Al pasar por Torremocha del Campo tomé como compañero de viaje a mi amigo Armando Layna, un chaval de quince años, simpático y majo donde los haya, que tiene a sus abuelos en Torrecuadrada.
Es posible que los fuertes calores de la época hayan podido deslucir lo mucho que tiene de delicia el hecho de andar, con toda la tarde por delante, por estos áridos parajes de la provincia donde lo agrio y lo sublime conviven encerrados dentro del mismo marco, sin otra razón que los inexplicables caprichos de la Naturaleza, que no es poca razón.
En las charcas vecinas de Laranueva hay un grupo de chicos pescando ranas con caña. En Renales merodea por la sombra la chiquillería de los veraneantes jugando entre los chopos. Los bajos son como una explosión de fertilidad tostados de mies, en tanto que las hierbas menos efímeras hacen imposible la visión del terreno por encima de las lindes que sirven de límite a unos cuartelillos minúsculos en los que suda el hombre.
Torrecuadrada de los Valles es un pueblo enclavado sobre una plataforma que rodean toda una serie de vegas y de vallejuelos húmedos y fecundos. El nombre le viene de ahí. Estamos ante un pueblecito extraño, bastante olvidado, con una plaza informe que coincide con el ensanche de la carretera al bajar de una cuesta. En la plaza se ven cuatro o seis personas que están hablando de pie a la sombra de una esquina. Me dice Armando que su abuelo es uno de los hombres que están en el corro, aquel señor mayor que lleva al hombro una legoncilla de excavar los huertos.
- Bueno, pues yo le acompaño adonde quiera usted. El pueblo tiene poco que ver. Si quiere pedemos subir hasta la iglesia. Está ahí detrás, en el alto ese.
Antes de llegar a la iglesia, el señor Basilo Marco me explicó que los vallejuelos que preceden al pueblo por el noreste se llaman Los Perales y La Noguera, y que los suelen sembrar de cebada y de avena porque resulta lo más cómodo y lo más práctico. Un poco hacia el poniente quedan Los Huertos, Las Paderejas, Las Cruces y Cuestarredondos, parajes consecutivos de la misma vega que ascienden con suavidad buscando los robles jóvenes de El Carril. Por Los Huertos, la chopera riza el intenso verde de sus hojas con el viento que sopla desde arriba.
- Tengo la impresión de que son tierras muy pequeñas. Es una pena que no tengan hecha la Concentración Parcelaria.
- Pues están en ello. Las investigaciones y la clasificación del terreno ya están hechas; pero como parece que el ayuntamiento de Torremocha quiere adueñarse de los eriales, está todo paralizado.
- Entonces es que pertenecen a Torremocha como municipio, según veo.
- Claro. Ahí está el asunto.
- Y al el mismo ayuntamiento, los baldíos que fueron de aquí ahora tienen que pasar al ayuntamiento común, naturalmente.
- No señor, es que no eran del ayuntamiento de aquí, eran de particulares.
- Entonces la cosa cambia totalmente. Yo creo que son de ustedes.
Los campos de alrededor se muestran limpios y hasta emotivos. Tierras vírgenes, iluminadas por el sol en declive bajo un cielo de encendido azul, en estas prominencias del Pico de la Cruz donde siempre corre el aire.
- Aquí teníamos las eras antiguamente, de una parte o de otra siempre teníamos aire para aventar. Mire, este barranco que hay aquí lo hizo un bombazo cuando la guerra. Por esta parte murieron muchos.
Desde la cruz de bendecir los campos se divisan atrás los encinares ásperos del Picaño, los inicios de una nueva urbanización a lo lejos, la oquedad de las tierras dispuestas para el pantano de la Tajera en la cuenca del Tajuña. Más acá las laderas improductivas en dirección a El Sotillo, y debajo mismo de nuestros pies los surcos bien trabajados de los huertos en donde se dan las judías, las patatas, los garbanzos, y se desarrolla el cebollino. Los hombres y las mujeres de Torrecuadrada son verdaderos artistas de la horticultura, como los de Berrinches o los de Pastrana en las alcarreñas vega del Arlés.
- ¿Lo riegan con aquel arroyuelo que se ve abajo?
- No; eso no se riega nunca. No hace falta regarlo. Tiene siempre bastante humedad. Lo que pasa por debajo no es un arroyo, es así como una acequia que no se emplea para nada.
- ¿Cuántos habitantes quedan en Torrecuadrada?
- Pocos. La gente emigró de aquí. No llegaremos a los cien.
La iglesia del pueblo merece una especial reseña. Es un bello ejemplo, bien conservado, del estilo románico rural; alero exterior sostenido por fuertes modillones y portada impecable; protegida por un atrio porticado, con sencillas archivoltas entre las que destaca el arco exterior, con cuadraditos alternantes en relieve a manera de ajedrez. En los vanos de la espadaña asoman su tierno ramaje los jaramagos y los ababoles en flor. El ábside en medio tambor se adorna también con canecillos y una ventana en aspillera que alguien tuvo la desafortunada idea de cegar.
- ¿Qué tal por dentro?
- Poca cosa. Cuando la guerra lo hicieron todo un desastre.
El pueblo nos coge ahora como a caballo de la primera colina, hacia el saliente, del que nos separa la hondonada de la plaza y los bajos en donde está el frontón. Siempre en compañía del señor Basilio y de Armando, el chico que en todo caso se limita a escuchar, nos disponemos a bajar hasta la plaza para subir de nuevo. Al cogollo del pueblo se sube por callejuelas pedregosas, incómodas, de tierra y canto, por medio de muros y de paredones antiquísimos hechos de caliza, destartalados algunos, hasta la calle de las Eras en lo más alto. El silencio sepulcral y la quietud de las piedras dan con nosotros en el segundo altiplano, desde donde la visión es todavía, si cabe, más limpia, y más larga sobre todo.
- El pueblo aquel de allá lejos es Canredondo, y más acá esta Torrecuadradilla. Habrá visto que las calles las devoraron al meter el agua.
- Ya me he dado cuenta. Se las tendrán que arreglar. Qué remedio.
Por donde las eras sale al campo la señora Felicitas arreando al hato de cabras. El macho va dejando al pasar un fortísimo olor pastoso e insoportable.
- ¿Para qué emplean ahora todos los casillos de las eras?
- Algunos para nada. Se hicieron para guardar los trillos y los aperos de la recolección; pero ahora hay quien los emplea para guardar paja o para almacén de grano; otros para dejarlos que se hundan.
He podido comprobar en mi viaje, y con lo no mucho que tuve ocasión de conversar con ellos, que los de Torrecuadrada, aparte de su amabilidad y bonhombría, que buena cosa es, tienen una voz melosa que suena la mar de bien, tan dulce como las de los gallegos en años anteriores a las autonomías, por poner un ejemplo.
- ¿Cómo se llama exactamente el sitio en el que estamos ahora?
- a esto le decimos la Piedra del Gil.
Abajo sacuden estopa en el frontón tres parejas de veraneantes. La pelota manda hasta nosotros un restallido seco cada vez que se estrella contra la pared. Los veraneantes de Torrecuadrada tienen la feliz costumbre de jugar a la pelota con la mano limpia, igual que jugaban sus padres y sus abuelos, como debe ser.
En la herrén próxima, una mula negra mordisquea con desgana las crestas ya sazonadas de un hierbazal que creció demasiado.
Cuando llegamos al portal de su casa el abuelo Basilio nos ofreció sombra, y un trago riquísimo de agua del botijo. En el pueblo no hay quien ponga en duda que tienen la mejor agua de toda la provincia; en cambio, quien ha probado casi todas, pueblo a pueblo, sin miramientos ni escrúpulos, cree que es, efectivamente, una de las mejores.
- Abuela –dice Amando. Para mí mejor un trozo de jamón.
Y la abuela, joven aún y solícita como todas las abuelas, nos saca enseguida un plato impresionante de jamón troceado y una botella de cerveza para cada uno.
- No, mire, eso sí que no. Nada de merendar, porque luego entra sueño conduciendo y ya sabe lo que pasa –es lo que se me ha ocurrido decir, pero que, como cabe suponer, no ha servido de nada.
Allí, en absoluto reposo y en completa paz, me fueron poniendo al corriente de las gracias y desgracias que ocasionó al venir el pantano de la Tajera.
- Desgracias más bien. Nos ha cogido una buena vega. Pagaron una miseria y eso obligó todavía más a que la gente se marchara del pueblo. No queríamos, ni a buenas ni a malas, pero ahí está, y por cuatro perras nos quedamos sin ello.
A la salida del pueblo me enseñaron la fuente que hay junto a la carretera, frente por frente con el lavadero. Arroja dos chorros a todo manar que no caben por los agujeros del caño. Armando me dice que a veces se viene aposta desde su pueblo para beberse un buen trago de la fuente. Una placa sobre los sillares recubiertos del muro dice: “Obra subvencionada por la Diputación. 1926”.
- Aquí debajo hay un pozo que nadie sabe el agua que podrá tener dentro. Hicieron un agujero de ciento sesenta y seis metros de profundidad, y al final se les quedó una barrena de siete metros que no la pudieron sacar. Un día entero estuvieron sacando un chorro que casi no lo abarcaba un hombre, y a aquello no le vieron el término. Lo tienen así como si fuera precintado con chapas de hierro.
Las tres señoras que hay en el lavadero me miran con un gesto de sospecha. No sé si me llegaron a contestar o no cuando les di las buenas tardes. Tampoco es eso lo corriente, pero dadas los casos que por desgracia se oyen cada día, no tiene nada de extraño que la gente, sin serlo por naturaleza, se muestre a veces reservada e incomunicativa.
Al abuelo basilio le decimos adiós y lo dejamos faenando en el huerto, su cercado cuartelillo detrás del lavadero. Con buen sol todavía por delante tomamos el camino de vuelta. En los cuatro pueblos del trayecto hasta la carretera general, la gente ha comenzado a tirarse a las afueras para gozar de las puestas del sol y del frescor ribereño de las anochecidas.
Es posible que los fuertes calores de la época hayan podido deslucir lo mucho que tiene de delicia el hecho de andar, con toda la tarde por delante, por estos áridos parajes de la provincia donde lo agrio y lo sublime conviven encerrados dentro del mismo marco, sin otra razón que los inexplicables caprichos de la Naturaleza, que no es poca razón.
En las charcas vecinas de Laranueva hay un grupo de chicos pescando ranas con caña. En Renales merodea por la sombra la chiquillería de los veraneantes jugando entre los chopos. Los bajos son como una explosión de fertilidad tostados de mies, en tanto que las hierbas menos efímeras hacen imposible la visión del terreno por encima de las lindes que sirven de límite a unos cuartelillos minúsculos en los que suda el hombre.
Torrecuadrada de los Valles es un pueblo enclavado sobre una plataforma que rodean toda una serie de vegas y de vallejuelos húmedos y fecundos. El nombre le viene de ahí. Estamos ante un pueblecito extraño, bastante olvidado, con una plaza informe que coincide con el ensanche de la carretera al bajar de una cuesta. En la plaza se ven cuatro o seis personas que están hablando de pie a la sombra de una esquina. Me dice Armando que su abuelo es uno de los hombres que están en el corro, aquel señor mayor que lleva al hombro una legoncilla de excavar los huertos.
- Bueno, pues yo le acompaño adonde quiera usted. El pueblo tiene poco que ver. Si quiere pedemos subir hasta la iglesia. Está ahí detrás, en el alto ese.
Antes de llegar a la iglesia, el señor Basilo Marco me explicó que los vallejuelos que preceden al pueblo por el noreste se llaman Los Perales y La Noguera, y que los suelen sembrar de cebada y de avena porque resulta lo más cómodo y lo más práctico. Un poco hacia el poniente quedan Los Huertos, Las Paderejas, Las Cruces y Cuestarredondos, parajes consecutivos de la misma vega que ascienden con suavidad buscando los robles jóvenes de El Carril. Por Los Huertos, la chopera riza el intenso verde de sus hojas con el viento que sopla desde arriba.
- Tengo la impresión de que son tierras muy pequeñas. Es una pena que no tengan hecha la Concentración Parcelaria.
- Pues están en ello. Las investigaciones y la clasificación del terreno ya están hechas; pero como parece que el ayuntamiento de Torremocha quiere adueñarse de los eriales, está todo paralizado.
- Entonces es que pertenecen a Torremocha como municipio, según veo.
- Claro. Ahí está el asunto.
- Y al el mismo ayuntamiento, los baldíos que fueron de aquí ahora tienen que pasar al ayuntamiento común, naturalmente.
- No señor, es que no eran del ayuntamiento de aquí, eran de particulares.
- Entonces la cosa cambia totalmente. Yo creo que son de ustedes.
Los campos de alrededor se muestran limpios y hasta emotivos. Tierras vírgenes, iluminadas por el sol en declive bajo un cielo de encendido azul, en estas prominencias del Pico de la Cruz donde siempre corre el aire.
- Aquí teníamos las eras antiguamente, de una parte o de otra siempre teníamos aire para aventar. Mire, este barranco que hay aquí lo hizo un bombazo cuando la guerra. Por esta parte murieron muchos.
Desde la cruz de bendecir los campos se divisan atrás los encinares ásperos del Picaño, los inicios de una nueva urbanización a lo lejos, la oquedad de las tierras dispuestas para el pantano de la Tajera en la cuenca del Tajuña. Más acá las laderas improductivas en dirección a El Sotillo, y debajo mismo de nuestros pies los surcos bien trabajados de los huertos en donde se dan las judías, las patatas, los garbanzos, y se desarrolla el cebollino. Los hombres y las mujeres de Torrecuadrada son verdaderos artistas de la horticultura, como los de Berrinches o los de Pastrana en las alcarreñas vega del Arlés.
- ¿Lo riegan con aquel arroyuelo que se ve abajo?
- No; eso no se riega nunca. No hace falta regarlo. Tiene siempre bastante humedad. Lo que pasa por debajo no es un arroyo, es así como una acequia que no se emplea para nada.
- ¿Cuántos habitantes quedan en Torrecuadrada?
- Pocos. La gente emigró de aquí. No llegaremos a los cien.
La iglesia del pueblo merece una especial reseña. Es un bello ejemplo, bien conservado, del estilo románico rural; alero exterior sostenido por fuertes modillones y portada impecable; protegida por un atrio porticado, con sencillas archivoltas entre las que destaca el arco exterior, con cuadraditos alternantes en relieve a manera de ajedrez. En los vanos de la espadaña asoman su tierno ramaje los jaramagos y los ababoles en flor. El ábside en medio tambor se adorna también con canecillos y una ventana en aspillera que alguien tuvo la desafortunada idea de cegar.
- ¿Qué tal por dentro?
- Poca cosa. Cuando la guerra lo hicieron todo un desastre.
El pueblo nos coge ahora como a caballo de la primera colina, hacia el saliente, del que nos separa la hondonada de la plaza y los bajos en donde está el frontón. Siempre en compañía del señor Basilio y de Armando, el chico que en todo caso se limita a escuchar, nos disponemos a bajar hasta la plaza para subir de nuevo. Al cogollo del pueblo se sube por callejuelas pedregosas, incómodas, de tierra y canto, por medio de muros y de paredones antiquísimos hechos de caliza, destartalados algunos, hasta la calle de las Eras en lo más alto. El silencio sepulcral y la quietud de las piedras dan con nosotros en el segundo altiplano, desde donde la visión es todavía, si cabe, más limpia, y más larga sobre todo.
- El pueblo aquel de allá lejos es Canredondo, y más acá esta Torrecuadradilla. Habrá visto que las calles las devoraron al meter el agua.
- Ya me he dado cuenta. Se las tendrán que arreglar. Qué remedio.
Por donde las eras sale al campo la señora Felicitas arreando al hato de cabras. El macho va dejando al pasar un fortísimo olor pastoso e insoportable.
- ¿Para qué emplean ahora todos los casillos de las eras?
- Algunos para nada. Se hicieron para guardar los trillos y los aperos de la recolección; pero ahora hay quien los emplea para guardar paja o para almacén de grano; otros para dejarlos que se hundan.
He podido comprobar en mi viaje, y con lo no mucho que tuve ocasión de conversar con ellos, que los de Torrecuadrada, aparte de su amabilidad y bonhombría, que buena cosa es, tienen una voz melosa que suena la mar de bien, tan dulce como las de los gallegos en años anteriores a las autonomías, por poner un ejemplo.
- ¿Cómo se llama exactamente el sitio en el que estamos ahora?
- a esto le decimos la Piedra del Gil.
Abajo sacuden estopa en el frontón tres parejas de veraneantes. La pelota manda hasta nosotros un restallido seco cada vez que se estrella contra la pared. Los veraneantes de Torrecuadrada tienen la feliz costumbre de jugar a la pelota con la mano limpia, igual que jugaban sus padres y sus abuelos, como debe ser.
En la herrén próxima, una mula negra mordisquea con desgana las crestas ya sazonadas de un hierbazal que creció demasiado.
Cuando llegamos al portal de su casa el abuelo Basilio nos ofreció sombra, y un trago riquísimo de agua del botijo. En el pueblo no hay quien ponga en duda que tienen la mejor agua de toda la provincia; en cambio, quien ha probado casi todas, pueblo a pueblo, sin miramientos ni escrúpulos, cree que es, efectivamente, una de las mejores.
- Abuela –dice Amando. Para mí mejor un trozo de jamón.
Y la abuela, joven aún y solícita como todas las abuelas, nos saca enseguida un plato impresionante de jamón troceado y una botella de cerveza para cada uno.
- No, mire, eso sí que no. Nada de merendar, porque luego entra sueño conduciendo y ya sabe lo que pasa –es lo que se me ha ocurrido decir, pero que, como cabe suponer, no ha servido de nada.
Allí, en absoluto reposo y en completa paz, me fueron poniendo al corriente de las gracias y desgracias que ocasionó al venir el pantano de la Tajera.
- Desgracias más bien. Nos ha cogido una buena vega. Pagaron una miseria y eso obligó todavía más a que la gente se marchara del pueblo. No queríamos, ni a buenas ni a malas, pero ahí está, y por cuatro perras nos quedamos sin ello.
A la salida del pueblo me enseñaron la fuente que hay junto a la carretera, frente por frente con el lavadero. Arroja dos chorros a todo manar que no caben por los agujeros del caño. Armando me dice que a veces se viene aposta desde su pueblo para beberse un buen trago de la fuente. Una placa sobre los sillares recubiertos del muro dice: “Obra subvencionada por la Diputación. 1926”.
- Aquí debajo hay un pozo que nadie sabe el agua que podrá tener dentro. Hicieron un agujero de ciento sesenta y seis metros de profundidad, y al final se les quedó una barrena de siete metros que no la pudieron sacar. Un día entero estuvieron sacando un chorro que casi no lo abarcaba un hombre, y a aquello no le vieron el término. Lo tienen así como si fuera precintado con chapas de hierro.
Las tres señoras que hay en el lavadero me miran con un gesto de sospecha. No sé si me llegaron a contestar o no cuando les di las buenas tardes. Tampoco es eso lo corriente, pero dadas los casos que por desgracia se oyen cada día, no tiene nada de extraño que la gente, sin serlo por naturaleza, se muestre a veces reservada e incomunicativa.
Al abuelo basilio le decimos adiós y lo dejamos faenando en el huerto, su cercado cuartelillo detrás del lavadero. Con buen sol todavía por delante tomamos el camino de vuelta. En los cuatro pueblos del trayecto hasta la carretera general, la gente ha comenzado a tirarse a las afueras para gozar de las puestas del sol y del frescor ribereño de las anochecidas.
(N.A. Agosto, 1987)
1 comentario:
Amigo, bonito relato. Un saludo sincero de un nieto de Torrecuadrada. Algo ha cambiado, pero tampoco mucho.
De la foto que tiene colocada, la mia es la casa que más nueva se veía en aquel momento (centro un poco a la derecha), ahora las hay más nuevas y vistosas.
Bueno, las calles ya estan asfaltadas.
Vuelva cuando quiera. Y pregunte por el alcalde, seguro que recibe gustoso a tan buen visitante.
PD:cuando visitó usted el pueblo estaba allí. Apenas contaba 7 años.
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