El pueblo de Terzaga, uno de los más reconocidos del Bajo Señorío molinés, espera al visitante que hacia el se aproxima tendido en la explanada donde sus primeros pobladores decidieron situarlo; hoy ligeramente al margen del juego de caminos que bajan hacia los pueblos de más allá, tras la nueva remodelación y acondicionamiento en las carreteras de la comarca.
Desde Molina han sido campos de labor los que nos han venido siguiendo durante el viaje, veguillas fecundas rodeadas de cerros viejos salpicados de sabinas, de chaparros, de rebollo, de aliagas y de maleza. Algo más adelante habrían de aparecer los pinos y el boj, o buje para las gentes de la comarca, anunciando casi desde su mismas puertas, la sexma de la Sierra.
Ha cambiado Terzaga en su favor durante los últimos años, como poco al ritmo que los demás pueblos del contorno, o tal vez más; pues, bien lo saben sus vecinos, que sobre otros muchos y lejos de todo propósito en desmerecer a ninguno de ellos, el suyo es, y creo que lo fue siempre, un pueblo distinguido, tal vez por su situación en plena ruta hacia la sierra o por la condición de algunas familias importante como allí vivieron. Es de lamentar, en cambio, que también al mismo ritmo que lo hicieron otros de los lugares vecinos y en general todos los pueblos del Señorío, se ha ido vaciando en su población hasta niveles preocupantes. Nunca fue Terzaga un pueblo grande, esa es la verdad; pero está escrito que en 1850 contaba con 190 almas, que un siglo después había crecido hasta un ciento por encima, y en este momento, de manera fija y permanente como a ellos gusta decir, no llegan siquiera al medio centenar.
Fue Terzaga, eso sí, un pueblo apto para la agricultura, a pesar del frío intenso que a veces impera sobre sus campos. En los llanos, protegidos por las hoscas colinas del contorno, se dio con relativa abundancia el trigo, la cebada, el centeno, la avena, las legumbres, las hortalizas y los buenos pastos para el sustento del ganado; suficientes para sacar adelante a las familias que por entonces ocupaban todas sus viviendas, las más historiadas y señoriales con escudos de piedra sobre sus fachadas, y las de más modesta condición, restauradas y cómodas en su mayoría, para ser ocupadas por sus dueños ausentes, en los meses de verano y durante los muchos fines de semana en los que lo permite o aconseja la climatología.
Algunos de los parajes que el pueblo tiene por vecinos se llaman el Guijarral, la Portera y la Veguilla; y los cerros de la Carrasquilla, Villomar y el cerro de la Canal. La ermita de la Cabeza, sitio de devociones y romerías, está situado sobre uno de ellos.
Debido a su emplazamiento junto al río Bullones, y con algunos de sus vallejuelos en cuencas de arroyos salinosos, Terzaga fue y sigue siendo un pueblo de salinas; viejas fuentes de riqueza que en ocasiones como en ésta se ha preferido cesar en su explotación, cuando hace siglos fueron más estimadas que los bosques, que los buenos terrenos de cultivo y que los propios pueblos.
La mañana en Terzaga es luminosa. Por las aceras en sombra se deja sentir el frío seco de los páramos y de las sierras molinesas. En la plaza del pueblo no cesa el rumor de los chorros en la fuente redonda. Un anciano dormitea al sol sentado sobre un banco. La calle de la Rambla es la que sube hacia el cementerio. En la calle de la Rambla está la fachada y la puerta principal de la suntuosa iglesia parroquial; un edificio enorme en capacidad para lo que el pueblo es. Aseguran que sólo se llena en la fiesta patronal de la Asunción y quizás en algún acontecimiento de máxima solemnidad o efemérides. «Serán de oro», dijo uno de los obispos -cuentan que invidente- cuando pasó la mano por los sillares del muro que él había ayudado a costear. Don Victoriano López Gonzalo, obispo de Tortosa, y don Francisco Fabián y Fuero, arzobispo de Puebla de los Angeles en Méjico, y luego de Valencia, fueron los dos hijos del pueblo que durante la segunda mitad del siglo XVIII corrieron con los gastos.
El verano pasó y Terzaga se ha vuelto a quedar sin gente. Lo permanente e inamovible queda en el pueblo en abierta exposición: sus viejas casonas blasonadas, sus puertas en arco, y la oronda torre del campanario, alzado el chapitel, que según nos cuentan necesita se le preste atención, porque el tiempo, como sabido es, no sólo deja la marca de su paso sobre los hombres, sino también sobre las piedras.
Desde Molina han sido campos de labor los que nos han venido siguiendo durante el viaje, veguillas fecundas rodeadas de cerros viejos salpicados de sabinas, de chaparros, de rebollo, de aliagas y de maleza. Algo más adelante habrían de aparecer los pinos y el boj, o buje para las gentes de la comarca, anunciando casi desde su mismas puertas, la sexma de la Sierra.
Ha cambiado Terzaga en su favor durante los últimos años, como poco al ritmo que los demás pueblos del contorno, o tal vez más; pues, bien lo saben sus vecinos, que sobre otros muchos y lejos de todo propósito en desmerecer a ninguno de ellos, el suyo es, y creo que lo fue siempre, un pueblo distinguido, tal vez por su situación en plena ruta hacia la sierra o por la condición de algunas familias importante como allí vivieron. Es de lamentar, en cambio, que también al mismo ritmo que lo hicieron otros de los lugares vecinos y en general todos los pueblos del Señorío, se ha ido vaciando en su población hasta niveles preocupantes. Nunca fue Terzaga un pueblo grande, esa es la verdad; pero está escrito que en 1850 contaba con 190 almas, que un siglo después había crecido hasta un ciento por encima, y en este momento, de manera fija y permanente como a ellos gusta decir, no llegan siquiera al medio centenar.
Fue Terzaga, eso sí, un pueblo apto para la agricultura, a pesar del frío intenso que a veces impera sobre sus campos. En los llanos, protegidos por las hoscas colinas del contorno, se dio con relativa abundancia el trigo, la cebada, el centeno, la avena, las legumbres, las hortalizas y los buenos pastos para el sustento del ganado; suficientes para sacar adelante a las familias que por entonces ocupaban todas sus viviendas, las más historiadas y señoriales con escudos de piedra sobre sus fachadas, y las de más modesta condición, restauradas y cómodas en su mayoría, para ser ocupadas por sus dueños ausentes, en los meses de verano y durante los muchos fines de semana en los que lo permite o aconseja la climatología.
Algunos de los parajes que el pueblo tiene por vecinos se llaman el Guijarral, la Portera y la Veguilla; y los cerros de la Carrasquilla, Villomar y el cerro de la Canal. La ermita de la Cabeza, sitio de devociones y romerías, está situado sobre uno de ellos.
Debido a su emplazamiento junto al río Bullones, y con algunos de sus vallejuelos en cuencas de arroyos salinosos, Terzaga fue y sigue siendo un pueblo de salinas; viejas fuentes de riqueza que en ocasiones como en ésta se ha preferido cesar en su explotación, cuando hace siglos fueron más estimadas que los bosques, que los buenos terrenos de cultivo y que los propios pueblos.
La mañana en Terzaga es luminosa. Por las aceras en sombra se deja sentir el frío seco de los páramos y de las sierras molinesas. En la plaza del pueblo no cesa el rumor de los chorros en la fuente redonda. Un anciano dormitea al sol sentado sobre un banco. La calle de la Rambla es la que sube hacia el cementerio. En la calle de la Rambla está la fachada y la puerta principal de la suntuosa iglesia parroquial; un edificio enorme en capacidad para lo que el pueblo es. Aseguran que sólo se llena en la fiesta patronal de la Asunción y quizás en algún acontecimiento de máxima solemnidad o efemérides. «Serán de oro», dijo uno de los obispos -cuentan que invidente- cuando pasó la mano por los sillares del muro que él había ayudado a costear. Don Victoriano López Gonzalo, obispo de Tortosa, y don Francisco Fabián y Fuero, arzobispo de Puebla de los Angeles en Méjico, y luego de Valencia, fueron los dos hijos del pueblo que durante la segunda mitad del siglo XVIII corrieron con los gastos.
El verano pasó y Terzaga se ha vuelto a quedar sin gente. Lo permanente e inamovible queda en el pueblo en abierta exposición: sus viejas casonas blasonadas, sus puertas en arco, y la oronda torre del campanario, alzado el chapitel, que según nos cuentan necesita se le preste atención, porque el tiempo, como sabido es, no sólo deja la marca de su paso sobre los hombres, sino también sobre las piedras.
(N.A. Julio, 1984)
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