sábado, 28 de noviembre de 2009

VAL DE SAN GARCÍA


Cifuentes, la herencia de doña Mayor con el castillo de don Juan Manuel en bandolera, me ha tenido a bien acoger cubriendo carrera a lo largo de las cien fuentes con la tarde entrada de un plácido fin de semana. Desde los vertederos del desecho municipal, o quizás un poco antes, comienza el áspero camino de tierra y piedrecilla movediza que en diez minutos me llevará hasta la entrada de Val, uno de los escasos lugares de la provincia de los que no tenía la menor referencia.
El terreno que me acerca al caserío es elevado desde que salí de Cifuentes. Dada la pésima condición de la pista, se hace preciso circular con cuidado para no hundirse en las regueras que el agua de lluvia abrió a lo largo del camino. Como adorno más común, por no decir único, se ven a uno y otro lado chaparros ásperos y adustos carrasquillos que sirven de tapiz al inmenso y bellísimo panorama general de la Alcarria. Ligeramente a nuestra derecha quedan atrás las Tetas de Viana, cuño y blasón de todas aquellas tierras en donde uno no pone en duda desde hace tiempo, que en las noches de luna llena se reúnen en aquelarre y se emborrachan de churo, después de hartos de miel, los brujos de la Alcarria, emprendiendo después divertidos bailes sobre las dos plataformas parejas.
Val de San García viene a caer al final de un descenso difícil del camino, anclado como sedimento en el fondo de una vega que tiene como telón de remate las laderas de tomillo, y como aledaño extensas praderas infecundas que en otro tiempo fueron campos de labor en los parajes que los vecinos conocen por Cantarranas, el Hoyo, o simplemente la Vega.
- No se cultiva, no señor. Son parcelillas tan pequeñas que no merece la pena. Las maquinarias no pueden casi entrar.
- Con la Concentración tendrían todo resuelto.
- Si, la Concentración parece que nos la van a hacer; ya andan en ello.
Antes de llegar al pueblo, a la entrada, hay dos pozos de agua potable con sus correspondientes abrevaderos. El agua se saca de los pozos moviendo la palanca manual de una bomba extractora muy práctica. La más vieja de las dos no funciona. Luego, una fuente pública con grifo que se abre y se cierra a voluntad, donde las abejas acuden a beber de vuelta a la colmena. La fuente remata en un bolón de cemento.
En la pradera pasta una mula negra. Cerca de donde yo paso ha dejado su amo la albarda de montar, con un azadón escondido debajo. El sol desciende por el poniente, dejando a la caída los parajes y las casas de un delicado, casi transparente, color naranja. El pueblo queda un poco en el alto. A mano derecha trinan los pájaros en los chopos de la veguilla. Subo por los bordes de una linde pisando la hierba. Más alta que los tejados de las casas se ve la espadaña de la iglesia, recogiendo en el triángulo de su frontis toda la luz de la tarde.
Después cambio de dirección para ver de cerca el fenómeno natural de una noguera podrida que hay por el Hoyo. Caído en el suelo desde hace cinco años, presenta en sus entrañas una covacha de corteza donde los chiquillos juegan en verano y que muy bien podría albergar en caso de lluvia a dos o tres personas cómodamente. El tronco colosal se agarra al suelo con varios tentáculos completamente secos. Arriba, igual que al olmo de don Antonio Machado, presenta el milagro de sus ramas verdecidas, que a buen seguro han dado alguna nuez, fruto de su muerte, como, según la leyenda, el Cid conquistó la ciudad de Valencia.
Ahora decido acercarme en el pueblo por otra dirección, que no es precisamente la de la entrada. Las casas por este ala están casi todas hundidas. Montones de palitroques polvorientos, cascotes de teja, recortes de muro, zarzas secas, escombros y cardenchales, componen la visión de Val desde esta posición norte por la que me acerco. Una de estas casonas, muestra saludando al último sol, un elegante ventanal con columnas laterales, relieves curiosos, y repujados sobre las jamabas: año 1923. Ahora la plaza solitaria, ocupada de hierbas y de silencio. Un olmo en mitad sobre peana de tierra y piedras, espera paciente su final. Alrededor son todo casas que se dejan caer, apocalíptica desolación, ruinas.
Oigo la voz de personas que hablan en el atrio de la iglesia. A la entrada de la iglesia hay una pareja de olmos moribundos que guarda la barbacana del pretil. En la puerta de la iglesia hay tres hombres y una mujer hablando junto al tronco de una acacia aplatanada.
- Pues nos ha cogido aquí un poco por casualidad. Como es sábado nos han dicho misa por la tarde y aquí estamos, sin mucha prisa por irnos a casa.
Eran doña Julia Vicente, don Daniel Cercadillo, don Ricardo Vicente, y el alcalde pedáneo, bastante joven él, Demetrio Vicente.
- Muchos Vicentes debe haber en el pueblo.
- Pues sí que somos bastantes -aclara don Ricardo-. Yo soy Vicente en los dos apellidos.
- Ah, pues todavía hay quien le gana. El barrendero de Condemios, allá por la Sierra de Atienza, se llama Vicente Vicente Vicente.
Mis contertulios puntualizan, y me aclaran que eso de los nombres es igual que todas las cosas, que salta la curiosidad donde menos lo esperas.
- Pues mire usted, en Cifuentes hubo uno que se llamaba Juan Toro Bravo.
- ¡Caray! Pues tampoco iba mal el hombre. Yo se de uno de la provincia de Huesca que se llamaba Modesto Lapena Amarga, y otro de Poyatos, en la Serranía de Cuenca -creo que todavía vive- que se llama Aurelio Molinero de la Presa.
Dicen estos amigos que Val de San García es un pueblo que ha ido a menos, y que como se descuiden desaparecerá del mapa a no tardar mucho; que tendrían que hacerles un poco más de caso del que les hacen.
- A ver -dice el alcalde-, como somos pocos siempre se agarran a que no merece la pena. Y así tiene usted la carretera que viene de Cifuentes, que no hay quien circule por ella, y el ayuntamiento en estado de ruina, y todo por un estilo.
- ¿Cuántos habitantes son de continuo?
- Muy pocos. Cuatro o cinco familias, y no todos duermen en el pueblo.
El portalejo de la iglesia se sostiene sobre cuatro medias columnas. Por lo menos, según parece desde fuera, la iglesia presenta una estampa algo más cuidada y optimista que el resto de las casas, generalizando un poco. Es pequeña por dentro, con una sola nave. El presbiterio se corona con una bonita cúpula en forma de media naranja. La imagen de la Virgen del Rosario está colocada aún en las andas desde la fiesta mayor.
- Pues que no la hemos quitado aún, ya lo ve.
- Tuvieron buena fiesta, creo.
- Sí, este año no estuvo mal. Se celebra el primer domingo de octubre, y en esta última aún nos hemos juntado aquí más de ciento cincuenta personas. Vino la Rondalla Cifontina y la banda de música de Cifuentes. Hubo bastante animación.
Quien tiene más conocimiento de las cosas de Val es don Daniel Cercadillo. Seguramente por ser el mayor de los que están conmigo, y por su afición a leer en los libros y a escribir cosas.
- Pues sí señor, uno hace lo que puede, y todo por afición. Ahora soy un poco el periodista del pueblo. Ahí, donde tenemos el Cristo, hubo antes un cuadro de Juan de Juanes.
- ¡No me diga!
- Sí, señor. Quiero recordar que representaba a la Santísima Trinidad. Ya hace mucho que se lo llevaron. Y un Ecce-Homo, así un poco al estilo de Montañés, que lo quemaron cuando la guerra.
Me fijo en la bóveda de medio cañón que cubre la nave, en el coro donde ya nadie canta, y en dos imágenes más, una de la Purísima, y otra de San Pedro, demasiado grande para el nicho que la recoge.
- Pues ahí detrás de usted está San Antonio.
- Es verdad, no me había dado cuenta.
- San Antonio tiene aquí muchos devotos. Cuando llega su fiesta, en junio, acuden todos los hijos del pueblo sin que los llame nadie.
- La pena es que hayan quedado tan pocos. Es un mal tan corriente que uno ya está acostumbrado, pero que no por eso deja de ser un mal.
- Ya lo creo que lo es. Hace ahora veinticinco años éramos aquí ciento ochenta personas. Mi padre -explica don Daniel- estuvo de secretario treinta años, y yo he sido juez, secretario, sacristán, de todo. Ya ve si lo sabré bien.
Por la calle de la Escuela, que es a modo de escape hacia los campos en dirección saliente desde la plaza, están las casas más antiguas, seguramente, de todo el pueblo de Val. Sobre los dinteles de sus puertas hay escritas fechas, escudos, y alguna leyenda piadosa en honor del Santísimo Sacramento. Con un poco de imaginación y paciencia, es posible descifrar sobre la fachada de la antigua escuela el nombre del piadoso señor que en el siglo XVII la mandara construir: “Elí Roque Castillo.1670.”
- Pues en un libro de cuentas de la iglesia he leído yo que en el siglo XVI se llamaba el pueblo Val de los Callados. Es Empecinado pasó por aquí una noche cuando los jaleos de los franceses en Cifuentes.
Como casi todas las del pueblo, estas viviendas cercanas a la plaza están esperando una reparación a fondo desde los cimientos, o el desplome inevitable en cualquier noche de invierno.
- Les dará pena ver al pueblo en el que se ha vivido siempre en estas condiciones, ¿verdad?
- Nadie sabe la pena que nos da el verlo todo así.
La calle real está plagada de matujos y de hierbas que crecen entre las piedras. Sobre el poyo de un paredón hay un huerto de olivos sin cuidar. Uno, que como cada hijo de vecino se equivoca con más frecuencia de lo que fuese de desear, tenía idea de que el pueblo había sido anejo de Cifuentes desde siempre.
- No señor, hasta hace dieciséis años tuvimos ayuntamiento propio. Luego ya nos anexionaron a Cifuentes.
La casa de Daniel, al final de la calle Real, tiene un patio con una morera en el centro. Pienso que el rinconcito debe ser inmejorable para las trasnochadas de verano.
- Hombre, no hay nada mejor. Aquí se echan las partidas divinamente.
El salón principal o comedor de la casa de Daniel se alumbra con una bombilla tenue, escondida entre los colgantes de una lámpara antigua. Se ve muy poco. Junto a la mesa camilla hay un mueble librería con algunos tomos, antiguos y modernos de literatura variadísima, colocados en los estantes.
- Me vienen muy bien los libros -me dice. Como a veces se nos presentan unos inviernos fríos y estoy solo, pues me pongo a leer. Una vez me puse a escribir la historia del pueblo, pero lo tuve que dejar porque me faltaban datos.
Val tiene algunas bodegas subterráneas donde conservar el vino. Sedes de jolgorio y mocedad en tiempos ya idos, y motivo ahora de recuerdos y añoranzas, como la solemne juerga colectiva de los dieciocho mozos del pueblo en el año 1935, que en el plazo de un día y poco más, se bebieron tres arrobas de limonada
- Esa es sólo una de las que yo me acuerdo en este momento –dice Daniel.
Don Fausto Recuero del Rey tiene ochenta y cuatro años. Es el más viejo de los habitantes de Val de San García. Vive en una casa con parra que da sombra a la puerta de entrada, bajo la que suelen organizar durante el verano sus buenas partidas de cartas. Don Fausto es un hombre extraordinario, alcarreño de buena hechura, enamorado de aquel escondido rincón en donde ha vivido siempre.
- Sí; y que no pienso salir de aquí aunque me saquen con grúa. Me encuentro muy a gusto en mi casa y en mi pueblo. Tengo seis hijos fuera, y es rara la temporada en la que no viene alguno.
Mis amigos de Val me propusieron que me quedase un poco más haciéndoles compañía. Me hubiera gustado, pero no lo hice. El camino hasta Cifuentes nos de lo más aconsejable para pasarlo sin un poco de luz del día.
Val de San García, con sus cuatro puntitos de luz por las esquinas al anochecer, se empieza a dormir en su tranquilo lecho de la Alcarria. Imagen fiel de aquellos lugares en los que se petrificó el pasado.

(N.A. Diciembre, 1987)

1 comentario:

Angel Luis dijo...

Pues yo soy testigo de que este pueblo ha resurgido actualizandose sin dejar sus raices,gracias a la ilusion y el buen proposito de sus pocos habitantes.Motivo por el cual tenia que ser ejemplo y motivacion para todos los pueblos por muchos habitantes que estos tengan ya que en estos falta el espiritu constructivo que en el Val de San Garcia sobra.