martes, 24 de noviembre de 2009

TRIJUEQUE


Salva Trijueque la obligada ordinariez de los pueblos de paso con unos miradores de verdadero ensueño y con una plaza hermosa. Cuando se ha dejado atrás la carretera de Barcelona por la ermita de la So­ledad, Trijueque se abre al visitante con todas las galas, y algunas más, de las añosas villas castellanas. Me ha parecido que el munici­pio vive un poco al margen de la general que le lame la espalda, y tengo la impresión de que ha sabido aprovechar lo bueno de tan excelente medio de transito y despreciar lo malo.
He dado en caer en medio de una plaza llena de luz, pese a la seria estampa de la mañana. Una plaza grande, cercada por distinguidas viviendas de otros siglos, de soportales y columnas la mar de anti­guas, y presidida por el majestuoso edificio concejil originario del XVI con los consiguientes retoques posteriores. En el centro mismo hay una elegante farola capitalina, alzada sobre triple pedestal de roca viva que en tiempo no lejano debió servir de base a la picota, signo y señal de su condición de villazgo.
Al pie de un torreón que todavía persiste, legado de alguna vie­ja muralla, me cuelo por una callejuela solitaria y desangelada que, sorprendentemente, se llama Calle Mayor. Pienso que pudo haberlo si­do en época remota mientras voy por estos andurriales buscando las afueras, pues igualmente sospecho que el espectáculo desde allí de­be ser sencillamente grandioso. Paredones en ruina y corrales soli­tarios me acercan al mirador sobre las cuencas del Badiel y del He­nares, abajo, en una extensión total que los ojos no dominan en un solo golpe de vista. Ahora distrae mi atención, más que el paisaje, el aspecto insó1ito del camposanto, con su paredón que da al levan­te desplomado de plano sobre el terraplén. Adentro se ven las lápi­das mortuorias y las cruces de mármol, solas y sin amparo.
- ¿Cómo ha sido?
- Pues no lo sé. Se conoce que ha cedido el terreno con las llu­vias y se ha venido abajo. Se ve que estaba sobre tierra.
-¿Es usted de aquí?
- No. He venido a recoger unas herramientas y no hay nadie en casa.
La antigua iglesia de Trijueque, a la que le cuesta convertirse en ruinas, dada la solidez y la excepcional fortaleza de sus muros cuatro veces centenarios, muestra al que llega la artística concep­ción de su portada renacentista, descarnada y maltrecha por los ma­los tratos que sufrió en tiempos lejanos. El viento frío que sube de las vegas man­tiene fija la veleta de la espadaña señalando al poniente. Me procu­ro guarecer tras un pedazo de pared que se asoma al barranco. El pa­norama desde aquí es francamente grandioso. Lástima que el celaje nublado y áspero no acompañen la contemplación desde aquella recogida atalaya, ante uno de los espectáculos más sublimes de todas las tie­rras guadalajareñas. La. Campiña, íntegra y sin tapujos; la Serranía en su cara meridional, y casi toda la primera Alcarria, quedan al descubierto, con sus miles de olivos minúsculos punteando los campos ondulantes y plomizos de aquel colosal anfiteatro; los innumera­bles senderos de herradura que las entretejen; los pequeños pueblos diseminados sobre las vegas y los declives, con sus torres y sus tejados alrededor de un siena rojizo; los cerros más característicos de la co­marca en mitad, dibujando sus siluetas en la mañana turbia: La Muela de Alarilla, el Colmillo rival, la tremenda prominencia a pico de Hita la Grande, y mucho más allá las moles legendarias que anudan el espinazo de Castilla: el Pico Ocejón, la Peña Bodera, el Santo Alto Rey de la Majestad, Somosierra, etéreas y confusas, difuminadas con el cielo.
Un anciano anda vagando por allí pese al tiempo desapacible. Un pe­rro ladra bajo la empalizada de una casuca frente a la iglesia. El anciano viste con un curioso gabán que le llega casi hasta la rodilla, y del cuello le cuelga una bufanda a manera de estola talar.
- Qué lástima, verdad, lo del cementerio.
- Nada; si llevaba qué se yo el tiempo que si me caigo que si no. Le pasa lo que le tenía que pasar.
- Habrá que arreglarlo en seguida. Eso no puede estar así.
- Pues qué se yo. A nadie le gusta, claro. Yo mismo me tendré que ver ahí cuando me llegue la hora. Si es que los Santos se mueren.
Me pareci6 el abuelo desde el principio un hombre extraño. Un an­ciano simpático y atrayente, que sabe mucho.
- Pues no crea que lo que sé lo he aprendido en la escuela, que apenas si fui un mes; ni he salido para el caso de la Alcarria. Y ahí me tiene, que estoy escribiendo un libro con mis memorias.
- ¿Ah, sí? ¿.Es usted de Trijueque?
- Qué va. Yo soy de Trespueblos. Como se puede ser de Dos Hermanas o de Cincovillas.
- ¿Por qué provincia cae eso?
- Por Guadalajara. Mira éste.
- Pues no señor. Por ahí si que no paso. En Guadalajara, no.
- ¿Y usted qué sabe? Mire: nací en Torija, me crié en Brihuega, y viví en Valdesaz. ¿Se va enterando?
- Un poco, sí señor. Y a la vejez en Trijueque...¿Cuántos años tiene?
El buen hombre se echa las manos a la cabeza
- En este momento tengo setenta y ocho, y seis hijos y lo que venga. Me llamo Santos Villa, para servirle.
- ¿Habla usted muchas veces en serio?
- Algunas. Casi siempre hablo en serio.
- Qué bonita es la vista desde aquí, ¿verdad?
- Hoy no es bonita. Por la noche es cuando mejor está. Se ven las luces de treinta y cinco pueblos. En un día claro, esto es divino. Des­de aquel cerrete se ve con prismáticos la ciudad de Alcalá.
Estamos en otro punto diferente del mismo mirador. El abuelo Santos Villa me dice que aquello es El Espolón. Hay media docena de olmos en línea agarrados al camino. Un poco más adelante se ve un pedestal con medio fuste de columna estriada. Junto a los olmos hay otro fragmento igual.
- Era la picota. Antes estaba en medio de la plaza. Mire donde se ve. Este pueblo era villa en tiempos, igual que yo.
Otro señor bajito, con gafas y boina, está mirando a la vega desde aquel mismo sitio. Se llama Pepe. El abuelo Santos y Pepe discuten si en el torreón estuvo o no recluida la Beltraneja. Al final se ponen de Acuerdo. El abuelo Santos parece que sabe más.
- Yo es que voy muchas veces a mirar cosas a la biblioteca del In­fantado, por eso lo sé. La Beltraneja estuvo en el torreón sólo una noche. El resto del tiempo que estuvo en Trijueque lo pasó en las ca­sas que había por donde ahora está el cementerio. Aquellas casas ya no existen.
- Y una sinagoga judía, creo que también tuvieron.
- Sí, pero nadie da detalles de dónde pudo estar.
Volviendo hacia la plaza, el abuelo Santos me cuenta detalles míni­mos de su vida. Me dice que ha sido vendedor ambulante, poeta, mata­dor de toros y comadrón en Valdesaz. Que en el libro que esta escri­biendo cuenta todas esas cosas y se titulará “Miseria y compañía”, a modo de compendio de los sucesos que él ha vivido y que merece la pena contar.
- Por ejemplo, mi abuelo tenía una fábrica en Brihuega y pagaba setenta céntimos diarios a las empleadas con la condición de que trabajasen en cueros.
- ¡Vamos, ande!
- Ya lo creo que sí; y las pobres, como sus maridos no tenían en qué ganar una gorda, tuvieron que aceptar. Cuando se presentaron en el tajo se decían unas a otras: “y cuando nos desnudamos” .Mi abuela, que también trabajaba con ellas les dijo: “Aquí siempre estamos ves­tidas, ¿para qué os vais a desnudar? Y claro, tenía raz6n, porque era una fábrica de curtidos y cosas de piel.
- ¿Todo eso lo pone usted en el libro?
- A ver. Cuando yo era chico, me compró mi padre una borrica por treinta reales para que fuera a los pueblos a vender cosas, y se me daba bastante bien. Un día hice de caja treinta pesetas y dos céntimos: ­un billete de papel, una moneda y dos centimillos de aquellos. Enton­ces, el zapatero de Valdesaz me sacó una poesía:

Santos con su borriquilla
se va a Romancos y Archilla,
y se sube en la jornada
papel, plata y calderilla.

- ¿Y lo de comadrón, cómo fue?
- Eso también me pas6 en Valdesaz. Resulta que el médico era un se­ñor viejo que venía de Brihuega. Se puso una mujer de parto y no había quien le echase una mano. La tuve que asistir yo. Un par de mellizos bien hermosos le saqué, a tiro de cordero. Así que, no me diga que no hay cosas que contar, y otra vez maté un toro de quinientos y pico de kilos. La remonda, ya 1e digo.
Supe después que en el pueblo hubo una cerámica y un telar en e1 que hicieron una capa a un obispo. La señorial plaza de Trijueque fue también en época pasada sede semanal de un importante mercadillo.
- Vamos a tomar una cerveza en la tienda de mi hijo; esa de ahí.
El hijo del señor Santos se llama Máximo. Tiene un supermercado en la plaza repleto de todo. Allí conocimos a Gonzalo Gonzalo, “inspec­tor de trabajo”- me aclaró el abuelo.
- Gonzalo de nombre y Gonzalo de apellido; por si se me pierde el uno que me quede el otro.
- ¿Son muchos habitantes en Trijueque, ahora mismo?
- Cuatrocientos y alguno, puede que seamos.
- Agricultores casi todos, claro.
- Pues sí. El campo es mayormente el medio de vida.
- Y de industrias nada. Los bares de la carretera y nada mis.
- Hay también una fábrica de secar bacalao.
- ¿Ah, sí? Pues eso da prestigio al pueblo. No lo sabía. ¿Podemos ir a echar un vistazo? Siempre que los dueños quieran, naturalmente.
- Mía, y por qué no van a querer! Vamos antes de que cierren.
De la fábrica de bacalao sólo podemos contar que lleva instalada en Trijueque cerca de dieciocho años, que se dedica al lavado, salazón y secado, y que desde allí se distribuye el producto a toda España. Ciertamente que nos hubiera gustado saber más, y verlo con nuestros propios ojos como hemos hecho siempre que nos salió al paso alguna pequeña indus­tria afincada en la provincia. Pero la verdad es que, una vez conoci­da nuestra personalidad e intenciones, y acompañado por señores del pueblo para mayor garantía, el encargado no se prestó a enseñarnos las instalaciones y nos tuvimos que volver como habíamos llegado.
El fin de fiesta fue de mucho mejor recuerdo. Mis amigos: el abuelo Santos, Gonzalo Gonzalo, y algunos más que al final fueron acudiendo al bar de Los Villas, entre los que estaba para dar fe uno de los mellizos que nuestro improvisado comadrón hubo de sacar en Valdesaz a tiro de cordero, hicimos tertulia ante el mostrador con alguna que otra cañita de cerveza que nos sirvió una señora joven que se llama Loly.
­- ¿Tiene algo que ver el bar con usted, señor Santos?
- Claro que tiene que ver: es de un hijo mío.
- Pues se está muy bien aquí, ya ve. Viendo a los que pasan por la ca­rretera.
- En esas mesas es donde se pegan los baños de guiñote estos granu­jas. Como si fuera su cuartel general.
Ha debido pasar casi un mes desde aquel fin de semana. Cuando lo recuerdo, lo hago con cierta añoranza. Trijueque queda a quince mi­nutos de la capital por vía de primer orden. Hombres abiertos y de corazón grande y amable como su Plaza Mayor, como su paisaje, desde donde se divisa, por el simple placer de ver y deleitarse en la grandiosidad de esta Castilla madre, un sin fin de pueblecitos y de tierras onduladas y austeras de las que mamó su mejor néctar nuestra raza.

(N.A. Marzo, 1985)

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