Es Taracena el núcleo de población de la provincia que por su situación se encuentra más próximo a la capital, siendo en la actualidad parte integrante de la misma administrativamente. El pueblo queda en las mismas afueras de Guadalajara, abriendo el rellano que ocupa las puertas del Valle de Torija, y umbral geográfico de paso a las tierras del Henares.
Es ésta una hora invernal de sobremesa. Después de una larga temporada de lluvias, al sol le ha dado por lucir radiante en este fin de semana. Los cerros del Águila y de la Peña Güeva sacan a estas horas todo el oro de su estampa decembrina al recibir de frente la luz oblicua que les manda el sol. Por el atajo aparece enseguida la montaña artificial que forman los residuos de la fábrica del caolín. Mucho más lejos, en dirección opuesta, blanca también, la cresta del Ocejón coronando las sierras. Ahora el pueblo de Taracena, blanco de cal y ocre de tierras de labranza. La altiva espadaña de la iglesia confunde su color con la cara oeste del cerro del Águila que tiene como fondo. A la entrada del pueblo las máquinas escupen sin parar lo que va quedando como inservible de los materiales que elabora la fábrica, un producto pastoso, a manera de barrizal blanquecino.
-Ah, pues hace unos días hubo un escape y se puso todo el pueblo perdido.
-¿Les suele ocasionar la fábrica muchas molestias?
-Pues hombre, qué quiere que le diga, cuando funciona bien no. A mí por lo menos no me causa ninguna molestia.
Más entrados en el pueblo hay un mural en la pared donde todos han pintado de todo. Las letras, los signos que en su mayoría no reconozco, las figuras para todos los gustos, atiforran por completo el muro de rasilla. Una chica joven pasa a mi lado con una bolsa de la compra y el monedero en la mano. Ni siquiera me mira.
Más adelante se ven los árboles de la calle acabados de desmochar por los empleados del Ayuntamiento. Uno, conocidas las circunstancias, no sabe si lo debe o no lo debe decir, pero siguen dándole cierta pena estos pueblos que por arbitrario mandamiento se vieron privados de su derecho a la autodeterminación, de manearse por ellos mismos con plena libertad, de ser pueblos.
Acabo de llegar a la plaza de la iglesia. Es una plaza grande, casi cuadrada, con una farola de tres brazos en el centro pintada de gris, imitando a la purpurina de plata. Al fondo queda la fachada principal de la iglesia: un enorme edificio de ladrillo visto, construido quizá a principio del siglo XVII, con los materiales y según el gusto más al uso. Desde el ábside a manera de medio tambor, allá por las escuelas, se puede ver a plena luz el valle del Henares y los altos nevados de Somosierra en último término. Son las tierras de Guadalajara de las que escribieron Ferlosio, Galdós y el Arcipreste de Hita. En primer plano los campos cárdenos de la sementera, empapados de agua y a trechos moteados de olivar.
-Ahora, ya lo ve, bien tranquilo está todo. Los cerros aquellos de la nieve son los de Riaza, ya en la provincia de Segovia.
Las escuelas están cerradas por vacaciones. En las dos escuelas de Taracena cursan sus estudios de EGB una treintena o más de chiquillos.
-Antes tenían que ir a Guadalajara a examinarse para la cosa del Graduado Escolar, pero ahora ya lo hacen aquí. Una ventaja para las criaturas ¿No le parece a usted?
-Ya lo creo. Una ventaja y una comodidad también.
Por encima de una de las dos puertas de la escuela se puede ver, escrito con tiza: “Visita el Belén”. El acontecimiento alusivo a la Navidad se anuncia con una cartulina negra en la que está representado el misterio hecho con papel de plata.
Desde la fachada norte, la iglesia resulta tan impresionante o más que desde la plaza. Me gusta admirar las filigranas que lo atrevidos albañiles de hace más de tres siglos fueron capaces de modelar con el ladrillo en el tambor del ábside, ejemplo que se repite en tantas iglesias más y palacetes de la Campiña.
-Pero por dentro está muy mal. Según dicen, tiene varias vigas de la cubierta partidas y algún día nos puede dar un susto. Si quiere verlo por dentro ahí vive la Lola que es la que tiene la llave.
Encima de la puerta de entrada en la casa de la señora Lola hay un escudo inquisicional muy bien conservado. Presenta como motivo una cruz de Calatrava, una palma y un espadín. La señora Lola es una mujer amable, que enseguida se presta a complacer mi curiosidad de conocer la iglesia por dentro.
-No faltaría más. Es que yo a usted lo conozco. Hace poco sacó en Nueva Alcarria el pueblo de mis abuelos, Val de San García. Qué pena tantos pueblos casi vacíos como hay por ahí.
-Así es. Cuéntemelo usted a mí. Entre unos y otros estamos haciendo de la provincia un desierto. Ustedes han tenido más suerte.
-Pues sí, aquí tenemos fábricas, juventud, niños y de todo. Somos pocos, pero el pueblo se mantiene muy bien.
La iglesia de Taracena tiene por dentro la justa amplitud que corresponde a su número de habitantes. Una nave bien pintada, el presbiterio con hermosa cúpula, y el ábside recubierto de papel aterciopelado ocupando el sitio en donde estuvo el soberbio retablo barroco que desapareció cuando la guerra. Doña Lola me lleva a ver una fotografía del mismo que guardan en la sacristía.
-Yo creo que era muy parecido al de San Nicolás de Guadalajara.
-Me llama la atención una fotografía en blanco y negro, a manera de dibujo hecho a lápiz, que tienen allí y que representa a uno de los apóstoles pintados por el Greco. El hecho de que un apostolado completo del pintor candiota hubiera estado durante siglos colgado en las paredes de la iglesia de Almadrones, me lleva a infinidad de suposiciones. Doña Lola tampoco sabe explicarme nada más.
Pues yo no sé cómo vino esto aquí. Antes lo tenían en el campanario, luego lo bajaban, después lo volvían a subir, y ahora parece que lo han puesto aquí que es donde mejor está.
Las imágenes propias de la devoción popular ocupan sus correspondientes repisas en los muros laterales de la iglesia: Nuestra Señora del Carmen, San Isidro Labrador… Una pila bautismal de piedra en traza románica abre su vacío cazolón por debajo del coro. Por detrás vemos, perdidos en la penumbra, dos cuadros con las imágenes de la Dolorosa y de Jesús de Medinaceli.
- Son pinturas, verdad. Casi no se distinguen.
- No lo sé. Yo creo que sí.
A mi acompañante, la señora Lola, le duele remover el tema cuando le saco la conversación. Sabe muy bien que el mal estado de la cubierta es asunto preocupante, y que si no surge el milagro todo puede acabar en ruina paulatina. Sería una pena.
- Pues mire, se necesitan para arreglarlo cinco millones de pesetas. Parece que en ninguna parte nos los quieren dar. En el pueblo vamos haciendo rifas, pero como somos tan pocos no sacamos nada. Ya veremos lo que pasa. Don Inocente, el cura, está muy preocupado y con razón.
El pueblo de Taracena, anejo en la actualidad como quedó dicho al ayuntamiento de la capital, es según crónicas y algún que otro hallazgo de origen muy antiguo. Dada su situación y las características favorables de su emplazamiento, debió contar con habitantes en el siglo II. Luego, mucho más tarde, en 1632 recibió el título su primer marqués, el prohombre de la época don Carlos de Ibarras, personaje al que tantas veces nos hemos tenido que referir al pasar por estos pueblos.
Las fiestas patronales en honor de la Virgen del Valle, cuya ermita e imagen se encuentran como a un kilómetro de distancia algo más abajo, se celebran el segundo domingo del mes de septiembre. El acto solemne, festivo y muy recordado de su inauguración y bendición, tuvo lugar en la tarde del 9 de mayo de 1981.
- Me gustaría saludar al alcalde pedáneo –digo a doña Lola.
- No está aquí. Tiene un taller de cerrajería ahí detrás, pero él vive en Guadalajara. Los sábados por la tarde suele tener cerrado.
Me encuentro ahora en un cruce de calles que confluyen en una pequeña glorieta con farola central y contenedor de basura. Las calles no tienen por lo general en las esquinas la carteleta que anuncie su nombre. Todas están limpias y correctamente pavimentadas.
- Buenas tardes, señoras. ¿Cómo se llama esta plaza?
- Pues no tiene nombre. A todo esto le decimos la Calle Real.
Muy cerca hay una fuente con pilón, cuyo chorrear rumoroso me llama la atención. La fuente tiene alrededor un pequeño jardín. “Peña el Torero” indican algunas flechas pintadas en la pared.
La gente mayor disfruta sentada al sol en la plaza de arriba. La plaza de arriba está situada junto a la Plaza de la Lechuga. Es una plaza muy bonita y romántica. Tiene alrededor unos bancos donde poderse sentar, chopos, cipreses, y una fuente de tripe cazoleta que remata en un amorcillo envuelto en una cadena de flores. El bar que hay un poco más abajo se llama Noemi´s Bar.
- Me pones un café solo.
El televisor de Noemi´s Bar suena a todo volumen. Cuando lo bajan puedo hablar con salvador, el muchacho que sirve.
- Yo creí que en Taracena había más gente.
- No, aquí somos unas trescientas personas escasamente. Hoy se ven menos porque los hombres se han ido de ojeo con la cosa de la caza.
Cuando salgo del bar encuentro en la plaza de arriba un anciano dormitando sobre el pomo de su bastón sentado en un banco. Otras dos mujeres vestidas de domingo esperan en la parada del autobús municipal, y que, por lo visto, le hace esperar más de la cuenta.
- Sí, lo que pasa -me explican- es que los sábados por la tarde hay menos servicio. De todas formas, por la hora que es ya no debe tardar mucho.
En este punto y sin más dejo Taracena. El pueblo recibe los soles y los vientos de cada día como corresponde a su condición rural, en comarca tradicionalmente campesina. Las gentes de Taracena, por lo poco que he podido ver, se sienten orgullos de estar tan próximas a la capita, de su fábrica de caolín y de sus fiestas patronales del mes de septiembre en honor de la Virgen del Valle. Uno se siente complacido de haber incluido a Taracena en esa larga lista de pueblos de Guadalajara de los que, siempre al amparo de la letra impresa, desea dejar constancia.
Es ésta una hora invernal de sobremesa. Después de una larga temporada de lluvias, al sol le ha dado por lucir radiante en este fin de semana. Los cerros del Águila y de la Peña Güeva sacan a estas horas todo el oro de su estampa decembrina al recibir de frente la luz oblicua que les manda el sol. Por el atajo aparece enseguida la montaña artificial que forman los residuos de la fábrica del caolín. Mucho más lejos, en dirección opuesta, blanca también, la cresta del Ocejón coronando las sierras. Ahora el pueblo de Taracena, blanco de cal y ocre de tierras de labranza. La altiva espadaña de la iglesia confunde su color con la cara oeste del cerro del Águila que tiene como fondo. A la entrada del pueblo las máquinas escupen sin parar lo que va quedando como inservible de los materiales que elabora la fábrica, un producto pastoso, a manera de barrizal blanquecino.
-Ah, pues hace unos días hubo un escape y se puso todo el pueblo perdido.
-¿Les suele ocasionar la fábrica muchas molestias?
-Pues hombre, qué quiere que le diga, cuando funciona bien no. A mí por lo menos no me causa ninguna molestia.
Más entrados en el pueblo hay un mural en la pared donde todos han pintado de todo. Las letras, los signos que en su mayoría no reconozco, las figuras para todos los gustos, atiforran por completo el muro de rasilla. Una chica joven pasa a mi lado con una bolsa de la compra y el monedero en la mano. Ni siquiera me mira.
Más adelante se ven los árboles de la calle acabados de desmochar por los empleados del Ayuntamiento. Uno, conocidas las circunstancias, no sabe si lo debe o no lo debe decir, pero siguen dándole cierta pena estos pueblos que por arbitrario mandamiento se vieron privados de su derecho a la autodeterminación, de manearse por ellos mismos con plena libertad, de ser pueblos.
Acabo de llegar a la plaza de la iglesia. Es una plaza grande, casi cuadrada, con una farola de tres brazos en el centro pintada de gris, imitando a la purpurina de plata. Al fondo queda la fachada principal de la iglesia: un enorme edificio de ladrillo visto, construido quizá a principio del siglo XVII, con los materiales y según el gusto más al uso. Desde el ábside a manera de medio tambor, allá por las escuelas, se puede ver a plena luz el valle del Henares y los altos nevados de Somosierra en último término. Son las tierras de Guadalajara de las que escribieron Ferlosio, Galdós y el Arcipreste de Hita. En primer plano los campos cárdenos de la sementera, empapados de agua y a trechos moteados de olivar.
-Ahora, ya lo ve, bien tranquilo está todo. Los cerros aquellos de la nieve son los de Riaza, ya en la provincia de Segovia.
Las escuelas están cerradas por vacaciones. En las dos escuelas de Taracena cursan sus estudios de EGB una treintena o más de chiquillos.
-Antes tenían que ir a Guadalajara a examinarse para la cosa del Graduado Escolar, pero ahora ya lo hacen aquí. Una ventaja para las criaturas ¿No le parece a usted?
-Ya lo creo. Una ventaja y una comodidad también.
Por encima de una de las dos puertas de la escuela se puede ver, escrito con tiza: “Visita el Belén”. El acontecimiento alusivo a la Navidad se anuncia con una cartulina negra en la que está representado el misterio hecho con papel de plata.
Desde la fachada norte, la iglesia resulta tan impresionante o más que desde la plaza. Me gusta admirar las filigranas que lo atrevidos albañiles de hace más de tres siglos fueron capaces de modelar con el ladrillo en el tambor del ábside, ejemplo que se repite en tantas iglesias más y palacetes de la Campiña.
-Pero por dentro está muy mal. Según dicen, tiene varias vigas de la cubierta partidas y algún día nos puede dar un susto. Si quiere verlo por dentro ahí vive la Lola que es la que tiene la llave.
Encima de la puerta de entrada en la casa de la señora Lola hay un escudo inquisicional muy bien conservado. Presenta como motivo una cruz de Calatrava, una palma y un espadín. La señora Lola es una mujer amable, que enseguida se presta a complacer mi curiosidad de conocer la iglesia por dentro.
-No faltaría más. Es que yo a usted lo conozco. Hace poco sacó en Nueva Alcarria el pueblo de mis abuelos, Val de San García. Qué pena tantos pueblos casi vacíos como hay por ahí.
-Así es. Cuéntemelo usted a mí. Entre unos y otros estamos haciendo de la provincia un desierto. Ustedes han tenido más suerte.
-Pues sí, aquí tenemos fábricas, juventud, niños y de todo. Somos pocos, pero el pueblo se mantiene muy bien.
La iglesia de Taracena tiene por dentro la justa amplitud que corresponde a su número de habitantes. Una nave bien pintada, el presbiterio con hermosa cúpula, y el ábside recubierto de papel aterciopelado ocupando el sitio en donde estuvo el soberbio retablo barroco que desapareció cuando la guerra. Doña Lola me lleva a ver una fotografía del mismo que guardan en la sacristía.
-Yo creo que era muy parecido al de San Nicolás de Guadalajara.
-Me llama la atención una fotografía en blanco y negro, a manera de dibujo hecho a lápiz, que tienen allí y que representa a uno de los apóstoles pintados por el Greco. El hecho de que un apostolado completo del pintor candiota hubiera estado durante siglos colgado en las paredes de la iglesia de Almadrones, me lleva a infinidad de suposiciones. Doña Lola tampoco sabe explicarme nada más.
Pues yo no sé cómo vino esto aquí. Antes lo tenían en el campanario, luego lo bajaban, después lo volvían a subir, y ahora parece que lo han puesto aquí que es donde mejor está.
Las imágenes propias de la devoción popular ocupan sus correspondientes repisas en los muros laterales de la iglesia: Nuestra Señora del Carmen, San Isidro Labrador… Una pila bautismal de piedra en traza románica abre su vacío cazolón por debajo del coro. Por detrás vemos, perdidos en la penumbra, dos cuadros con las imágenes de la Dolorosa y de Jesús de Medinaceli.
- Son pinturas, verdad. Casi no se distinguen.
- No lo sé. Yo creo que sí.
A mi acompañante, la señora Lola, le duele remover el tema cuando le saco la conversación. Sabe muy bien que el mal estado de la cubierta es asunto preocupante, y que si no surge el milagro todo puede acabar en ruina paulatina. Sería una pena.
- Pues mire, se necesitan para arreglarlo cinco millones de pesetas. Parece que en ninguna parte nos los quieren dar. En el pueblo vamos haciendo rifas, pero como somos tan pocos no sacamos nada. Ya veremos lo que pasa. Don Inocente, el cura, está muy preocupado y con razón.
El pueblo de Taracena, anejo en la actualidad como quedó dicho al ayuntamiento de la capital, es según crónicas y algún que otro hallazgo de origen muy antiguo. Dada su situación y las características favorables de su emplazamiento, debió contar con habitantes en el siglo II. Luego, mucho más tarde, en 1632 recibió el título su primer marqués, el prohombre de la época don Carlos de Ibarras, personaje al que tantas veces nos hemos tenido que referir al pasar por estos pueblos.
Las fiestas patronales en honor de la Virgen del Valle, cuya ermita e imagen se encuentran como a un kilómetro de distancia algo más abajo, se celebran el segundo domingo del mes de septiembre. El acto solemne, festivo y muy recordado de su inauguración y bendición, tuvo lugar en la tarde del 9 de mayo de 1981.
- Me gustaría saludar al alcalde pedáneo –digo a doña Lola.
- No está aquí. Tiene un taller de cerrajería ahí detrás, pero él vive en Guadalajara. Los sábados por la tarde suele tener cerrado.
Me encuentro ahora en un cruce de calles que confluyen en una pequeña glorieta con farola central y contenedor de basura. Las calles no tienen por lo general en las esquinas la carteleta que anuncie su nombre. Todas están limpias y correctamente pavimentadas.
- Buenas tardes, señoras. ¿Cómo se llama esta plaza?
- Pues no tiene nombre. A todo esto le decimos la Calle Real.
Muy cerca hay una fuente con pilón, cuyo chorrear rumoroso me llama la atención. La fuente tiene alrededor un pequeño jardín. “Peña el Torero” indican algunas flechas pintadas en la pared.
La gente mayor disfruta sentada al sol en la plaza de arriba. La plaza de arriba está situada junto a la Plaza de la Lechuga. Es una plaza muy bonita y romántica. Tiene alrededor unos bancos donde poderse sentar, chopos, cipreses, y una fuente de tripe cazoleta que remata en un amorcillo envuelto en una cadena de flores. El bar que hay un poco más abajo se llama Noemi´s Bar.
- Me pones un café solo.
El televisor de Noemi´s Bar suena a todo volumen. Cuando lo bajan puedo hablar con salvador, el muchacho que sirve.
- Yo creí que en Taracena había más gente.
- No, aquí somos unas trescientas personas escasamente. Hoy se ven menos porque los hombres se han ido de ojeo con la cosa de la caza.
Cuando salgo del bar encuentro en la plaza de arriba un anciano dormitando sobre el pomo de su bastón sentado en un banco. Otras dos mujeres vestidas de domingo esperan en la parada del autobús municipal, y que, por lo visto, le hace esperar más de la cuenta.
- Sí, lo que pasa -me explican- es que los sábados por la tarde hay menos servicio. De todas formas, por la hora que es ya no debe tardar mucho.
En este punto y sin más dejo Taracena. El pueblo recibe los soles y los vientos de cada día como corresponde a su condición rural, en comarca tradicionalmente campesina. Las gentes de Taracena, por lo poco que he podido ver, se sienten orgullos de estar tan próximas a la capita, de su fábrica de caolín y de sus fiestas patronales del mes de septiembre en honor de la Virgen del Valle. Uno se siente complacido de haber incluido a Taracena en esa larga lista de pueblos de Guadalajara de los que, siempre al amparo de la letra impresa, desea dejar constancia.
(N.A. Enero, 1988)
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