus abuelos.
- Se va usted a venir conmigo a casa, que quiero darle a probar el vino de La Toba. Es un momento nada más.
Pedro vive en una casa muy limpia, que hace rincón por detrás de la torre. En el pasillo de la casa hay instalada una cabina de teléfono, de esas que parecen un biombo de cristal pegado a la pared. Nos acomodamos en un cuarto de estar pequeñito, ocupado casi todo él por una mesa cuadrada y dos televisores; uno creo que no funciona.
- En este cuarto recibimos al señor cura, al médico cuando viene, al secretario y a todos. Pues mire, aquí tiene el vino que hacemos en La Toba. Esta botella puede tener ocho años. Pruebe un poquito.
Los años para mejorar, y el óptimo mosto de las vides de mi amigo han convertido el caldo de la botella en un vino rancio de la mejor solera, francamente fuera de lo común.
- Está riquísimo, sí señor. Cuesta trabajo creer que es vino castellano, más bien parece de los exquisitos de Málaga.
- Y ahora una rosquilla. Estas sí que tienen salero, ya verá. Las ha hecho mi hermano, esa que está ahí sentada fuera, en el poyo.
- Qué quiere que le diga. Acordes con el vino. Es una pena pensar que estas cosas pueden desaparecer algún día de los pueblos.
Unos chillos juegan bajo los arcos en la Plaza del Ayuntamiento. Hombres y mujeres de edad toman el sol sentado en los poyos y en otras sillas bajas de espadaña, ellas con las canastillas de costura a su lado. Sin salir del propio casco urbano se ven huertas de col, de judías secas, plantaciones de calabazas que la higuera y el laurel dan sombra desde la tapia.
Fuera del pueblo, más allá de donde la gente vive, se alcanzan a ver los campos variopintos de la Sierra, de la Campiña y de la Alcarria, sobre los que asoma sus formas medievales bañadas por el último sol de la tarde, el castillo jadraqueño del conde de Cid.
(N.A. Noviembre, 1982)
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