Un grato recuerdo, sí; pero tan sólo una vaga imagen guardaba de mi visita anterior a este pueblecito al que volví hace solo unas semanas. El mes de abril, que anima a salir de casa y tirarse al monte buscando el sosiego del campo apenas brilla el sol, me puso en camino. Así ocurrió, y aquí me encuentro contando a mis lectores el resultado de aquella experiencia.
En circunstancias normales se llega a Tortuero en poco más de media hora desde la capital. Si el viajero siente curiosidad al atravesar los pueblos o se detiene a contemplar el paisaje, que por aquellos caminos siempre resulta tentador, el tiempo se puede duplicar a poco que se descuide, sin que por ello resulte tiempo perdido, sino más bien todo lo contrario.
Cuando se ha dejado atrás el revoltillo de curvas que separa a los llanos de Casa de Uceda del valle del Jarama propiamente dicho, el campo se muestra distinto completamente; es un cambio brusco el que se experimenta en la disposición del terreno en tan corto espacio; la Campiña concluye de manera radical y aparece la Sierra con todas sus particularidades orográficas y de todo tipo, para gozo y deleite de quien por allí va.
El camino hacia Tortuero sale a poco de atravesar el puente sobre el Jarama. En una y otra ribera hay pescadores de caña mojando el sedal en la corriente. La carretera sube hasta Valdepeñas, pero el camino a Tortuero sigue paralelo al río en dirección contraria al correr de las aguas. Cuando se han subido las cuestas del canal, desaparecen los chopos de la ribera, los olivos de los bancales, y hasta los robles y los carrasquillos de la ladera para dar paso al paisaje ceniciento y gris del jaral y de la piedra de pizarra. Enseguida otro valle más en el juego de contrastes, el valle del arroyo Concha, en cuyo fondo aparece recogido al sol al volver de una curva el pueblo de Tortuero; uno más de los perdidos paraísos que salpican esta tierra nuestra y de los que allá de muy tarde en tarde la gente tiene noticia.
Lo descubrí en mi primer viaje, hace ahora una docena de años, y he querido comprobarlo a mano derecha apenas dar vista desde el mirador de la carretera. Me ha sido fiel la memoria. Al fondo del barranco, mínimo, cercado por cuatro tapiales, adornado de lirios silvestres, se ve bajo los chopos el solitario camposanto, punteado de crucecitas blancas de piedra escondidas entre la maleza. La muerte, fuera de todo lujo y vanagloria, es en estos cementerios pueblerinos sinónimo de descanso, de paz eterna, sin epitafios ni frases gélidas como la misma piedra. Tengo para mí como el más romántico y el más piadoso de los que conozco, aquel cementerio chiquito de Tortuero perdido en el barranco.
Acabo de entrar en las calles del pueblo. Esta que conduce hasta la torre de la iglesia es la calle Mayor. Hay un anciano sentado sobre un banco a la sombra del nuevo edificio del ayuntamiento. El ayuntamiento de Tortuero es nuevo; de la puerta penden algunos papeles que ponen al corriente a los vecinos del horario de consulta médica. El pináculo de la casa consistorial es un bonito carillón con su correspondiente campanil para dar la hora, pero que no la da porque no hay reloj; hay, eso sí, el espacio redondo en donde colocarlo, pero con el muro tapiado de momento. Adolfo, el alcalde, me contará enseguida la razón.
-Sólo hay una razón -me explica-. Que no tenemos dinero para comprar uno, y andamos pensando a quién se lo podemos pedir, y que nos lo quiera dar.
Adolfo Gamo ha cumplido ya veintitrés años como alcalde de Tortuero. Es un hombre activo, atento, trabajador, y por razones de oficio también viajero.
-Qué remedio. Soy cartero de casi todos estos pueblos de la zona, y mi misión es la de andar de acá para allá con la correspondencia, pues casi a diario.
El pueblo apenas supera hoy el medio centenar de habitantes de derecho. De hecho son muchos más, sobre todo los fines de semana y los dos o tres meses de verano en los que se ven llenas todas las casas; las casas nuevas en su mayoría, después de las muchas obras y restauraciones llevadas a cabo por los vecinos durante los últimos años.
A eso del medio día entra al pueblo sonando el claxon la furgoneta del panadero de Tamajón, que monta su establecimiento sobre ruedas en la plaza de la Fuente. La plaza Mayor queda más arriba, junto al campanario. La fuente de la plaza arroja su chorrillo fresco sobre un pilón que tiene al respaldo el típico abrevadero de las fuentes públicas de los años veinte.
En Casa Alfonso, calle perpendicular a la Mayor que acaba en la plaza de la Fuente, preparan el cordero asado con sabiduría y arte, según me han dicho. Vi meter los trozos en el horno, provistos de su correspondiente brebaje en las cazuelas de barro. Donde Alfonso se sirve el cordero o el cabrito asado -pues ambos platos son especialidad de la casa- siempre por encargo. No lo llegué a probar, pero me han dicho que es obra de pura artesanía. Lo que sí apetece a la hora del aperitivo son los vasos de cerveza fresca con colitas de sardinas en escabeche y aceitunas negras.
-Bueno; en algo hay que pasar el rato en estos pueblos -dice uno- ¿No le parece a usted?
El puente del Peñón sobre el arroyo Concha es en Tortuero la enseña local, algo así como el Palacio del Infantado en Guadalajara o las Casas Colgadas en Cuenca. Por las tardes es aquel un rincón sombrío, tajado entre laderas abruptas de piedra oscura, que en el pueblo han aprovechado para instalar su piscina de verano. El puente es de viejo trazado románico, está reforzado en su interior con un muro a modo de columna, que a buen seguro alargará su duración en algunos siglos.
Isidoro, Alfredo, y el propio Adolfo, el alcalde, me acompañaron gentilmente a recordar imágenes ya vividas por las afueras del pueblo. En las tierras de los Cañamares, los hábiles hortelanos preparan los surcos mullidos del regadío. La tierra de las huertecillas de Tortuero en el arroyo Concha, me recuerdan aquellos tablares comedidos y fecundos que, como maestros en el oficio, disponen cada otoño y cada primavera los huertanos de Pastrana en su vega del río Arlés.
No vimos las truchas en el arroyo; sí, en cambio, algunos pececillos que corrían endiablados por debajo del puente. Repoblaron de truchas el agua de la presa los del ICONA hace años, y alguna se suele ver de tarde en tarde, dijeron mis acompañantes. Las horas corren lentas en Tortuero. Cuando salgo de allí, dejo al pueblo tostándose bajo el sol de las dos en el fondo de la vega, entre los cerros del Campillo y de la Cresta, sus guardianes.
(N.A. Mayo, 1997)
En circunstancias normales se llega a Tortuero en poco más de media hora desde la capital. Si el viajero siente curiosidad al atravesar los pueblos o se detiene a contemplar el paisaje, que por aquellos caminos siempre resulta tentador, el tiempo se puede duplicar a poco que se descuide, sin que por ello resulte tiempo perdido, sino más bien todo lo contrario.
Cuando se ha dejado atrás el revoltillo de curvas que separa a los llanos de Casa de Uceda del valle del Jarama propiamente dicho, el campo se muestra distinto completamente; es un cambio brusco el que se experimenta en la disposición del terreno en tan corto espacio; la Campiña concluye de manera radical y aparece la Sierra con todas sus particularidades orográficas y de todo tipo, para gozo y deleite de quien por allí va.
El camino hacia Tortuero sale a poco de atravesar el puente sobre el Jarama. En una y otra ribera hay pescadores de caña mojando el sedal en la corriente. La carretera sube hasta Valdepeñas, pero el camino a Tortuero sigue paralelo al río en dirección contraria al correr de las aguas. Cuando se han subido las cuestas del canal, desaparecen los chopos de la ribera, los olivos de los bancales, y hasta los robles y los carrasquillos de la ladera para dar paso al paisaje ceniciento y gris del jaral y de la piedra de pizarra. Enseguida otro valle más en el juego de contrastes, el valle del arroyo Concha, en cuyo fondo aparece recogido al sol al volver de una curva el pueblo de Tortuero; uno más de los perdidos paraísos que salpican esta tierra nuestra y de los que allá de muy tarde en tarde la gente tiene noticia.
Lo descubrí en mi primer viaje, hace ahora una docena de años, y he querido comprobarlo a mano derecha apenas dar vista desde el mirador de la carretera. Me ha sido fiel la memoria. Al fondo del barranco, mínimo, cercado por cuatro tapiales, adornado de lirios silvestres, se ve bajo los chopos el solitario camposanto, punteado de crucecitas blancas de piedra escondidas entre la maleza. La muerte, fuera de todo lujo y vanagloria, es en estos cementerios pueblerinos sinónimo de descanso, de paz eterna, sin epitafios ni frases gélidas como la misma piedra. Tengo para mí como el más romántico y el más piadoso de los que conozco, aquel cementerio chiquito de Tortuero perdido en el barranco.
Acabo de entrar en las calles del pueblo. Esta que conduce hasta la torre de la iglesia es la calle Mayor. Hay un anciano sentado sobre un banco a la sombra del nuevo edificio del ayuntamiento. El ayuntamiento de Tortuero es nuevo; de la puerta penden algunos papeles que ponen al corriente a los vecinos del horario de consulta médica. El pináculo de la casa consistorial es un bonito carillón con su correspondiente campanil para dar la hora, pero que no la da porque no hay reloj; hay, eso sí, el espacio redondo en donde colocarlo, pero con el muro tapiado de momento. Adolfo, el alcalde, me contará enseguida la razón.
-Sólo hay una razón -me explica-. Que no tenemos dinero para comprar uno, y andamos pensando a quién se lo podemos pedir, y que nos lo quiera dar.
Adolfo Gamo ha cumplido ya veintitrés años como alcalde de Tortuero. Es un hombre activo, atento, trabajador, y por razones de oficio también viajero.
-Qué remedio. Soy cartero de casi todos estos pueblos de la zona, y mi misión es la de andar de acá para allá con la correspondencia, pues casi a diario.
El pueblo apenas supera hoy el medio centenar de habitantes de derecho. De hecho son muchos más, sobre todo los fines de semana y los dos o tres meses de verano en los que se ven llenas todas las casas; las casas nuevas en su mayoría, después de las muchas obras y restauraciones llevadas a cabo por los vecinos durante los últimos años.
A eso del medio día entra al pueblo sonando el claxon la furgoneta del panadero de Tamajón, que monta su establecimiento sobre ruedas en la plaza de la Fuente. La plaza Mayor queda más arriba, junto al campanario. La fuente de la plaza arroja su chorrillo fresco sobre un pilón que tiene al respaldo el típico abrevadero de las fuentes públicas de los años veinte.
En Casa Alfonso, calle perpendicular a la Mayor que acaba en la plaza de la Fuente, preparan el cordero asado con sabiduría y arte, según me han dicho. Vi meter los trozos en el horno, provistos de su correspondiente brebaje en las cazuelas de barro. Donde Alfonso se sirve el cordero o el cabrito asado -pues ambos platos son especialidad de la casa- siempre por encargo. No lo llegué a probar, pero me han dicho que es obra de pura artesanía. Lo que sí apetece a la hora del aperitivo son los vasos de cerveza fresca con colitas de sardinas en escabeche y aceitunas negras.
-Bueno; en algo hay que pasar el rato en estos pueblos -dice uno- ¿No le parece a usted?
El puente del Peñón sobre el arroyo Concha es en Tortuero la enseña local, algo así como el Palacio del Infantado en Guadalajara o las Casas Colgadas en Cuenca. Por las tardes es aquel un rincón sombrío, tajado entre laderas abruptas de piedra oscura, que en el pueblo han aprovechado para instalar su piscina de verano. El puente es de viejo trazado románico, está reforzado en su interior con un muro a modo de columna, que a buen seguro alargará su duración en algunos siglos.
Isidoro, Alfredo, y el propio Adolfo, el alcalde, me acompañaron gentilmente a recordar imágenes ya vividas por las afueras del pueblo. En las tierras de los Cañamares, los hábiles hortelanos preparan los surcos mullidos del regadío. La tierra de las huertecillas de Tortuero en el arroyo Concha, me recuerdan aquellos tablares comedidos y fecundos que, como maestros en el oficio, disponen cada otoño y cada primavera los huertanos de Pastrana en su vega del río Arlés.
No vimos las truchas en el arroyo; sí, en cambio, algunos pececillos que corrían endiablados por debajo del puente. Repoblaron de truchas el agua de la presa los del ICONA hace años, y alguna se suele ver de tarde en tarde, dijeron mis acompañantes. Las horas corren lentas en Tortuero. Cuando salgo de allí, dejo al pueblo tostándose bajo el sol de las dos en el fondo de la vega, entre los cerros del Campillo y de la Cresta, sus guardianes.
(N.A. Mayo, 1997)
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