miércoles, 4 de noviembre de 2009

SOTOCA DE TAJO


Con un poco de ilusión la vida se hace más llevadera: “Travesía peligrosa: niños” dice en Sotoca un letrero apenas entras a él. Soto­ca de Tajo, para mal suyo, no tiene niños, desaparecieron cuando emigró la juventud y las perspectivas, ni a corto ni a largo plazo, parecen ser optimistas. Y bien que merecería la pena que Sotoca tuviera niños vivarachos para enredar a sus anchas en los caños de la fuente, para montar molinillos de junco en la corriente que entra y que sale del lavadero, para gritar a placer jugando a esconderse detrás de los troncos de la chopera.
El pueblo de Sotoca, cuando llego yo abre apasionadamente los brazos juveniles de su primavera, pero el corazón apenas si le late, no ­se ve un alma; sólo el susurro de las aguas corrientes y el sopla del viento en las copas mimbreñas de los chopos regalan el oído al tiempo que acrecientan la quietud. Sotoca, entradas ya estas fechas, se con­vierte en un paraíso perdido donde los verdes se descomponen en cien­tos de gamas diferentes, y el vientecillo que sopla de las sierras vecinas arranca de vez en cuando algún meloso escalofrío an­tes de adentrarse en los semitórridos sequedales de la Alcarria.
Acabo de sentarme para olvidar el viaje en uno de los bloques de cemento que quedan a la sombra junto al frontón. A mi derecha está el umbroso camino de Óvila, bordeado de chopos altísimos en los que cantan los jilgueros los chichipanes. Frente a mi asiento los campos espigados del trigal y la acequia limpísima del agua del sobrante. Poco más arriba las cubiertas del lavadero, donde el agua se descuelga de la alberca como una cortina de cristal en continuo movimiento, a imi­tación, pero mucho más natural y abundosa, que en las fuentes princi­pescas de la Granja de San Ildefonso. La fuente pública vierte a este lado de la carretera, un poco más arriba, siempre a mano izquierda de donde yo estoy. “Siendo alcalde D. Jesús Antón”, dice por encima de los cinco caños a reventar que salen del muro meticulosamente blanquea­do de enjalbegue.
Al cabo se desmonta del tractor que conduce don Agustín del Amo. Me da a entender que parte de lo que pienso es verdad, aunque no to­do; que el pueblo está medio abandonado por los que deberían ayudarle, y que la población en vacaciones se desborda, pero que en invierno la cosa ya no es así.
- Veinte o veinticinco seremos de continuo, nada más.
- Pues, aunque me asegura que faltan tantas cosas, agua no será. Y la que se ve me da la impresión de que toda es potable.
- Toda es buena, sí señor. Yo le quería decir que nos faltaba un po­co de ayuda para arreglar el frontón y algunas calles. Nos dan poco. La verdad es que tampoco pedimos mucho.
Otro Agustín, ahora Agustín García, me dice que en los poyos de cemento, a la sombra, se ponen muchas tardes de verano a jugar a las cartas.
- Ah, claro. Y cuando se pasa el sol nos vamos derechitos a las bode­gas. Son costumbres.
- ¿Cómo le llaman al arroyo que surte al lavadero?
- Le decimos el río Majo. Nace a medio kilómetro de aquí y se junta en Óvila con el Tajo.
La abuela Casta pasa delante de nosotros con un cubo lleno de agua. La mujer da los buenos días y se va sin detenerse.
- ¿Es fácil llegar desde aquí a las ruinas del monasterio?
Con tractor sí es fácil. En coche la cosa ya no lo es tanto. Tendría que dar la vuelta por Trillo.
- Pero está más cerca de Sotoca que de Trillo, ¿no?
- Sí, a tres kil6metros escasos. Y unas tumbas muy antiguas abiertas en la piedra a diez minutos de camino andando.
- Qué crimen se hizo con el monasterio de Óvila. Yo pienso que sin culpa alguna por nuestra parte, nos da a todos un poco de vergüenza el recordar aquello; y al final para nada.
- Pues sí. Óvila perteneció a Sotoca, y dicen que pasó a Trillo a consecuencia de la muerte de unos molineros que vivían en la finca.
- ¿Cómo pudo ser eso?
- No me acuerdo bien -me aclara, don Agustín del Amo. A mí me lo contaba muchas veces mi madre cuando era pequeño. Por lo visto, a la molinera la llamaba el dueño, para hacerla de menos, la Tía Escalzota. La mujer le debió decir un día: “Sí, yo seré Escalzota, pero si me ven­de usted la finca se la compro y se la pago en mano". Se conoce que al dueño no le gustó que le dijera aquello, y, cuentan que mató a toda la familia menos a un niño.
- No está mal ¿Yeso qué tiene que ver para que dejase de pertenecer al pueblo?
- Pues, según oídas, la cosa se puso en juicio, y Sotoca, por lo vis­to, no tenía posibles con qué responder. Lo tomaron los de Trillo para defender la causa y pertenece a ellos desde entonces. Una tía mía que vivía en esa casa bajaba a Óvila a trabajar cuando había frailes.
Leyenda o realidad al margen, en torno a las venerables piedras cistercienses de Óvila, baste recordar que en 1930 fue vendido por sus dueños al periodista estadounidense Mr. Hearst, quien mandó desmontar piedra a piedra toda la iglesia, el refectorio, la sala capitular y parte del claustro, para llevárselo a su país y volverlo a reconstruir al otro lado del Atlántico. La Guerra Civil imposibilitó que la obra se consumase, y hoy es una pregunta sin contestar el paradero exacto de todas las piedras del venerable cenobio alcarreño. Un reciente trabajo de José Miguel Merino de Cáceres, aporta datos verdaderamente estremecedores.
- Es mejor olvidarlo, sabe usted.
- Yo también pienso lo mismo.
Los habitantes de Sotoca viven del campo y algo también de la apicultura. La vega, según me cuentan, se pasa temporadas enteras medio ­inundada por el agua de los manantiales que nacen en sus inmediacio­nes. Las nogueras, pese a tener muchas, no son para los vecinos una fuente de ingresos con la que haya que contar.
- Dan muy poco, casi nada. No sabemos si es porque están enfermas o son los hielos los que las estropean, pero la cosa es que escasamente si sacamos para el gasto de casa.
La antigüedad inmemorial de Sotoca de Tajo queda patente en las ca­sas de entramado que vemos al andar por la carretera de Huetos. Al ca­bo de una costanilla aparece el ábside semicircular de la iglesia re­forzado de cemento. En el atrio se condensa todo el sosiego y toda la paz de los pueblos sin gente, a lo que presta color el verde intenso del vallico que nadie pisa y la gracia de las flores amarillas salpi­cadas entre la hierba. La iglesia está cerrada. Tiene un pórtico de sombras y una espadaña con dos campanas y veleta para controlar el pa­so de los vientos. Por encima de las casas de Sotoca, el cerro roque­ro del Castillo, donde las encinas hacen equilibrios entre las peñas negras, protegiendo y vigilando por el norte los tejados, muchos rui­nosos, del barrio alto. Al mediodía, próximas e idénticas, las Tetas de Viana.
- Aquí no hay nada de nada. Por no haber, ni gente -me dice la señora Rosa desde su balcón en la plazuela de la acacia. En invierno ves un alma cristiana por la calle. Si te caes o te pasa algo no tienes quién te levante.
Aunque no pueda afirmarse con total seguridad, puesto que también está la villa de Sotodosos que le discute tal privilegio, hay autores que aseguran que fue Sotoca la antigua aldea de Subduxae, donde a fi­nales del verano de 1213 murió el que fue obispo de Sigüenza San Martín de Finojosa, de regreso, agotado y enfermo, del monasterio de Óvila al de Santa María de Huerta de donde era abad.
- Pues no, mire. Eso sí que no se lo podemos decir a usted. Son co­sas de antiguamente y nosotros en el pueblo no lo sabemos.
Abel es uno de los niños que con un poco de suerte, y siempre que se acuda a Sotoca aprovechando el fin de semana, se podrá ver. El resto de los días los pasa con otros niños de pueblos sin escuela, ­bien en los colegios cabecera de comarca o en las conocidas escuelas-­hogar.
- Aquí somos cuatro chicos. Nos juntamos poco cuando venimos al pue­blo porque siempre hay en algo que trabajar, o en alguna cosa que ayu­dar a nuestros padres. A los de aquí nos llevan a Cifuentes y nos tra­en todos los días en un taxi. En el colegio sólo nos quedamos a comer.
Paseando por la Calle Mayor, Abel con una horquilla al hombro, me cuenta muy serio que el ayuntamiento es una de las casas más ruinosas del pueblo. Luego la veo y compruebo que es verdad. Una portona en arco de piedra y unos muros que amenazan seriamente con ve­nirse abajo de un momento a otro.
- Está hecho polvo. Se va a caer. Querían hacerlo encima del lavade­ro, pero la gente ha dicho que no, que eso no está bien.
Un patio debajo del destartalado ayuntamiento se adorna con clave­les rojos, con hojas de hierbabuena y con flores de lirio. Tres gatos me miran a la vez sin pestañear desde lo alto de una tapia. Cerca de nosotros, el rumor dormilón del arroyo y de las fuentes suena sin pa­rar. Sotoca es pueblo de extraños y delicados encantos.
- Cuando vienen los de la capital les gusta mucho, pero en invierno aquí no se puede estar, el pueblo es muy aburrido.
Acertada filosofía la del tierno Abel, un chico de pueblo que razona mejor que muchos hombres hechos y derechos. Lo que quizás no le haya enseñado todavía su experiencia, es que el mundillo en el que nos desenvolvemos los de fuera de Sotoca, añora desesperada­mente la calma que aquí se respira, el sosiego de su ambiente, el beso incontaminado de la brisa en sus atardecidas que doma las ramas de las chope­ras, la soledad irresistible de sus inviernos...
Al cabo de casi un mes que visité Sotoca, siento el aplauso inte­rior de la conciencia que me hace remotamente dichoso por haber sacado a la luz pública este simpático lugar de la Alcarria que, al menos por una vez, cuenta como merecido protagonista en la atención de nuestro periódico.

N.A. Julio, 1986)

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