A Jesús Vizcaino Martínez, natural de
Torrecuadrada y buen amigo.
Las distancias y el tiempo de viaje se hacen notar en el ánimo de quien camina, y más hoy, con las impiedades del estío pesando sobre la espalda, la entrada en tierras molinesas es un verdadero agobio. No cuentan para nada la latitud ni la altura cuando el verano enciende sus fuegos sobre los campos de la Meseta, sea cual fuere el lugar y la hora.
En el Hogar Social de Prados Redondos me han dicho que no hay nada de refresco a punto, que lo poco que tienen lo acaban de meter en el congelador y que se precisa, como poco, una hora de espera. Las primeras horas de la tarde restallan en aquellas llanuras inmensas de cereal, con resplandores que dañan a la vista. Sorprendo a Torrecuadrada en un momento intempestivo, en una hora inconveniente: las tres de la tarde. El pueblo, dorándose en el horno del día, me recibe en la más estricta soledad y el más absoluto silencio. Las casas y la torre sestean como moribundas bajo un sol de justicia, sin una brizna siquiera de viento que venga a remover las hojas de las acacias.
Hago un alto en la leve explanada que precede a la ermita de la Soledad y al cementerio. Cuando se lleva unos minutos sentado a la sombra de uno de los dos olmos que hay delante, las mariposas se vienen a posar encima de la libreta de notas. Sobre la piedra clave de la portada de la ermita dice: 1895. Es un bello santuario, fruto del amor de los molineses de aquellas tierras a la Madre de Dios durante tantos siglos, que se corona con una cúpula octogonal, una veleta y una pequeña cruz de hierro. De tarde en tarde viene junto a mí un soplido sutil del aire de las parameras que recibo con verdadero gozo. Muy lejos, por el norte, adorna la severa lontananza de grises la Sierra de Caldereros, allá por Hombrados y por Campillo de Dueñas, para mí de tan gratos recuerdos.
A través de los piadosos ventanucos de la ermita se puede ver perdida en la penumbra la imagen de la Virgen de la Soledad, una cúpula en hemisferio, diez bancos de madera, una vieja talla de San José y un púlpito pegado al muro. Algunas baldosas del pavimento se ven removidas.
El cementerio queda justamente detrás. Para llegar hasta la puerta del hierro del cementerio es preciso caminar por encima de las hierbas secas, cuya espiguilla molesta se clava en el tejido del calcetín. En medio de un tupido bosque de maleza que favoreció el verano, se ven las cruces recordatorias, los lirios y los cardenchales. En la única lápida mortuoria que alcanzo a ver dice: “Familia García Checa”, y sobre el esmalte de una cruz cercana a la puerta leo: “Aquí yace María Concepción Vizcaíno Herranz, fallecida el 14 de febrero de 1965”. En mitad del camposanto hay como enseña común una vieja cruz de palo. Alrededor del cementerio y de todo Torrecuadrada, sobre varios kilómetros a la redonda, vastos campos de mies, calor y silencio.
Dentro ya del pueblo, como cabía esperar a estas primeras horas de la tarde, no se ve un alma. Me entretengo en mirar y en ir de un lado para otro, comprobando como en tantos sitios más los estragos de la emigración presente en sus carnes. La puerta de la iglesia la encuentro abierta de par en par. Afuera está casi todo el mobiliario hecho un montón: las andas de portar las imágenes, los viejos arcones de la sacristía, los bancos de madera y las verjas de hierro, las escaleras del monumento y todo tipo de tablajes que en las iglesias casi siempre se suele ver y que uno nunca sabe para qué sirve. Dentro de la iglesia acaban de comer y de beber al fresco de la nave dos hombres vestidos con sendos monos de color azul mahón. Son los pintores. Según delata su marcado acento aragonés, son baturros de tierra de Teruel.
- Sí señor, ¿es que se nos nota, u qué? Nosotros somos de Monreal del Campo.
- Ustedes no sabrán dónde se ha metido la gente de Torrecuadrada.
- Qué se yo –dice uno. En sus casas deben de estar al fresco.
A pesar de su estado en un desorden total, como corresponde a los trabajos de adecentamiento que en ella se están haciendo, la iglesia de Torrecuadrada se me antoja un pequeño museo en el que hay de todo, muy por encima en contenido que las de otros lugares de similar categoría, sin salir del propio Señorío. El presbiterio se cubre con hermosa cúpula en media naranja, y el retablo mayor, grande como el de las iglesias de cualquier villa o ciudad, es de puro y apretado estilo barroco, bien dorado, con una imagen dieciochesca de la Asunción de Nuestra Señora, y mucho polvo como consecuencia de las obras que impide, si no apreciar en conjunto su extraordinario valor, sí el recrearse en los detalles más sobresalientes del arte sacro de hace dos siglos.
Sobre una de las repisas del retablo mayor han colocado provisionalmente un montón de libros antiquísimos. Algunos de ellos encuadernados en piel, pura artesanía, de tiempos inimaginables. Uno quisiera saber si estos libros viejos, tesoros al fin, que nutren los archivos y las cajoneras de tantas sacristías, han sido leídos por alguien alguna vez: “Segunda parte de la Historia Eclesiástica de España”, del 501 al 700. Publicado en Málaga por Claudio Bolán. Año 1605”, se lee en la sobreportada de uno de ellos. Otro, de 1721, conserva escritas a mano las cuentas de la parroquia.
La única nave se completa con otros retablos menores dedicados a la Virgen del Carmen, éste donado por Eusebio Moreno y Olaya López en 1934; y otro tercer, más antiguo que el anterior, en honor y a devoción de Cristo en la Cruz. Ocupando las pechinas del presbiterio hay bajorrelieves representando a los cuatro evangelistas. Una capilla lateral guarda la imagen de San Antonio de Padua.
En tanto que tomo las debidas anotaciones de lo que voy viendo y disfruto de la baja temperatura que hay en el interior de la iglesia, los pintores de Teruel se aplican en su quehacer subidos sobre altos andamios de tubo.
- Bueno, pues que les cunda. Muchas gracias.
- Nada. No hay de qué.
La portada de la iglesia es de corte clásico. Se cubre con arco de medio punto y está adornada con columnas laterales rematadas en bolones, presumiblemente del siglo XVII. Sobre la cornisa se puede leer en caracteres todavía visibles: “Casa de Asilo”. El edificio es de torre monumental, levantado a base de mampostería y sillarejo en las esquinas.
Por camino distinto al que vine hasta la iglesia vuelvo a la plaza pisando por calles de hierba y de tierra endurecida. Las construcciones ruinosas y las puertas cerradas dan fe de la decadencia del pueblo sufrida durante las dos últimas décadas.
Junto al frontón de pelota que hay en la plaza, donde con los calores del día nadie juega, se ve una fuente pública de construcción reciente, ramplona y con poco arte. Alguien le ha colocado la etiqueta de “No potable”, cuando en realidad no tiene agua. Las abejas acuden a la fuente a la desesperada en busca de un poco de humedad. Más arriba hay una casa nueva de piedra con corona de almenas como los castillos. Cerca de la casa almenada suenan golpes secos y se oyen los gritos de algunos de niños, como si hubiera dentro una mesa de juegos.
- Sí; aquí donde lo ve esto era el antiguo almacén de granos. Es como si dijéramos la sede de la Asociación de Amigos de Torrecuadrada.
No parece verdad que, con el aspecto exterior de una casa más, hayan conseguido preparar un bar tan completo, una sala inmensa y una especie de casino municipal donde diez partidas de cartas por lo menos se pueden jugar simultáneamente en otras tantas mesas, dejando sitio suficiente para el futbolín, barra de mostrador y espacio suficiente para mirar la televisión con cierta comodidad. La cubierta es la misma que tuvo cuando sirvió de almacén, sólo que más limpia, pulida y brillante. Ángel Tercero me lo explica:
- Lo hemos conseguido a fuerza de sacrificios. Hemos procurado mantener la estructura antigua, y aquí está. Sólo le hemos cambiado las tejas. Lo demás es lo mismo que había. Yo, personalmente, creo que ha quedado muy bien y que el pueblo ha ganado mucho.
Ángel Tercero, el vecino que en ese momento atiende al mostrador, manda llamar por indicación mía al alcalde, don Felipe Moreno, que acude en seguida. El alcalde es un señor de corta estatura y subido en edad, conversador sin complejos y de trato ameno, con quien hice amistad después del saludo.
- Pues mire, ya voy para los doce años de alcalde. No es que aquí sea muy sacrificado el cargo, porque somos pocos, pero todo cansa.
- Poca gente. Cuando llegué me pareció un desierto Torrecuadrada.
- Muy poca. Unos treinta habitantes creo que somos. En cambio, las casas abiertas ahora en verano son setenta y nueve.
Ángel y el alcalde me hablan del pueblo, de sus costumbres y de sus fiestas mayores con una mal disimulada pasión, cosa que les honra y que se debe valorar.
- El 17 y el 18 de agosto el pueblo no parece el mismo con las fiestas. Se da vino a todo el mundo, hacemos un homenaje a los jubilados, tenemos actos culturales, deportes, música, y de todo. Las enseñas del pueblo son una abubilla y una cesta. A los de aquí nos dicen abubillos.
- Será por algo, supongo.
- sí, la cosa viene porque todos hemos oído contar que había un nido de abubilla en la torre, y los del pueblo querían alcanzarlo colocando muchas cestas, una encima de otra. Al final dicen que falta una cesta para llegar arriba. Entonces una vieja aconsejó que quitasen la cesta de abajo y la colocasen arriba. Ya sabe, el cuento de nunca acabar, y al final se quedaron sin coger el nido.
Para que la leyenda no se me olvide, Ángel y el alcalde me regalaron un llavero con la abubilla y la cesta, enseñas ambas de Torrecuadrada, y la inscripción de Santa Elena.
- Es que Santa Elena es la patrona del pueblo. Salimos de nuevo al sol para poder ver desde su pie el escudo de armas que hay sobre la puerta de entrada a una casona antigua de la calle del Castillo. En los cuarteles se ven los relieves de la Cruz de Calatrava, las dos llaves cruzadas del Cabildo y alguna flor de lis. Ciertamente que sería interesante conocer su origen.
- Pues con seguridad tampoco lo sabemos nosotros. Los antiguos decían que era la Casa del Señorazgo, y en el pueblo le llamamos la Casa de la Moneda, tampoco sabemos por qué. La compró un catalán y suele venir alguna temporada en verano.
El alcalde me lleva a su casa y me invita a tomar una cerveza fresca que trae puntual doña Herminia, su señora. En una de las paredes del portal está instalado el teléfono público. Doña Herminia, don Felipe, Ángel y el forastero, comparte a la sombra fresquita del portal minutos entrañables, de auténtica familiaridad, a lo que, pasado el tiempo, a uno le gustaría corresponder y no sabe cómo. Es, con alguna diferencia de matiz, la historia repetida de mis andanzas por estas tierras del Señorío.
Torrecuadrada y buen amigo.
Las distancias y el tiempo de viaje se hacen notar en el ánimo de quien camina, y más hoy, con las impiedades del estío pesando sobre la espalda, la entrada en tierras molinesas es un verdadero agobio. No cuentan para nada la latitud ni la altura cuando el verano enciende sus fuegos sobre los campos de la Meseta, sea cual fuere el lugar y la hora.
En el Hogar Social de Prados Redondos me han dicho que no hay nada de refresco a punto, que lo poco que tienen lo acaban de meter en el congelador y que se precisa, como poco, una hora de espera. Las primeras horas de la tarde restallan en aquellas llanuras inmensas de cereal, con resplandores que dañan a la vista. Sorprendo a Torrecuadrada en un momento intempestivo, en una hora inconveniente: las tres de la tarde. El pueblo, dorándose en el horno del día, me recibe en la más estricta soledad y el más absoluto silencio. Las casas y la torre sestean como moribundas bajo un sol de justicia, sin una brizna siquiera de viento que venga a remover las hojas de las acacias.
Hago un alto en la leve explanada que precede a la ermita de la Soledad y al cementerio. Cuando se lleva unos minutos sentado a la sombra de uno de los dos olmos que hay delante, las mariposas se vienen a posar encima de la libreta de notas. Sobre la piedra clave de la portada de la ermita dice: 1895. Es un bello santuario, fruto del amor de los molineses de aquellas tierras a la Madre de Dios durante tantos siglos, que se corona con una cúpula octogonal, una veleta y una pequeña cruz de hierro. De tarde en tarde viene junto a mí un soplido sutil del aire de las parameras que recibo con verdadero gozo. Muy lejos, por el norte, adorna la severa lontananza de grises la Sierra de Caldereros, allá por Hombrados y por Campillo de Dueñas, para mí de tan gratos recuerdos.
A través de los piadosos ventanucos de la ermita se puede ver perdida en la penumbra la imagen de la Virgen de la Soledad, una cúpula en hemisferio, diez bancos de madera, una vieja talla de San José y un púlpito pegado al muro. Algunas baldosas del pavimento se ven removidas.
El cementerio queda justamente detrás. Para llegar hasta la puerta del hierro del cementerio es preciso caminar por encima de las hierbas secas, cuya espiguilla molesta se clava en el tejido del calcetín. En medio de un tupido bosque de maleza que favoreció el verano, se ven las cruces recordatorias, los lirios y los cardenchales. En la única lápida mortuoria que alcanzo a ver dice: “Familia García Checa”, y sobre el esmalte de una cruz cercana a la puerta leo: “Aquí yace María Concepción Vizcaíno Herranz, fallecida el 14 de febrero de 1965”. En mitad del camposanto hay como enseña común una vieja cruz de palo. Alrededor del cementerio y de todo Torrecuadrada, sobre varios kilómetros a la redonda, vastos campos de mies, calor y silencio.
Dentro ya del pueblo, como cabía esperar a estas primeras horas de la tarde, no se ve un alma. Me entretengo en mirar y en ir de un lado para otro, comprobando como en tantos sitios más los estragos de la emigración presente en sus carnes. La puerta de la iglesia la encuentro abierta de par en par. Afuera está casi todo el mobiliario hecho un montón: las andas de portar las imágenes, los viejos arcones de la sacristía, los bancos de madera y las verjas de hierro, las escaleras del monumento y todo tipo de tablajes que en las iglesias casi siempre se suele ver y que uno nunca sabe para qué sirve. Dentro de la iglesia acaban de comer y de beber al fresco de la nave dos hombres vestidos con sendos monos de color azul mahón. Son los pintores. Según delata su marcado acento aragonés, son baturros de tierra de Teruel.
- Sí señor, ¿es que se nos nota, u qué? Nosotros somos de Monreal del Campo.
- Ustedes no sabrán dónde se ha metido la gente de Torrecuadrada.
- Qué se yo –dice uno. En sus casas deben de estar al fresco.
A pesar de su estado en un desorden total, como corresponde a los trabajos de adecentamiento que en ella se están haciendo, la iglesia de Torrecuadrada se me antoja un pequeño museo en el que hay de todo, muy por encima en contenido que las de otros lugares de similar categoría, sin salir del propio Señorío. El presbiterio se cubre con hermosa cúpula en media naranja, y el retablo mayor, grande como el de las iglesias de cualquier villa o ciudad, es de puro y apretado estilo barroco, bien dorado, con una imagen dieciochesca de la Asunción de Nuestra Señora, y mucho polvo como consecuencia de las obras que impide, si no apreciar en conjunto su extraordinario valor, sí el recrearse en los detalles más sobresalientes del arte sacro de hace dos siglos.
Sobre una de las repisas del retablo mayor han colocado provisionalmente un montón de libros antiquísimos. Algunos de ellos encuadernados en piel, pura artesanía, de tiempos inimaginables. Uno quisiera saber si estos libros viejos, tesoros al fin, que nutren los archivos y las cajoneras de tantas sacristías, han sido leídos por alguien alguna vez: “Segunda parte de la Historia Eclesiástica de España”, del 501 al 700. Publicado en Málaga por Claudio Bolán. Año 1605”, se lee en la sobreportada de uno de ellos. Otro, de 1721, conserva escritas a mano las cuentas de la parroquia.
La única nave se completa con otros retablos menores dedicados a la Virgen del Carmen, éste donado por Eusebio Moreno y Olaya López en 1934; y otro tercer, más antiguo que el anterior, en honor y a devoción de Cristo en la Cruz. Ocupando las pechinas del presbiterio hay bajorrelieves representando a los cuatro evangelistas. Una capilla lateral guarda la imagen de San Antonio de Padua.
En tanto que tomo las debidas anotaciones de lo que voy viendo y disfruto de la baja temperatura que hay en el interior de la iglesia, los pintores de Teruel se aplican en su quehacer subidos sobre altos andamios de tubo.
- Bueno, pues que les cunda. Muchas gracias.
- Nada. No hay de qué.
La portada de la iglesia es de corte clásico. Se cubre con arco de medio punto y está adornada con columnas laterales rematadas en bolones, presumiblemente del siglo XVII. Sobre la cornisa se puede leer en caracteres todavía visibles: “Casa de Asilo”. El edificio es de torre monumental, levantado a base de mampostería y sillarejo en las esquinas.
Por camino distinto al que vine hasta la iglesia vuelvo a la plaza pisando por calles de hierba y de tierra endurecida. Las construcciones ruinosas y las puertas cerradas dan fe de la decadencia del pueblo sufrida durante las dos últimas décadas.
Junto al frontón de pelota que hay en la plaza, donde con los calores del día nadie juega, se ve una fuente pública de construcción reciente, ramplona y con poco arte. Alguien le ha colocado la etiqueta de “No potable”, cuando en realidad no tiene agua. Las abejas acuden a la fuente a la desesperada en busca de un poco de humedad. Más arriba hay una casa nueva de piedra con corona de almenas como los castillos. Cerca de la casa almenada suenan golpes secos y se oyen los gritos de algunos de niños, como si hubiera dentro una mesa de juegos.
- Sí; aquí donde lo ve esto era el antiguo almacén de granos. Es como si dijéramos la sede de la Asociación de Amigos de Torrecuadrada.
No parece verdad que, con el aspecto exterior de una casa más, hayan conseguido preparar un bar tan completo, una sala inmensa y una especie de casino municipal donde diez partidas de cartas por lo menos se pueden jugar simultáneamente en otras tantas mesas, dejando sitio suficiente para el futbolín, barra de mostrador y espacio suficiente para mirar la televisión con cierta comodidad. La cubierta es la misma que tuvo cuando sirvió de almacén, sólo que más limpia, pulida y brillante. Ángel Tercero me lo explica:
- Lo hemos conseguido a fuerza de sacrificios. Hemos procurado mantener la estructura antigua, y aquí está. Sólo le hemos cambiado las tejas. Lo demás es lo mismo que había. Yo, personalmente, creo que ha quedado muy bien y que el pueblo ha ganado mucho.
Ángel Tercero, el vecino que en ese momento atiende al mostrador, manda llamar por indicación mía al alcalde, don Felipe Moreno, que acude en seguida. El alcalde es un señor de corta estatura y subido en edad, conversador sin complejos y de trato ameno, con quien hice amistad después del saludo.
- Pues mire, ya voy para los doce años de alcalde. No es que aquí sea muy sacrificado el cargo, porque somos pocos, pero todo cansa.
- Poca gente. Cuando llegué me pareció un desierto Torrecuadrada.
- Muy poca. Unos treinta habitantes creo que somos. En cambio, las casas abiertas ahora en verano son setenta y nueve.
Ángel y el alcalde me hablan del pueblo, de sus costumbres y de sus fiestas mayores con una mal disimulada pasión, cosa que les honra y que se debe valorar.
- El 17 y el 18 de agosto el pueblo no parece el mismo con las fiestas. Se da vino a todo el mundo, hacemos un homenaje a los jubilados, tenemos actos culturales, deportes, música, y de todo. Las enseñas del pueblo son una abubilla y una cesta. A los de aquí nos dicen abubillos.
- Será por algo, supongo.
- sí, la cosa viene porque todos hemos oído contar que había un nido de abubilla en la torre, y los del pueblo querían alcanzarlo colocando muchas cestas, una encima de otra. Al final dicen que falta una cesta para llegar arriba. Entonces una vieja aconsejó que quitasen la cesta de abajo y la colocasen arriba. Ya sabe, el cuento de nunca acabar, y al final se quedaron sin coger el nido.
Para que la leyenda no se me olvide, Ángel y el alcalde me regalaron un llavero con la abubilla y la cesta, enseñas ambas de Torrecuadrada, y la inscripción de Santa Elena.
- Es que Santa Elena es la patrona del pueblo. Salimos de nuevo al sol para poder ver desde su pie el escudo de armas que hay sobre la puerta de entrada a una casona antigua de la calle del Castillo. En los cuarteles se ven los relieves de la Cruz de Calatrava, las dos llaves cruzadas del Cabildo y alguna flor de lis. Ciertamente que sería interesante conocer su origen.
- Pues con seguridad tampoco lo sabemos nosotros. Los antiguos decían que era la Casa del Señorazgo, y en el pueblo le llamamos la Casa de la Moneda, tampoco sabemos por qué. La compró un catalán y suele venir alguna temporada en verano.
El alcalde me lleva a su casa y me invita a tomar una cerveza fresca que trae puntual doña Herminia, su señora. En una de las paredes del portal está instalado el teléfono público. Doña Herminia, don Felipe, Ángel y el forastero, comparte a la sombra fresquita del portal minutos entrañables, de auténtica familiaridad, a lo que, pasado el tiempo, a uno le gustaría corresponder y no sabe cómo. Es, con alguna diferencia de matiz, la historia repetida de mis andanzas por estas tierras del Señorío.
(N.A. Julio, 1985)
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