sábado, 14 de noviembre de 2009

TORETE


Del pueblo de Torete, amigo lector, es muy posible que hasta el nombre te resulte extraño. Yo tampoco lo había conocido hasta hoy y lo he hecho en un viaje largo, eso sí, pero también de los que se fijan como marcados a fuego en la memoria, en un viaje que bien ha merecido la pena.
La villa de Corduente, capitalidad de la comarca del Barranco, donde se da culto desde tiempo inmemorial a la Reina del Señorío, es testigo de nuestro deambular mañanero en busca del lejano lugar en el que, por esta vez, hemos fijado por completo nuestro interés. Los pescadores gastan su tiempo y su paciencia sentados sobre las piedras que hay junto a las corrientes del Gallo. El camino continúa enrevesado bajo las soberbias risqueras de la hoz, dejando en su margen izquierda, entre las choperas, las mesas de piedra de los merenderos a las que tienen por costumbre ser asiduas durante las tardes de verano las gentes de Molina y de los pueblos vecinos. La hoz del río Gallo es para propios y extraños un inagotable caudal de bellezas naturales, de nostalgias y de recuerdos gratos.
Luego, como perdido en uno de los vallejos, el pueblo de Torete. Afortunado lugar de adustos y apacibles alrededores, de casonas singulares color tierra, y de gentes afables que dedican parte de las mañanas de mayo trajinando a ratos perdidos en los tablares de los huertos.
Al poco de llegar a Torete comienza a picar el sol sobre la piel. Después de dos horas de viaje uno acaba por sentarse a descansar junto a la barbacana de frente a la iglesia. La iglesia de Torete es de nueva planta, de modernos materiales y de inspiración nueva, aunque en su construcción se hayan querido simular las formas clásicas. Poco más arriba queda la torre del reloj municipal, con su campanil de bronce y su esfera de a metro, señalando una hora próxima a las diez: “Año 1964. Alcalde Iluminado Novella.”
En una casona de triple planta que hay en la plazuela de la fuente, se siente hablar. El murmullo de los dos chorros levanta un eco continuo, monótono, apenas perceptible, que invita al adormecimiento. La fuente se alza en un monolito muy artístico, con relieves y esgrafías tallados sobre la superficie de la piedra. Suena la hora en el reloj de la torre. Las diez campanadas caen sobre las huertas, sobre las alamedas del arroyo, sobre las calles del pueblo y sobre las almas de los vivientes. A espaldas del monolito de la fuente, se puede leer por encima del caño: “Torete, siendo alcalde Juan Abad”. El pueblo no cuenta hoy como municipio, se debe al ayuntamiento de Corduente, que como ya se dijo es cabecera de comarca y villa madre.
- Resulta curioso, doña Natividad, una casa de tres plantas como la suya en un pueblo pequeño.
- Ya lo creo, pero de utilidad no sirve nada más que una. Lo demás sobra. En tiempos emplearon la planta de en medio para vivir, la de abajo para los animales y la de arriba como granero. Ahora son casonas demasiado grandes, que dan mucho trabajo y no sirven para nada.
Me explica el señor Celestino que de Torete es difícil escapar, que todo el pueblo está rodeado de cerros y que por eso en verano hay algunos días en los que sacude el calor. Señalando pacientemente uno por uno desde la puerta de la iglesia, el señor Celestino me habla del Cerro Castaño, del Picón de los Burros y del Cerro del Castillo, todos repoblados de pinos.
- En el cerro del Castillo dicen que antiguamente vivieron los moros.
A estas horas de la mañana la iglesia está fresquita. Uno piensa que merece la pena acercarse hasta Torete sólo por ver el gusto refinado y la originalidad con la que prepararon la ornamentación interior del pequeño templo. Una sabina de tres brazos adorna el presbiterio, en cuyo tronco tiene incrustado el sagrario. Sobre el corte raso del lado del Evangelio y el opuesto de la Epístola están colocadas las imágenes del Niño Jesús y de la Asunción de la Virgen. El brazo central se alza recto haciendo a la vez de palo vertical de la Cruz de Cristo. La mesa del altar, por su parte, está recortada en piedra arenisca de una sola pieza.
- Pues dice usted -me aclara don Celestino-, la sabina la trajeron del Barranco del Ahorcao. Estaba metida entre unas peñas, imposible de sacar. Al final se pudo traer valiéndose de un par de mulas.
El Vía Crucis se ve en relieve sobre planchas cuadradas, teniendo la iglesia como más destacable las imágenes de la Dolorosa y de San Roque, colocadas sobre troncos gruesos de sabina a modo de peana.
- Pues aquí mismo estaba la iglesia antigua y el horno de cocer el pan. La pila del bautismo es la misma que teníamos antes.
En la calle del Río hay un señor troceando leña con un serrucho mecánico. El hombre hace un alto para limpiarse el sudor y para responder a las preguntas, no sé si oportunas, del curioso.
- Quedamos muy pocos en el pueblo. En verano esto se triplica de gente. Cuando llega la fiesta de la Asunción, en el mes de agosto, aquí no se cabe.
- ¿Siguen pescando en el Gallo?
- Nada. Alguna trucha. Yo creo que se van a exterminar también, como pasó con los cangrejos.
Sin hacer otra cosa que ver cómo la gente trabaja, la temperatura ambiente al cabo de un rato resulta estupenda por el barranco de los huertos. Como nota siniestra apunto que la gente suele verter los desperdicios en las mismas orillas del río. El Gallo baja por estas fechas caudaloso y manso. Toda la vega se ve salpicada de frutales en flor y de los enormes plásticos de los invernaderos. Por detrás de los chopos hay un hombre arando con una pareja de mulas. Varios regatos de un agua clarísima concurren por debajo del puente. Minutos después la calma se hace completa, plácida y confortadora.
El pueblo de Torete en su conjunto, desde la otra orilla de la vega, se deja ver como un lienzo acorde de pinceladas ocres y blancas, ocupando el primer plano del tremendo tapiz de los sabinares y de los pinos de repoblación, que lo resguardan por el norte y por el poniente. Al volver al pueblo por encima del puente, uno piensa que la desaparición del cangrejo en aquellas aguas incontaminadas, restó mucho interés al cotidiano quehacer de los vecinos y de los allegados a estos lugares de la ribera del Gallo.
El tiempo a favor de los últimos días y lo que en las modernas formas de vivir significa el fin de semana, siempre deja en nuestros pueblos la novedad de los oriundos que por unas horas prefieren olvidarse de la atadura de las ciudades y de buscar un poco de libertad en sus lugares de origen. Jesús es motorista en Alcalá de Henares, antes lo fue en Alcolea. Se cruza en su camino -me explicó- una chica de Torete, y las cosas torcieron un poco el rumbo de su vida, cambiando siempre que puede el olor acre del asfalto de las carreteras por el natural de los campos, el ruido de los motores por la augusta paz de las peñas y de los pinares del Barranco, donde todavía zumba el viento y se sienten pasar las aguas del río y los cantos de los pájaros.
- Sí; ya llevo doce años viniendo. El sitio no puede ser mejor. Los veranos aquí podrían ser como los del mejor balneario.
- ¿Y no lo son?
- No, no lo son del todo. Tenemos una pega. Entre el río y el pinar se forman unas bandadas de mosquitos que apenas sales un poco del pueblo no te dejan parar.
Uno piensa que es una pena, sí; pero que con un poco más de limpieza en las orillas del río, el mal se podría evitar en gran parte.
- Sí, es posible que los desperdicios que tiran por ahí tengan algo de culpa.
Por entre las sombras del pinar se oye cantar el cuclillo de buena mañana. En los llanos de la huerta hay parejas de campesinos cuidando sus pequeñas heredades de tierra verde donde plantaron los tiernos tallos de las hortalizas que después cuidarán con esmero. El espectáculo es un ejemplo de laboriosidad paciente y sacrificada.
- Sí, los huertos están bien atendidos. Los ancianos del pueblo se compran sus mulillas mecánicas y van tirando. A mismo tiempo que se entretienen sacan patatas, judías, tomates, un poco de todo para cubrir el gasto. Ahora están con lo del invernadero y parece que les va bien. Adelanta mucho las cosechas.
- Y de cangrejos, nada.
- Nada, ni uno solo. Fue una riqueza que se perdió, yo creo que para siempre.
Cuando la mañana ha comenzado a tomar cuerpo, el sol se hace sentir pegando de firme por toda la vega, momento que los hortelanos aprovechan para dejar sus quehaceres y volver a casa.
Don Gonzalo Herranz, el alcalde pedáneo, sube despacio calle arriba buscando las sombras con un azadón y un rastrillo al hombro. Viene de pasar las horas primeras de la mañana en los tablares que refrescan las aguas del Gallo.
- Sí, señor; de ahí subo. Andamos con lo de las patatas y el alfalfe. Por estos pueblos entre unas cosas y otras nunca nos falta quehacer.
- ¿Suele ocasionar problemas la alcaldía de un pueblo como éste?
- No. Ser alcalde de aquí no da problemas. Somos pocos y por lo general la gente sabe comportarse.
- ¿Cuántos son ustedes ahora mismo?
- Unas sesenta personas nada más. Torete ha sido siempre un pueblo pequeño, cuando más tuvo podrían ser unas cien personas. Hemos tenido emigración, como en todos los pueblos, pero aún quedamos unos cuantos.
- Supongo que les faltará la escuela.
- Sí, claro. Hay dos o tres chicos en edad escolar y se los llevan a Molina.
Con el agradable ambiente de las sombras en el valle de Torete, y con la calina de las doce pegando en la espalda, sinceramente no apetece salir. Uno no duda que en circunstancias normales se volverá a perder por estas tierras tan espectaculares del Señorío. A fe que me gustaría repetir la aventura bajo cualquier pretexto, y con esa ilusión tomo paciente el camino de vuelta, cuando las chicharras inician en los árboles de la vega los primeros compases de su salmodia estival de cada mañana.

(N.A. Junio, 1987)

1 comentario:

Óscar Pardo de la Salud. dijo...

Como siempre un verdadero placer pasear por tu blog.
Un fuerte abrazo ;)