sábado, 21 de noviembre de 2009

TORRUBIA

- Buenos días, señores ¿Qué tipo de aparato es éste que tienen aquí?
- Una noria de mano para sacar agua.
- ¿Funciona?
- Pruebe y verá.
- Qué curioso. Nunca había visto algo igual.
Torrubia tiene en la Plaza Mayor un aparato la más de original, que saca agua a un piloncillo cuando se le hace girar a la manivela, invitado por los hombres del pueblo.
Hemos llegado a Torrubia con la mañana a mitad. En la calma de la paramera manda desde muy lejos el pardo color de su antigua estampa en torno a la torre cuadrada. Torrubia es, ya en principio, señora de una comarca hidalga, salpicada de casonas con blasón donde el pasado se perpetúa por el milagro de la piedra, pero, que la gen­te abandonó con pequeñas o grandes razones, y ahí está la realidad actual de estas hermosas villas molinesas, lugares incomparables pa­ra vivir la paz del otoño, tan acorde con su despoblación, con su frescor innato, quien sabe si también con su previsible ocaso.
Lamiendo muy de cerca los andenes de la carretera de Tartanedo, ya a la salida, queda la Plaza de la Fuente junto al frontón de pelota. El si­tio le pareció ideal al recién llegado para tirar una foto con la torre parroquial luciéndose a lo lejos.
- Le cayó un rayo y la deshizo. Fue una pena.
- ¿A la fuente?
- No, a la torre. Hará cinco años. A las tres de la tarde el catorce de noviembre.
- ¿Y cómo fue?
- Pues una cosa tonta. Se armó una tormenta que daba miedo, y na­da, que le sacudió un rayo. Menudo destrozo le hizo. Después se ha puesto el pararrayos.
- De todas formas es una torre muy bonita. Adorna mucho.
- Sí, se arregló otra vez y no quedo mal.
- Y la fuente, no me diga, que es de las que llaman la atención. Se ve que Torrubia fue un buen pueblo.
- No se usa ya para nada; como tenemos el agua en las casas...Antes bebían aquí las caballerías, y la barandilla era para que no mo­lestasen a las mujeres cuando llenaban por detrás y no tocasen los caños.
- Qué pena que caiga tan poquita. ¿Es buena el agua?
- Mucho. Había un médico que ya se murió, y en toda su vida no bebió de otro sitio. Mire, yo oí contar a mi padre hace muchos años que había un matrimonio de aquí que se marchó a vivir a Zaragoza, y cuando volvió a los veinte años, el agua de las tinajas de su casa estaba como el primer día.
Acudió después con Teófilo y conmigo al abrigo de la fuente otro señor muy atento que se llama Fernando Herranz. El me contó que en primavera y verano cayó más, pero que, con tanta sequía y el manan­tial pobre, los chorros se van agotando.
- Qué lástima, ¿verdad?, que pueblos tan hermosos como este y Tartanedo, y Milmarcos, se queden sin gente.
- Pues, así es. En invierno aquí no queda casi nadie. Unas cin­cuenta personas como mucho.
- ¿Y el campo?
- El campo, así, así. Los hondos no son malos. El girasol y el cereal en las cañadas va bien. Lo demás no sirve.
Tiene la fuente un abrevadero largo y limpio, conservado como el primer día; un frontal en espadaña de piedra rodena por donde caen los chorros, y una farola como remate. La fuente de Torrubia se cons­truyó en 1909, a expensas de la Diputación Provincial y del Ayunta­miento de la villa.
- Lo peor que tenemos aquí son las calles. Es un pueblo con muchos callejones y difícil de arreglar. Luego, como el Ayuntamiento no tiene un real, pues así estamos.
Uno cree que no le falta razón a Fernando cuando ve la solución al problema de las calles con ese pesimismo. En su interior, Torrubia acoge por igual a los corrales semiderruidos de casas en las que nadie vive, a las viviendas retocadas y elegantes, a los huertecillos abandonados donde se crían, no sé cómo, los frutales y los yerbajos en singular desconcierto.
- Si la iglesia es por dentro como desde aquí parece, tiene que ser muy bonita. ¿Habría inconveniente para poderla ver?
- Ninguno. Ahora mismo pedimos la llave y la vemos.
Al andar por Torrubia se ven a veces patios con un antiguo tinte seño­rial, precedidos de arcadas de piedra, con jardines mustios debido al mal tiempo. En la placetuela de la Iglesia hay un olmo comido por la grafiosis.
Mientras que mi amigo, Fernando Herranz, se marcha a buscar la llave, me quedo sentado sobre una piedra debajo del olmo. Delante del atrio hay un arco de dovelas, con bolones dieciochescos como ornamen­tación y dos torreoncillos de sillar gris, como dos garitones, uno a cada lado del pretil. La torre es de cuatro cuerpos, con un campana­rio bellísimo y chapitel adornado de bolas labradas, balaustrada de piedra y tejadillo piramidal en hexágono recién restaurado. Es, si mal no recuerdo, dejando aparte la sin par de Escamilla y la de Alcocer quizás, una de las torres más bellas de la provincia. La portada tiene tres arcos en degradación, de inspiración románica. Al leve recinto del atrio baja un airecillo frío que roza silbando en las piedras de la torre. Frente a la iglesia hay un anciano con un cubo, y una señora mayor, arreglando como pueden la lomera del tejado.
En su interior, la iglesia de Torrubia es toda una invitación al manierismo, a las contorsiones, al recargo ornamental y al movimien­to. Son diez retablos los que recorren, partiendo del mayor, los mu­ros del templo, destacando sobre los laterales el retablo mayor, de impecable dorado y un templete al gusto de la época para el sagrario. En medio de este juego de formas preside una talla, también diecio­chesca, representando a la Asunción de la Virgen que da título a la parroquia.
En la nave del Evangelio se conserva impecable otro retablo dora­do sobre fondo de policromía oscura. Es el de Nuestra Señora de los Dolores, donado por el caballero don Juan López Azcutia, del consis­torio de S.M., fallecido al parecer en 1736, cuya lápida sepulcral con inscripción y escudo de armas deja clara noticia al pie del al­tar. Por lo demás, uno se encuentra en el templo con una interesan­te pila bautismal de mármol negro, sostenida sobre columna salomóni­ca de la misma piedra y forma de copa; una cúpula gajeada con motivos vegetales cubriendo el presbiterio, y un apostolado incompleto, elemental, con imágenes de yeso policromado según las líneas más ge­nuinas del arte barroco del XVIII, una en cada columna de las diez que recorren a derecha e izquierda la nave central. Sobre cada uno de los apóstoles aparece escrito un artículo del Credo.
- Algunas también sufrieron cuando lo del rayo. A esa le cortó el brazo. Y fue una suerte que no destrozara también la pila, ya lo creo, porque todos los escombros vinieron a caer por aquí.
- ¿Para cuándo tienen la fiesta?
- Para el domingo del Corpus. También se celebra San Antonio. Lle­vamos unos años que los de fuera se toman mucho interés. Regalan co­sas para la iglesia y hacen lo que pueden para que la fiesta salga bien.
Hemos vuelto a la carretera por donde está la fuente. En la puer­ta del pequeño bar que tiene por allí la señora Felicitas están reuni­dos cuatro o seis hombres charlando animadamente. Fernando Herranz me dice que son los pastores del pueblo, hombres campechanos y simpáti­cos donde los haya.
- Buenos días, caballeros. Por lo que se ve, tenemos oveja muerta.
- Ca. Si por eso fuera teníamos que estar juntos a diario. Raro es el día que no casca alguna, o dos, o cuatro. Y nos quedamos igual.
- ¿Tantas tienen?
- Nosotros no, pero el Pascual tiene mil trescientas por lo menos.
-¿Ah si? ¿Y teniendo tantas ovejas va de pastor?
- A ver, toda la vida. Y cien hectáreas de terreno propias, compradas con su trabajo también.
- No me diga.
- Y naves para el ganao, y de todo.
- Pues habrá tenido que trabajar mucho, ¿no?
- ¿Este? Veinticinco horas diarias y me quedo corto. Vino de Vi­llel como asalariao, y ahí está. La cosa es que parece que no tiene traza. ¡Anda Pascual, cuéntale de cuando te llevaron a la televisión!
Habló Pascual Ruiz, el pastor, en apariencia y en hechos tan llano y tan igual a los otros pastores.
- Pues si, que me llevaron a la televisión una vez para que habla­ra del campo y de las ovejas y estas cosas.
- ¿Y qué tal lo hizo?
- ¡Mia que se yo! A la hora de comer nos pasaron con las del va­llet al comedor. ¡Y qué ricas que estaban las condenás! ¡Vaya que si me gustaron! Me daban con las plumas en la cabeza mientras comíamos.
- ¡Caramba!
- También había con ellas melenudos de esos que bailan.
- Y esos le gustarían menos.
- Hombre, claro. Esos me gustaron nada, y la comida tampoco. Vi­no conmigo el Eustaquio. Que se lo cuente él.
Eustaquio es hoy el joven alcalde de Torrubia. Un muchacho simpá­tico y generoso que compartió con nosotros la tertulia y nos invitó a cerveza en el mostrador. Luego llegó el cartero y se unió a los de­más en la broma que el forastero no pudo por menos que elogiar. El cartero le dio la respuesta.
- En estos pueblos la gente es simpática porque somos rayanos, co­mo la panceta. Pocos, pero con buen humor, Si nos van a dar lo mismo.
Y nos llegaron las dos de la tarde. Una hora inoportuna para es­tar a ciento cuarenta kilómetros de su casa sin pensar en más. Al marchar, uno siente la proximidad del invierno y piensa que, por lo me­nos hasta los pórticos de la primavera, es muy posible que no vuelva a perderse por estas tierras inhóspitas de la Paramera donde, como pa­radoja, jamás le faltó el calor humano de la sonrisa, de la casa abierta, de la amistad nacida en simple y moliente conversación. Estamos, es preciso aclarar para que todo se comprenda, en un pueblecito del Alto Señorío.
(N.A. Noviembre, 1984)

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