jueves, 12 de noviembre de 2009

TORDELLEGO


Uno no sabe qué demonios andarán oteando las águilas por los al­tos ferruginosos de Sierra Menera, pero es el caso que el cielo de Setiles lo vigilan de buena mañana una docena de rapaces. La primavera­ por su parte no acaba de entrar, le cuesta mucho, por estas tierras bajorrayanas del Señorío Molinés. Un desvío de carretera algo descui­dada parte en dirección suroeste zigzagueando por el páramo entre lastras y aliagares, al instante el pueblo de Tordellego, anclado en mitad de dos vertientes pedregosas. Pueblo de marrón estampa, al que uno consigue llegar después de varias horas de camino, molido y can­sado de tanto viaje.
- No le digo que no. Si viene usted desde Guadalajara se ha desayu­nado, como aquel que dice, doscientos kilómetros de carretera.
El pairón de Tordellego no es un pairón verdaderamente. Es tan distinto y tan real parece, que a cierta distancia, uno se imagina que es una chiquilla que no tiene otra cosa que hacer la que se ha encaramado en­cima del pedestal para pasar el rato. Una chiquilla vestida hasta los pies de azul celeste, quieta como una estatua, soportando el temporal de cara al aire frío del vallejo que limita con las últimas casas. Cuando uno pasa más cerca se da cuenta de que no es así, de que no es una niña, que se trata de una imagen del Sagrado Corazón pintada a brochazo limpio, con más buena voluntad que arte, y pintura de bote que suele ser por otra parte la que en los pueblos sobre todo siempre se tiene más a mano. El ­negro azabache del cabello y de las barbas, el amarillo intenso de la piel, el azul del manto y el blanco de la túnica, hacen de la imagen una pieza la mar de curiosa y original. En las cuatro caras de la peana hay inscripciones con leyendas piadosas, y una p1aca sobre­puesta en el frontal que dice: "A devoción del señor cura párroco D. Hermenegildo Malo y del pueblo de Tordellego, para perpetua memoria. Año 1928".
Dentro ya, se da uno cuenta enseguida de que aquí debió de existir una importante población antes de que los atractivos de la capital deja­sen sin gente tantos lugares del medio rural. La iglesia de Tordelle­go queda en 1a plaza; es una iglesia de tremenda fábrica, despropor­cionada parece a primera vista con lo que el pueblo es. En una esquina de la plaza toma el sol un abuelo que se llama Trinidad. El hombre lleva un jersey de lana, gafas de grueso cristal para estar al quite, y una cum­plida boinita de las de antes.
- Hermosa torre.
- Pues sí.
- Parece un buen pueblo
- Sí, pero sin gente. Jaula sí que hay, pero faltan los pájaros.
- Cien personas siempre quedarán.
- Qué va. Cincuenta y cinco escasas.
Cuando le pregunto por el alcalde me dice el abuelo Trinidad que está en Molina, pero que sus suegros viven según se baja por una ca­lleja que sale por detrás de la iglesia.
- Si hoy lo encuentra usted aquí será por casualidad.
En la solana que haya la otra parte del barranco se ven paride­ras antiguas y pequeños pajares en los que en tiempos también se so­lían guardar el grano de la cosecha. En las calles de Tordellego conjugan el general panorama de la villa las areniscas que da el te­rreno y la piedra viva. Aquí y allá surgen al pasar rejas de buena hechura. La proximidad de Alustante, el pueblo de las bellas rejas, se deja sentir. Dicen que el nombre le viene a Tordellego por una planta que se da en su término, el llezgo, Torre del Llezgo debería ser. La gente no lo sabe, ni tampoco parece importarle gran cosa. El reloj de la torre, fuera de lo que es costumbre en las torres de los pueblos, funciona bien.
- Ese va exacto. Mejor que el sol si me apuesta. Cuando en la radio dan las horas, ahí lo tiene usted, exacto.
La carretera atraviesa el pueblo y sigue describiendo curvas y cortando páramos. Morirá en Piqueras, a doce kilómetros más allá, después de pasar por Adobes que es el pueblo más inmediato. Una jovencita de pelo largo como una hurí tiende a secar la colada de sábanas rosas y azules en la galería de una casa en alto, mientras que el vendedor de fruta de Monreal del Campo recoge bártulos y pone en marcha el estable cimiento que instaló a esta parte del lavadero.
­- Oiga usted, señora ¿qué planta es esa que crece en la cornisa de la torre?
- Ahora no sé cómo le dicen, pero me parece que es un sabuquero. Lo cortaron y ha vuelto a salir.
Por encima del campanario la iglesia tiene un chapitel piramidal, de cuatro caras lisas y perfectas.
- Pues si la viera usted por dentro está muy bien. Tenemos una Vir­gen de los Desamparados muy guapa, y la capilla dicen que tiene mucho mérito.
- ¿No se les quedan las manos frías de lavar y lavar con el tiempo que hace?
- Sí, un poco. Estamos acostumbradas y casi ni lo notamos.
- Qué limpia sale el agua, ¿verdad? Así da gusto.
- Es que el lavadero lo limpia un vecino cada semana. Si no, no podía ser. ¿A qué ha venido usted, si se puede saber?
- A ver su pueblo ¿Le parece mal?
- No, no señor. Pero no merece la pena. Este pueblo tiene poco chiste.
- ¿Cómo se llaman ustedes?
- Pues mire, yo me llamo Juana y ésta Tomasa.
Los de Tordellego celebran su fiesta mayor dedicada a la Virgen de los Desamparados el segundo domingo del mes de mayo, pero como en ese tiempo hay tan poca gente, la vuelven a celebrar en agosto.
- Así es. Pero la de agosto va más bien para los veraneantes.
Hay barro según se baja hacia la calle del Arroyo. Las viviendas de Tordellego, sobre todo las que se pasan los santos meses sin abrir, hablan de una vida alegre y confiada que se fue sin dejar rastro, a lo peor para no volver nunca. La señora Benita cose bajo el techadillo del corral de su casa. Luego su­pe que la señora Benita es la suegra del alcalde que, efectivamente, estaba en Molina. Me cuenta la buena señora que las últimas aguas han venido muy bien, porque los manantiales estaban dando las últimas.
- No crea que es mentira. En verano tuvimos días en los que nos llegó a faltar el agua. Ahora ha llovido y ha nevado, gracias a Dios, y la cosa está bastante mejor.
- Me ha parecido que tienen buen campo, en los bajos sobre todo.
- No está mal. Aún hay ocho o diez tractores. Lo peor es que se fueron los jóvenes y aquí nos quedamos la gente mayor. Nosotros, por ejemplo, tenemos la chica en Molina y el chico de policía nacional en el Puerto de Sagunto. Estamos acostumbrados a quedarnos solos, y mejor que en ninguna parte. Con el abuelo, que todavía vive. Noventa y tres años ¡quién llegará a verlos!
- Y tan suelto, a lo mejor.
- Sí señor; y sin tantas boticas ni regímenes como andamos nosotros, que estamos hechos unos cacharros. El secreto del abuelo toda su vida fue buenos torreznos de tocino frito para almorzar y buen trago de vino. Ahí lo tiene usted tan joven como está.
La señora Benita tiene en el corralero donde cose algunos tiestos en rebrote, antiguos artilugios de labranza, montones de leña tronzada. . . Más abajo de su casa hay una especie de dique que sigue, partiéndola por su mitad en todo lo largo, la calle del Arroyo. Dicen loas vecinos que se hizo en su momento para contener los ímpetus de las tormentas cuando hay avenida.
Al medio día tocan las campanas de la torre para avisar la hora. Al toque del Ángelus, uno sube aprisa hasta la plaza pensando encon­trar abierta la puerta de la iglesia, y al final tiene suerte. No hay nadie dentro. Se oye trajinar por el campanario, pero la persona que subió a tocar las campanas no baja. En Tordellego tienen una iglesia bonita, una iglesia cómoda y fervorosa. El presbiterio es espacioso y tiene sobre el crucero una cúpula en media naranja pintada de blanco y azul. Llama la atención poderosamente, por su grandiosidad y por sus cuidadas formas barrocas, el retablo mayor del siglo XVIII, aparte de otros laterales más pequeños y de similar estilo, con abundante imaginería colocada hará varias centurias a devoción de los fieles. La capilla de Los Desamparados queda en el ala del Evangelio frente a la puerta de entrada. Una imagen similar en advocación y en forma a la Patrona de Valencia ocupa la hornacina central, donde tengo idea que hubo an­teriormente un cuadro donado en 1703 por un tal Marcos Redondo, pintado al óleo y con la misma imagen. En la capilla de Los Desamparados -fundada en el siglo XV por otro donante apellidado Malo- se ven pinturas murales que no me detuve a reconocer, exvotos y ofrendas colocados por las paredes, y una cúpula chiquita y policromada falta de algún retoque. La capilla de la Virgen se asegura con una buena verja de hierro.
La escasa población de Tordellego no suele verse por las calles cuando llega la hora del máximo ceremonial del día, la hora de comida. Nuestro pueblo debe poseer un historia1 curioso, cargado de aconteceres seguramente insólitos, o cuando menos interesantes, que se tragó la tierra; lo dicen tantos ­rincones donde se traslucen épocas pretéritas más o menos lejanas, y el hecho mismo de su relativo aislamiento de los principales ramales de comunicación. Sus gentes -reminiscencia generacional de aquellas otras razas de hidalgos molineses- son cordiales y sin prejuicios, abiertas, confiadas y obsequiosas, con un profundo sentido de la hos­pitalidad. Notando no poco el peso de la distancia y del tiempo, vaya este puñado de líneas escritas en olor de gratitud y de respeto hacia aquel paraíso de paz en tierras de Molina.

(N.A. Abril, 1986)

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