miércoles, 25 de noviembre de 2009

TRILLO


Tomando como mirador la barandilla que hay sobre el puente de Trillo, uno piensa que, tanto por su emplazamiento natural como por su distribución, aquél es un pueblo difícilmente superable a la hora de fijar un valor para sus encantos. Al pasar por Trillo, el Tajo ofrece al visitante uno de los espectáculos más serenos y románticos que haya podido contemplar en ningún otro rincón de esta tierra. A su paso por Trillo, el Tajo trae a la memoria su manso discurrir por los jar­dines de Aranjuez, solo que aquí más agreste, más natural, más bello.
Para mi uso -que es el uso de quien se acerca a Trillo por primera vez-, el pueblo tiene dos partes perfectamente diferenciadas: una que se inicia en la Plaza de la Vega, con sus casonas centenarias, sus puertas de valioso herraje y sus arcos evocadores; otra, que, tomando como paso las márgenes del río, continúa calle arriba por una costanilla ca­mino de la iglesia o se estira a lo largo del Tajo por lo que allí llaman la Tajonada. Los pescadores de caña al pie del puente tienen algo de consustancial con la vida de Trillo; pescadores de caña que conocen el oficio y que acostumbran a subir al pueblo cada tarde cargados de trofeos, que a la sombra de los árboles consiguieron en noble y pa­ciente lid.
Con las manos apoyadas en sus muletas ortopédicas, don Felipe Pérez se toma un quinto de cerveza junto al muro lateral de la calle que corre paralela al río. Don Felipe Pérez me dio la impresión de que lleva muchos años, si no pescando, viendo pescar desde su propia casa.
-Mire: aquí lo que más se saca es la boga y el barbo. Luego hay otra clase pequeña que se llama gobio y que la andan sacando para cebo del lucio. Bogas salen muchas, y los barbos se sacan bastante grandes.
-¿De dónde viene todo ese murmullo de agua que se oye?
-Eso es de la cascada que está ahí detrás. ¿N o la ha visto?
-No; no la he visto. La verdad es que acabo de llegar.
-Vaya usted y ya verá. Lo hace el río Cifuentes, que muere ahí, al lado del puente. Hay una cascada donde está el Mesón y otra un poco más arriba, que se ve desde la carretera. Toda esa parte es muy bonita; yo creo que es lo más bonito que tiene el pueblo.
Por la pasarela que hay en el hondo que va al Mesón, tres jovencitas se ríen de nadie a carcajada limpia; llevan los labios pintados y flores en el pelo, como las hawaianas. Al pie de la cascada con la que el Ci­fuentes dice adiós a su corto correr en este mundo, el agua despide a su caída un polvillo imperceptible y húmedo que refresca la piel. A los lados de la chorrera hay casas colgadas, árboles colgados que meten como pueden sus raíces entre la pared salitrosa y pájaros que vuelan de un lado para otro escondiéndose entre los líquenes y la hiedra. Lo que en el pueblo conocen por El Mesón debió ser hace tiempo lavadero municipal y hoy es merendero o bar arrendado por el Ayuntamiento. En el Mesón sólo hay cuatro ancianos que juegan en una mesa; en el verano dicen que la cosa cambia. Sentado sobre una rueda de molino que hay entre la fronda y teniendo alrededor una docena de chopos gigantescos, uno contempla extrañado la instalación inverosímil de otro bar sobre la roca, y con el rumor del río como fondo, se da cuenta de que está solo, más solo que la una, dentro de un pueblo que se le antoja tendrá mucho que ver y que contar.
Al subir de nuevo hacia la carretera me pareció ver a un viejo co­nocido con el que hace años compartí mi tiempo militar, al pie del cañón, en un Regimiento de Artillería.
-Perdona. Si no recuerdo mal, tú eres Ochaíta, ¿verdad?
-Y tú, Serrano, ¿no?
Tomás Ochaíta, a quien no había vuelto a ver desde hace casi veinte años, es maestro de Trillo, su pueblo, prácticamente desde que comenzó en la profesión, siendo muy joven. Con él entré en la vida del pueblo y, desde luego, fui testigo por añadidura de alguna vivencia costum­brista y amable en el correr de sus días.
-El pueblo tendrá ahora unos 650 habitantes, más o menos, obre­ros en su mayoría. El campo aquí no es bueno y por eso no hay apenas nada de agricultura. Un ochenta por ciento de las familias viven del sanatorio, donde trabajan en los servicios del centro, y algunos otros en la construcción.
Hijo ilustre de Trillo lo fue el arzobispo don Luis Alonso Muño­yerro, a quien el pueblo le ha dedicado una de sus mejores calles. En la Plaza de la Vega nos encontramos con don Pablo Gutiérrez, noventa años a la espalda y cuerda para tirar. Don Pablo Gutiérrez es pescador donde los haya, buen hortelano, según él, y cantaor por el estilo que le pidan.
-Yo empecé a cantar a los doce años y lo hago mejor que ningún español. En San Isidro le canté a la Virgen del Campo. He cantado mucho en Zaragoza, y en Melilla, cuando estuve en 1912 tres años sin venir a casa. Allí cantaba yo para que bailasen los andaluces. Ahora quiero cantar en la radio para que me escuche mi hijo, que está de mi­sionero en América.
-Y la pesca, ¿qué?
-¿La pesca? Hoy he sacado dos barbos. No crea que sale mucho ahora, no. La pesca está todavía aletargada y es porque el río baja agua de nieve, pero cuando empiece a salir bien se sacará mucho. Mire: la boga es el pez más ligero que hay; a ése no le coge ni el lucio ni nin­guno.
-El lucio dicen que es peligroso, ¿no?
- ¡Qué va! Yo los he cogido hasta de 15 kilos ya mí no me han mordido nunca. En la gravera se sacan al pez vivo por arrobas.
-¿Qué hace usted con lo que pesca?
-Lo que pesco lo doy o lo tiro. Yo no puedo ya comerme eso.
-Pues, muy bien, señor Pablo. ¡Cuánto me alegro de haberle co­nocido!
-¡Ah! ¿No quiere usted que le cante una rondeña?
-Sí, hombre; no faltaría más, si es su deseo. . .
Después de cantar la rondeña que él mismo se había acompañado simulando sonidos de guitarra, don Pablo continuó adelante por el Camino de la Barca. Desde las eras del Castillo, se contempla abajo toda la zona residencial del pueblo nuevo, aunque uno, ésa es la verdad, prefiere la parte antigua, con sus rumores de agua que se despeña, sus cataratas y sus pescadores de caña debajo del puente.
-¿Qué? ¿Tomáis un traguillo?
En la bodega de Salvador llegamos a catar tres clases de vinos diferentes: guardados en tonel de madera, en botellón de cristal y en vasija de plástico. A la hora de opinar, uno reconoce su incapacidad en la materia, fruto de la inexperiencia, tal vez, y se marcha de allí con la remota sensación de haber desempeñado un mal papel. En la de Máximo probamos el churú, un extraño licor exótico, dulzón y de buen paladar, que pega a poco que se le pierda el respeto. El churú es ori­ginario de Morillejo y viene a ser como una mezcla de aguardiente y mosto de uva. La bodega de José Hernández, Joselete, está provista de luz artificial, altavoces, cocina de fuego bajo y servicio de bar. Es una bodega confortable y meticulosamente cuidada, un pequeño paraíso mo­runo abierto en las entrañas de la tierra. En la bodega de Joselete caímos a la hora justa de la merienda: conejo frito con ajos, pan y vino añejo en porrón recién sacado de la cueva, es un menú sin protocolos que suele sentar bien en cualquier momento. La gente de Trillo es ge­nerosa y hospitalaria, invita siempre con el corazón en la mano y es de buena educación aceptar sin condiciones; un detalle, al fin y al cabo, que les honra y que marcha a la par con todo lo bueno que en el pueblo hay y que nunca debiera pasar desapercibido.

(N.A. Junio, 1980)

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