El pueblo está situado entre dos aguas, o mejor, entre dos vientos: los de la Sierra y los de la Alcarria, que le lamen la piel subido sobre un alcor de cara a todos los soles, al otro lado del arroyo de la Hontanilla. Tórtola fue, con paulatina tranquilidad, poco a poco, tomando un aspecto elegante y personal que le distingue en el concierto de nuestros pueblos más característicos. Cuando se ha ido palpando todo el color y el sabor de sus calles en cuesta, de sus rincones y de sus miradores hacia la vega, uno se encuentra con un pueblo residencial y campesino a la vez, vergel y besana donde el brusco son de los tractores hace que tiemblen cada mañana y cada tarde las hojas de los rosales y de los laureles, de los perales y de las palmeras en las tierras llanas de la huerta de Moya, siguiendo cauce abajo el hilillo débil del regato.
Escalones y costanillas nos dejan después al pie de la espadaña de la iglesia. En la Cuesta de Calderón, frente por frente con una vieja casona de adobes, un anciano está cortando el pelo a su convecino en un portal. El anciano está sordo, y ni siquiera me ha llegado a mirar embebido en su tarea que va haciendo con lentitud y con maestría. El paciente, que tiene durante la operación medio cuerpo envuelto en un paño donde van cayendo abundantes los restos de la poda, está de espaldas a la luz del portal, un poco entre sol y sombra.
- El Tío Aquilino está ya jubilado. Me corta el pelo por compromiso, por hacerme un favor, pero ya no se dedica a esto.
La iglesia tiene un nido de cigüeñas encima del campanario. Desde el pórtico se domina una extensión inmensa de campos de olivar y tierras de labrantío recién sembradas. La iglesia se abre al mediodía por seis arcos y un soportal en la solana cercado con balaustres de ladrillo. El recinto está solitario, silencioso, abrigado. En los poyos corredizos del soportal se sientan los viejos durante las horas soleadas del invierno y juegan los niños en las tardes de abril, al pie de la imagen del perpetuo Socorro. Tórtola se ve desde nuestro mirador envuelto en una tenue neblina mañanera. El sereno espectáculo de las chimeneas, torciendo todas a la vez su chorro de humo hacia las eras a impulso del viento poniente, se completa con el ladrido de los perros en la lejanía, con el griterío de los muchachos, con el bullir incesante de los tordos y de los gorriones sobre el techo de la iglesia. El pueblo está despierto.
La carretera de Soria atraviesa Tórtola de norte a sur y es su principal protagonista. Junto a la carretera recuerdo haber visto siempre al pasar corrillos de gente reunidos en tertulia, labradores descansando a la sombra, mujeres que vienen y van con la cesta de la compra, muchachos en bicicleta por la cuesta de la soledad. Hoy, sin embargo, la carretera está desierta. Hay un señor enredando en el tubo de la estufa de un establecimiento de vinos y licores que se llama “Un alto en el camino”. Más adelante, un hombre con gafas oscuras y cara de poca salud toma el sol sentado en el pasillo de su casa en compañía de un perrillo ratonero que sestea junto al quicio.
- Buenos días. Cuánta tranquilidad, ¿verdad?
- Mucha, sí señor; de eso no falta. Como ha llovido, la gente aprovecha para irse a sembrar. Otros están a coger aceituna. Los viejos también salen por aquí, pero más tarde.
- Tiene un pueblo muy cuidado. Me gusta mucho.
- No está mal. Eso es porque la gente nos e ha ido. La juventud se va a trabajar a las fábricas de Guadalajara, y para el caso es como si estuvieran en el pueblo. Y ahora, tal y como está la cosa, los que no se han ido antes ya no se van. ¿No ha ido usted a ver las granjas?
- No he ido. No señor.
Están ahí arriba. Yo creo que tienen cerca de las cuarenta mil gallinas. Se va según se sube para la ermita. Aquello es digno de ver. A estas horas seguro que están sacando los huevos.
El pueblo nuevo goza hoy, pese a su difícil emplazamiento, de una buena urbanización. Tórtola es como un escaparate de viviendas saneadas muy variado, que ha ido surgiendo sobre las cenizas del antiguo pueblo de esparteros, que todavía queda como muestra el botón de muchos paredones de tierra que se están viniendo abajo tomados de humedad, por los vientos y por el efecto demoledor del abandono.
En las explanadas que el pueblo tiene alrededor, pequeñas heredades fuera de uso en lo que fueron las eras, duermen a la intemperie las viejas máquinas para el trabajo revestidas de su mortaja de herrín. Tórtola, aun en tiempos de sequía, es un pueblo mimado por las aguas. En la Hontanilla discurren copiosas las fuentes, viejas las dos, que conocen por la Fuente Nueva y la Fuente Vieja. De la Fuente Nueva caen cuatro chorros de un agua fresquísima cuyo caudal acaba en los pilones del lavadero. La Fuente Nueva convida a beber, y uno lo hace sin que le apetezca. Un hombre de pocas carnes, avanzada edad, faja blanca de las de tres vueltas enrollada al talle y exquisito sentido del humor, me mira sonriente y picarón desde la solana del lavadero.
- Buen agua, amigo, de esto si que no se pueden quejar.
- Buena, sí señor, y mucha más de la que necesitamos. Aquí no falta nunca.
- La pena es que los abrevaderos ya no servirán para nada, con eso de que los tractores no beben…
- Hombre, de cuando en cuando viene alguno a abrevar. Usted lo ha hecho ahora mismo.
Nuestro hombre se llama Eugenio, don Eugenio de la Fuente, y es alguacil, encargado de los servicios de agua, pesador oficial de la báscula pública y alguna cosilla más que uno lamenta no recordar en este momento. Don Eugenio se siente orgulloso de su pueblo, del agua y de las fuentes de la Hontanilla sin distinción.
- ¿A que no sabe usted cuántos litros echan entre las dos cada hora que pasa?
- Qué sé yo. Muchos. No hay más que verlo.
- Ésta echa diez mil litros, y la Vieja doce mil.
- Qué barbaridad. Con la sed que pasan algunos.
- Pues ya ve, aquí la tenemos por demás. Luego pasa al lavadero y después al arroyo.
- Me he dado cuenta, señor Eugenio, de que tiene usted los dedos torcidos. El reuma.
- ¡Qué va! Esto es de hacer esparto. Yo me he pasado la vida haciendo esparto. Aquí vivíamos de eso antiguamente. Luego vinieron las gomas, los plásticos, los transportes, y lo del esparto se acabó. En Tórtola se hacía esparto para media España.
- No me diga.
- Desde la estación de Fontanar se mandaba a Soria, a Teruel, a Zamora, a Burgos, a muchas partes. Luego, los de aquí iban con caballerías por toda la provincia de Guadalajara vendiendo. Bueno, los que tenían caballerías, que los más pobres nos dedicábamos sólo a hacer la pleita y a preparar los serones, las aguaderas, las espuertas, todo. Aquí se trabajaba el esparto crudo.
- ¿La planta la cogían aquí en el término?
- Lo traían casi todo de fuera, de Aragón, de Murcia, de Taracena, y de aquí también. Las mujeres iban haciendo la pleita y los hombres dábamos la forma al serón o a lo que fuese. Como desde aquí a Barcelona me he hecho yo de cuerda para coser esparto. Si quiere, véngase hasta la báscula, que allí tengo un poco sin terminar.
Cuando el señor de la Fuente, el ilustre alguacil de Tórtola, se dio cuenta de que éramos amigos, de que era improcedente andarse con tapujos ni con segundas partes, me llevó hasta su cuartel general en la caseta de la báscula, junto al arroyo. Por el camino mi amigo me fue contando que hasta hace poco los habitantes del pueblo habían sido quinientos uno, pero que un fallecimiento reciente había redondeado la cifra; también me hablo de que aunque la gente se empeñe en dar más importancia a las que se celebran en septiembre, las verdaderas fiestas de Tórtola son a primeros de mayo: la Virgen de la Cuesta y el Cristo del Remedio; me dijo que el esparto crudo no tiene nada que ver con el esparto cocido, que el cocido es más suave y se emplea para peludos y cosas finas.
En la caseta tiene el señor Eugenio un serillo de pleita enrollado en espiral. Allí me hizo una demostración en vivo de su habilidad en el oficio y me fue explicando, con la mano agarrada al serillo, cómo se le habían llegado a torcer los dedos a fuerza de apretar.
- Aún hago la cuerda deprisa ¿No le parece?
- Hombre y tanto. Alguna vez he llegado yo a probar, pero la verdad es que no hay comparación. Mi abuelo que en paz descanse trabajaba bien el esparto.
- Pues ya le digo, días de doscientos y trescientos metros de cuerda para coser, y así hasta que desapareció el esparto. Esto lo estoy haciendo para regalárselo a uno y aún no ha venido a recogerlo.
Metidos ya en la media mañana, los ancianos del pueblo están comenzando a salir de sus casas hasta los rincones de la carretera. Son hombres simpáticos, bonachones, que pasan a su edad la prueba del invierno con elegancia, soñando junto al fuego del hogar o recordando en la solana aquellos tiempos suyos que, para bien o para mal, desaparecieron para no volver trayendo por secuela este mundo loco. Por la Hontanilla, con dirección paralela al riato, baja un tractor enorme, un monstruo de metal pintado de verde, con tres vertederas tras de sí atascadas de tierra húmeda.
Escalones y costanillas nos dejan después al pie de la espadaña de la iglesia. En la Cuesta de Calderón, frente por frente con una vieja casona de adobes, un anciano está cortando el pelo a su convecino en un portal. El anciano está sordo, y ni siquiera me ha llegado a mirar embebido en su tarea que va haciendo con lentitud y con maestría. El paciente, que tiene durante la operación medio cuerpo envuelto en un paño donde van cayendo abundantes los restos de la poda, está de espaldas a la luz del portal, un poco entre sol y sombra.
- El Tío Aquilino está ya jubilado. Me corta el pelo por compromiso, por hacerme un favor, pero ya no se dedica a esto.
La iglesia tiene un nido de cigüeñas encima del campanario. Desde el pórtico se domina una extensión inmensa de campos de olivar y tierras de labrantío recién sembradas. La iglesia se abre al mediodía por seis arcos y un soportal en la solana cercado con balaustres de ladrillo. El recinto está solitario, silencioso, abrigado. En los poyos corredizos del soportal se sientan los viejos durante las horas soleadas del invierno y juegan los niños en las tardes de abril, al pie de la imagen del perpetuo Socorro. Tórtola se ve desde nuestro mirador envuelto en una tenue neblina mañanera. El sereno espectáculo de las chimeneas, torciendo todas a la vez su chorro de humo hacia las eras a impulso del viento poniente, se completa con el ladrido de los perros en la lejanía, con el griterío de los muchachos, con el bullir incesante de los tordos y de los gorriones sobre el techo de la iglesia. El pueblo está despierto.
La carretera de Soria atraviesa Tórtola de norte a sur y es su principal protagonista. Junto a la carretera recuerdo haber visto siempre al pasar corrillos de gente reunidos en tertulia, labradores descansando a la sombra, mujeres que vienen y van con la cesta de la compra, muchachos en bicicleta por la cuesta de la soledad. Hoy, sin embargo, la carretera está desierta. Hay un señor enredando en el tubo de la estufa de un establecimiento de vinos y licores que se llama “Un alto en el camino”. Más adelante, un hombre con gafas oscuras y cara de poca salud toma el sol sentado en el pasillo de su casa en compañía de un perrillo ratonero que sestea junto al quicio.
- Buenos días. Cuánta tranquilidad, ¿verdad?
- Mucha, sí señor; de eso no falta. Como ha llovido, la gente aprovecha para irse a sembrar. Otros están a coger aceituna. Los viejos también salen por aquí, pero más tarde.
- Tiene un pueblo muy cuidado. Me gusta mucho.
- No está mal. Eso es porque la gente nos e ha ido. La juventud se va a trabajar a las fábricas de Guadalajara, y para el caso es como si estuvieran en el pueblo. Y ahora, tal y como está la cosa, los que no se han ido antes ya no se van. ¿No ha ido usted a ver las granjas?
- No he ido. No señor.
Están ahí arriba. Yo creo que tienen cerca de las cuarenta mil gallinas. Se va según se sube para la ermita. Aquello es digno de ver. A estas horas seguro que están sacando los huevos.
El pueblo nuevo goza hoy, pese a su difícil emplazamiento, de una buena urbanización. Tórtola es como un escaparate de viviendas saneadas muy variado, que ha ido surgiendo sobre las cenizas del antiguo pueblo de esparteros, que todavía queda como muestra el botón de muchos paredones de tierra que se están viniendo abajo tomados de humedad, por los vientos y por el efecto demoledor del abandono.
En las explanadas que el pueblo tiene alrededor, pequeñas heredades fuera de uso en lo que fueron las eras, duermen a la intemperie las viejas máquinas para el trabajo revestidas de su mortaja de herrín. Tórtola, aun en tiempos de sequía, es un pueblo mimado por las aguas. En la Hontanilla discurren copiosas las fuentes, viejas las dos, que conocen por la Fuente Nueva y la Fuente Vieja. De la Fuente Nueva caen cuatro chorros de un agua fresquísima cuyo caudal acaba en los pilones del lavadero. La Fuente Nueva convida a beber, y uno lo hace sin que le apetezca. Un hombre de pocas carnes, avanzada edad, faja blanca de las de tres vueltas enrollada al talle y exquisito sentido del humor, me mira sonriente y picarón desde la solana del lavadero.
- Buen agua, amigo, de esto si que no se pueden quejar.
- Buena, sí señor, y mucha más de la que necesitamos. Aquí no falta nunca.
- La pena es que los abrevaderos ya no servirán para nada, con eso de que los tractores no beben…
- Hombre, de cuando en cuando viene alguno a abrevar. Usted lo ha hecho ahora mismo.
Nuestro hombre se llama Eugenio, don Eugenio de la Fuente, y es alguacil, encargado de los servicios de agua, pesador oficial de la báscula pública y alguna cosilla más que uno lamenta no recordar en este momento. Don Eugenio se siente orgulloso de su pueblo, del agua y de las fuentes de la Hontanilla sin distinción.
- ¿A que no sabe usted cuántos litros echan entre las dos cada hora que pasa?
- Qué sé yo. Muchos. No hay más que verlo.
- Ésta echa diez mil litros, y la Vieja doce mil.
- Qué barbaridad. Con la sed que pasan algunos.
- Pues ya ve, aquí la tenemos por demás. Luego pasa al lavadero y después al arroyo.
- Me he dado cuenta, señor Eugenio, de que tiene usted los dedos torcidos. El reuma.
- ¡Qué va! Esto es de hacer esparto. Yo me he pasado la vida haciendo esparto. Aquí vivíamos de eso antiguamente. Luego vinieron las gomas, los plásticos, los transportes, y lo del esparto se acabó. En Tórtola se hacía esparto para media España.
- No me diga.
- Desde la estación de Fontanar se mandaba a Soria, a Teruel, a Zamora, a Burgos, a muchas partes. Luego, los de aquí iban con caballerías por toda la provincia de Guadalajara vendiendo. Bueno, los que tenían caballerías, que los más pobres nos dedicábamos sólo a hacer la pleita y a preparar los serones, las aguaderas, las espuertas, todo. Aquí se trabajaba el esparto crudo.
- ¿La planta la cogían aquí en el término?
- Lo traían casi todo de fuera, de Aragón, de Murcia, de Taracena, y de aquí también. Las mujeres iban haciendo la pleita y los hombres dábamos la forma al serón o a lo que fuese. Como desde aquí a Barcelona me he hecho yo de cuerda para coser esparto. Si quiere, véngase hasta la báscula, que allí tengo un poco sin terminar.
Cuando el señor de la Fuente, el ilustre alguacil de Tórtola, se dio cuenta de que éramos amigos, de que era improcedente andarse con tapujos ni con segundas partes, me llevó hasta su cuartel general en la caseta de la báscula, junto al arroyo. Por el camino mi amigo me fue contando que hasta hace poco los habitantes del pueblo habían sido quinientos uno, pero que un fallecimiento reciente había redondeado la cifra; también me hablo de que aunque la gente se empeñe en dar más importancia a las que se celebran en septiembre, las verdaderas fiestas de Tórtola son a primeros de mayo: la Virgen de la Cuesta y el Cristo del Remedio; me dijo que el esparto crudo no tiene nada que ver con el esparto cocido, que el cocido es más suave y se emplea para peludos y cosas finas.
En la caseta tiene el señor Eugenio un serillo de pleita enrollado en espiral. Allí me hizo una demostración en vivo de su habilidad en el oficio y me fue explicando, con la mano agarrada al serillo, cómo se le habían llegado a torcer los dedos a fuerza de apretar.
- Aún hago la cuerda deprisa ¿No le parece?
- Hombre y tanto. Alguna vez he llegado yo a probar, pero la verdad es que no hay comparación. Mi abuelo que en paz descanse trabajaba bien el esparto.
- Pues ya le digo, días de doscientos y trescientos metros de cuerda para coser, y así hasta que desapareció el esparto. Esto lo estoy haciendo para regalárselo a uno y aún no ha venido a recogerlo.
Metidos ya en la media mañana, los ancianos del pueblo están comenzando a salir de sus casas hasta los rincones de la carretera. Son hombres simpáticos, bonachones, que pasan a su edad la prueba del invierno con elegancia, soñando junto al fuego del hogar o recordando en la solana aquellos tiempos suyos que, para bien o para mal, desaparecieron para no volver trayendo por secuela este mundo loco. Por la Hontanilla, con dirección paralela al riato, baja un tractor enorme, un monstruo de metal pintado de verde, con tres vertederas tras de sí atascadas de tierra húmeda.
(N.A. Febrero, 1982)
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