viernes, 13 de noviembre de 2009

TORDELRÁBANO


De nuevo por las tierras del Cid. Como vecinos los Altos de Baraho­na en campo soriano y al fondo la silueta encendida por el contraluz del castillo de Atienza, con un primer plano evocador de leyendas que personaliza el solitario torreón de Morenglos, el pueblo mítico, don­de tan sólo quedan como señales de vida -de muerte mejor- montones de huesos humanos al descubierto en los fosos hendidos de la roca esperando pacientemente a todos los soles, a todas las lluvias y a todos los vientos, la definitiva hora de la eternidad.
No sé por qué, pero me suelo resistir injustificadamente a las vi­sitas a este rincón de la Guadalajara septentrional. Pienso si será por pudor, o por miedo tal vez para no encontrarme cara a cara con la amarga realidad de nuestros pueblos alejados y sombríos, donde viven a lo mucho una docena o dos de personas honradas y silenciosas, quizás adustas, conformes con lo que les deparó el destino. Por estos altos fronterizos, las montañas viejas que aloma el cordón norte, prestan al ambiente personal de cada pueblo un increíble tinte de seriedad.
El viento a la caída del sol sopla blando y amenazador. El cielo de Tordelrábano, azul castilla durante tantas tardes del año, se ha revestido hoy de un oscuro color plomizo, como cargado de agua y de electri­cidad. El pueblo me recibe con sus calles vacías, mejor dicho, no me recibe. Cuatro gallinas color oro y canela picotean afanosas escarbando por entre los hierbazadales del arrabal. Los ancianos, los más viejos de los ancianos, viven al sol cuando lo hay o a la sombra, depende, sen­tados por los siglos infinitos en el mismo asiento donde consumen sus vidas.
- De los que quedamos en el pueblo soy yo el más viejo, sí señor. Tordelrábano, no tanto como su vecino Alcolea de las Peñas, es lu­gar asentado sobre rocas. Las casas y los corrales tienen muchos como base los firmes coscorros de arenisca que salen del subsuelo. Una se­ñora hace punto a la salida de su casa a la que precede un patio des­cubierto. La mujer es la esposa del alcalde.
- Pues no está, lo siento. Mi marido se marchó después de comer a trabajar en una obra de Alcolea. Si quiere le puede acompañar mi yerno.
- Bien, muchas gracias.
El yerno del alcalde vive fuera y durante estas fechas se encuen­tra en Tordelrabano por casualidad. Se llama José Luis Pastor y es na­tural de Rienda.
- Es una pena -me dice-, esto se va acabando por mucho que nos duela. En invierno están casi todas las casas cerradas.
- Terreno, a pesar de todo, se ve bastante, y no parece malo.
- Mucho se ha dado en renta, y solamente tres vecinos lo cultivan ellos. Con decirle que ya se había perdido hasta la fiesta mayor ya le digo bastante. La tuvimos que recuperar el año pasado.
- Ah, pues eso es grave. Las fiestas patronales son como la últi­ma vela encendida, bajo cuya luz se suelen reunir los hijos del pueblo, los de acá y los de allá, por lo menos una vez al año. ¿No te parece?
- Eran para San Roque, pero las hemos tenido que adelantar dos o tres días para no coincidir con las de Alcolea de las Peñas y que pueda venir más gente. Se les ha ocurrido ponerlas cuando son las nuestras, y al ser el pueblo mayor nos quita público.
La plaza es grande más bien. Alrededor de la plaza hay casonas de añosa raíz popular colocadas un poco en desorden. En medio hay una fuen­te redonda con dos caños que no corren porque la gente en sus domicilios consume el agua de la red. Un olmo sentenciado a muerte, bajo cu­yo ramaje nos acomodamos sobre el poyo de obra, y la estampa rural de la pequeña iglesia, completan la zona más céntrica de Tordelrábano.
- A media tarde, cuando cierran los grifos de las casas, empiezan a funcionar solos los chorros de la fuente. Esta de abajo, en cambio, mana siempre.
- Al no haber animales, los pilones ya no sirven para nada, ¿verdad?
- Claro, como adorno únicamente.
El olmo de la plaza tiene las ramas cortas, lo podaron hace un año para ver de salvarlo pero no se consiguió nada. El tronco está picotea­do con clavos de herradura hincados en las rugosidades de la corteza.
Por el fondo del piloncillo redondo de la fuente navegan media docena de barbos, uno grandote y otros sin cuerpo apenas, como aprendices de pez que procuran guardarle las distancias.
- Nadie les hace caso. Esos viven en el pilón por su cuenta.
Una mujer del pueblo está lavando ropa en la alberca grande del desagüe. Con el sobrante de la fuente de abajo se surte el lavadero pú­blico, donde las señoras de vez en cuando acuden a recordar los añorados tiempos de su mocedad.
- Venimos aquí un poco por capricho. Es menos rápido que hacerlo en casa con las lavadoras, pero nos gusta. Las de ahora dicen que se les estropean las manos y no quieren.
- En invierno, con los fríos de estas sierras lo pasarán mal.
- Sí, más de una vez hemos tenido que partir a golpes el hielo del lavadero.
En la Cerrada de la Poza y en los Huertos de la Fuente se han pues­to a crecer los rebrotes del olmillo. Los pocos frutales que se dan apa­recen como ruinosos, ahogados por los matojos y pegados a los esquele­tos de los olmos que mató la enfermedad, sin que nadie los cuide. La señora Paula me explica cómo los desastres de la grafiosis se extienden también a las hortalizas, aunque sea de manera indirecta.
- Es que esos bichos de los olmos nos caen encima de los pepinos y en las matas de los huertos. No les hacen nada, pero nos sabe mal­.
La iglesia de Tordelrábano, como el pueblo, como el campo, como el horizonte, es solemne. El campanario es mixto, es decir, parte en espadaña y algo de torreón por detrás de los vanos. El pórtico está colocado aprovechando el hueco que queda entre dos contra­fuertes, bajo un tejadillo que sostiene una viga de cemento rota por la mitad. Aquí se nos ha unido al grupo un señor del pueblo que vive en Madrid y se llama don Gaudencio de Miguel, nombre con resonancia que co­rresponde a un jubilado inteligente que mata el ocio de la tercera edad entreteniéndose en quehaceres afines con las bellas artes. Don Gauden­cio de Miguel llena los peligrosos vacíos de su senectud ocupado en la versificación -el dice poesía- y en la escultura.
- Sí, yo tengo un poco de poeta y un poco de escultor. Le voy a traer una poesía, que hice cuando fuimos a Galicia de excursión unos cuantos del pueblo, por si la quiere publicar en los periódicos.
La poesía de don Gaudencio, la verdad, resulta impublicable en cualquier periódico. No por su calidad, en la que no entro, sino por su descabellada extensión. Siete folios a un espacio y dos columnas resulta demasiado texto para las disponibilidades de lo que, hoy por hoy, en­tendemos por prensa no especializada en los más generales de los términos. El autor lo comprende y, sin más, nos pasamos un poco en comitiva a ver el interior de la iglesia.
- No hay luz. Se llevaron a limpiar la lámpara y por lo visto no está aún.
Con la tarde de nube y el interior sin medio alguno de iluminación que nos permita ver, no es preciso explicar que la iglesia ofrece un aspecto tristón que de momento Va muy en consonancia con lo que llevamos visto.
Hay una nave solamente y no con demasiada capacidad. Atrás se ad­vierte el baptisterio, o cuarto de los trastos, con una pila de pie­dra confusamente románica a través de los balaustres, sostenida encima de una peana que no le va. El retablo mayor es de madera pobre. El tiempo y los humos de las velas lo han vuelto oscuro, pintado con la clásica pátina que en los lugares así suelen lucir las cosas viejas. En las distintas hornacinas y repisas hay infinidad de imágenes difíciles de reconocer: un Niño de la Bola aureolado de rosas, una talla sedente de la Cátedra de San Pedro, una Asunción, un Cristo, un San Antonio, un San Sebastián, un San Roquillo, un San Isidro Labrador, aparte de otras cuantas más colocadas en lugares oscuros que no somos capaces de identificar. En los laterales tienen otros cuantos retablos, con sus correspondientes titulares en cada nicho, que debieron ser centros de especial devoción cuando Tordelrábano acogía en el regazo a la mayoría de sus hijos, unos desaparecidos y otros separados, por que la vida es así, de la casa madre.
- Ahora le vamos a enseñar el frontón. Lo hicimos a base de presta­ción personal, con materiales concedidos por la Diputación. Antes era una polvareda que no se podía pisar, y ahora es el sitio de distracción para la juventud en vacaciones.
- El juego de pelota aprovecha el muro poniente de la iglesia por de­bajo del campanario. Con poco dinero, como se ve, y la desinteresada aportación de mano de obra por parte de la gente joven que llegó de fuera, sobre todo, los vecinos de Tordelrábano tienen un frontón en condi­ciones, una plazoleta de juegos y una pista de baile para las fiestas, que bien la quisieran para sí algunos pueblos de los de más campanillas.
- Pues sí no le importa -me dice don Gaudencio- subimos un momento para que vea la escultura que me llevo entre manos.
Subimos, sí. Como el pueblo es ínfimo en extensión casi lo atrave­samos todo. Vimos casas hundidas de puro abandono, otras remozadas y restauradas, alguna más de nueva planta, y nos fuimos a quedar muy cer­ca de la ermita de Las Angustias, parecida, casi igual en forma y tama­ño que la ermita del Santo en los bajos de Atienza.
El taller de don Gaudencio de Miguel está en un casillo de los de guardar leña y anímales cuando los hay. Sorprendentemente, nuestro hom­bre no utiliza la madera de nogal o de sabina como hacen otros para darle forma, sino los bloques voluminosos y sólidos de piedra, como Miguel Ángel en su inmortal Moisés. Don Gaudencio tiene instrumental suficien­te, nada sofisticado. A base de martillo y cincel, escoplo o cortafríos, el escultor va dando pacientemente a su obra la forma apetecida. Actualmente trabaja en una pieza que se me antoja ambiciosa en demasía.
La cabeza de la estatua, pulida y acabada, me parece la de una mujer egipcia del tiempo de los faraones, mientras que el resto es todavía un bloque de arenisca según salio de la cantera. Pudiera también imaginarse el busto de un soldado alemán con casco de batalla.
- Es que de dibujo no entiendo mucho. Es un pastor de los antiguos, con pelo largo y su zamarra. El modelo me lo hago yo de plastilina y luego sólo me cuesta que seguir.
- Aunque sólo se trata de quitar lo que sobra, debe ser difícil, ¿no?
- Mucho. No se puede tener un solo fallo. Un golpe mal dado pue­de mandar todo al traste en cuestión de segundos. Con madera, y en ta­maño pequeño, tengo sacado a navaja el Cristo del Perdón de Atienza.
Fue todo. Pienso que no sería mucho más lo que se me paso sin ver ni conocer de aquel lejano pueblecito nuestro. Tampoco sé, amigo lector, si tendrás ocasión de visitar Tordelrábano. Yo lo hice y guardo de él un grato recuerdo. Si quieres, allí está, simple y escueto, barrido a diario por los aires limpios de entre las dos Castillas.

(N.A. Octubre, 1986)

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