La peculiar fisonomía del paisaje en estos confines de la Alcarria que pisa, como columna vertebral del mapa de Guadalajara, la carretera de Barcelona, tiene por sello el viejo torreón de La Torresaviñán a caballo de la leve prominencia mesetaria que rodean en no pocos kilómetros a la redonda campos de arada, limpias heredades de pan llevar manejadas por brazos expertos que el caminante contempla con admiración en cada viaje. Torremocha nos queda al paso, cruzada de ala por la general en el centro mismo de esta infinita caldera de tierras de labor, recogida al amparo del soberbio alminar de la torre de la iglesia que como vigía protector de vidas y de haciendas destaca sobre el uniforme caparazón de las casas del pueblo.
Atrás la ermita de la Soledad, Torremocha del Campo ofrece desde la explanada el aspecto de una pequeña ciudad cosmopolita. Los modernos paradores de las afueras aportan al lugar una pincelada de indiscutible atractivo, que lo distingue de aquellos otros alejados de las principales vías de comunicación.
Acabo de entrar en uno de esos restaurantes de los que les hablo. Hay una larga barra en el mostrador y las estanterías están repletas de toda clase de productos para el consumo y de regalos, pensando en los clientes que vienen de paso. Atiende al público un camarero que me mira con manifiesta indiferencia. Me sirve un café calentito y me dice, al fin, que el negocio de la carretera no es tan redondo como la gente piensa.
- En el mes de agosto la cosa va bastante mejor. Los demás meses del año, muy flojo, y enero y febrero prácticamente nada.
Saboreando sin prisas el exquisito servicio del bar, los ojos se pierden en aquel maremagnum de cosas a la venta: en los dulces de los anaqueles, en las cajas de juguetes, en los jamones curados que cuelgan de la pared, en los tarros de miel envueltos en papeles amarillos de celofán, en la exposición de navajas de la vitrina, y en la magnífica colección de aves y de alimañas disecadas que en otra estantería contigua se muestran al público.
Una vez que se ha dejado en su lugar esta zona hostelera situada en la periferia, el pueblo tiene por dentro todo el sabor de las antiguas villas de labradores castellanos. Ahora estamos en la plazuela del juego de pelota. El viento frío se cuela por las bocacalles y zumba en las esquinas con un silbido desapacible que invita a quedarse dentro del coche. Un guardia civil me mira por una de las ventanas entreabiertas de la casa-cuartel en el momento en que me decido a salir a la calle. Por la de Don Juan Manuel Alavedra, que es para mi uso la principal calle de Torremocha, las mujeres pasan bien abrigadas y vuelven las esquinas apresuradamente.
- Por favor, señora ¿Quién fue don Juan Manuel Alavedra?
- Ay, pues mire, no le sé decir a usted.
- ¿Y la ermita de ahí abajo, donde los columpios?
- Pues tampoco lo sé. Es una ermita, pero no sé cómo le dicen. El señor cura vive detrás, él se lo podrá decir.
Según me contaron más tarde, don Juan Manuel Alavedra fue un benefactor del pueblo de Torremocha, a quien en agradecimiento se le dedicó la calle, mientras que la ermita, semioculta entre los olmos y rodeada de maleza, está dedicada a Santa Ana.
Cuando uno se asoma por el pequeño ventanuco de la ermita sólo se ven sombras. Luego se alcanzan a distinguir en el fondo dos imágenes, Una de Santa María y otra de San José. Por el suelo se ven algunos bancos destartalados y puestos en desorden, con aspecto de almacén trastero. Uno piensa que la ermita de Santa Ana, si no se le pone un poco de atención se acabará hundiendo.
Por encima de la puerta principal en la casa curato hay un escudo tallado en piedra arenisca originario de 1590, muy bien conservado, en el que se distingue como emblema un castillo y a los flancos las clásicas llaves cruzadas de los cabildos y un antiguo pendón desplegado. A don José Miguel, el joven sacerdote de Torremocha, lo que más le llama la atención son las tres estrellas que aparecen sobre las llaves cruzadas del escudo.
La iglesia se encuentra poco más adelante; tiene una torre esbelta, construida a base de piedra sillar con tres cuerpos y que culmina en una terraza cuadrada, con bolones de piedra alrededor como corresponde a este tipo de campanarios del dieciocho. Orientado al mediodía, han colocado sobre el vano de un antiguo esquiloncillo el reloj municipal que anuncia con las primeras notas del Ave María de Schubert. Una bandera blanca sobre la torre recuerda el reciente Cante de Misa de un hijo del pueblo. En la cara de saliente se alcanza a leer: “1607, Juan Ramos, Maestro”. La portada es una sencilla muestra del arte renacentista, de fina línea, fechada en 1630.
Sobre el atrio se deja caer el sol tibio del invierno que los vientos de la mañana envuelven en un hálito indefinible de malestar. Busco refugio en el ángulo de los contrafuertes que dan a la solana, mientras proyecto la obligada visita a la Plaza Mayor.
Es ésta una plaza relativamente pequeña, cortada sobre un cuadrado perfecto que tiene en el centro una fuente granítica de inclinación barroca, en la que no queda el menor vestigio de las aguas que algún día debieron manar. A la fuente de la plaza de Torremocha le han arrancado los cuatro caños. Es una fuente meramente testimonial, una fuente muerta.
En otra segunda vuelta por la calle mayor, me llama la atención el ornato oriental de una casa que tiene marcado sobre el dintel un reloj enorme, señalado con guijarros pintados de verde. La Torresaviñán, uno de los pueblos vecinos, se deja ver no lejos de aquí a la caída de un otero, y los tejados de un ocre rojizo, en acorde composición con los campos vecinos. La Fuensaviñán queda algo más abajo, con sus contadas viviendas en las que a estas horas estará moviendo su viejo telar mi amigo el Tío Marcelino, semioculta detrás de las desnudas choperas de la Fuente Vieja.
Un poco en las afueras de Torremocha está la vivienda, el almacén, y las naves de una familia conocida: la de Pablo Layna. Llego hasta allí aterido de frío. Pablo no está. Su esposa me dice que volverá enseguida. Mientras tanto he tenido ocasión de conocer a Pablo José, un chaval de catorce años acabados de cumplir y que padece una enfermedad extrañísima que le tiene inmóvil desde la infancia. El chico conoce su mal y cuenta con el para resolver su vida de manera decorosa. Me habla con admirable tranquilidad.
- Lo que yo tengo es distrofia muscular, que también se llama enfermedad de Ducheme. Consiste en una pérdida de fuerza en todos los músculos. Yo creo que en toda España sólo hay dos o tres como yo.
- ¿Te duele?
- Nada. No me duele nada. Que no me puedo mover y nada más. Ahora, como me he puesto demasiado gordo, estoy haciendo un régimen. Me han dicho que tengo que adelgazar doce kilos. Hace una semana que lo empecé y ya he perdido uno.
- ¿Qué curso haces en el colegio?
- Hago octavo de EGB. Al año que viene voy a empezar el Bachillerato en Sigüenza. Luego, no sé; no lo he pesado todavía.
Cuando nos hemos hecho amigos, Pablo José, sobre las espaldas de su tío Pablo, baja hasta la calle para servirme de guía conduciendo su coche de ruedas. El coche de Pablo José funciona con dos baterías que lleva debajo del asiento. El chico lo maneja presionado unos mandos colocados a propósito donde descansa la mano derecha.
- Las baterías duran poco, un día. Por las noches me las ponen a cargar otra vez.
De paso hacia la plaza, mi guía me va informando de que los cercados que hay por encima del pueblo son apriscos y parideras de ganado. Desde abajo parecen los restos de alguna ciudad misteriosa, ruinas de algún poblado cíclope de la antigüedad.
- Aquello es la Lastra. Ahora no queda casi ganado, unas mil quinientas cabezas en todo el pueblo. Ese que está en la era con las ovejas se llama Clemente.
Acabamos de llegar junto al actual edificio de la escuela pública. Pablo José ha mostrado verdadero interés por llevarme hasta allí. La escuela está pro debajo del salón y oficinas del ayuntamiento. Se ve que todo es reducido en espacio, pintado de un blanco riguroso, nuevo y orientado al sol.
- Pues yo pensé que no había escuela en Torremocha, ya ves.
- Hemos estado muchos años sin escuela, veinte creo yo. Luego la han vuelto a abrir otra vez. Venimos veinte chicos. El cuartel de la Guardia Civil también lo quitaron y lo han vuelto a poner, pero en otro sitio distinto al que estaba antes.
- Entonces todavía quedan habitantes aquí, ¿no?
- Si contamos a los chicos y todo, habrá unos doscientos veinte.
En la plaza están aventando trigo con una máquina de manivela, que mueve una mujer a fuerza de brazo. El espectáculo me resulta curioso.
- Lo están limpiando para sembrar. Otros lo llevan a Sigüenza, pero el que quiere lo limpia aquí.
Se ve que la agricultura funciona en Torremocha.
- Sí, no está mal. Hay veintidós o veintitrés tractores, y todos grandes. El terreno es bueno, pero hay poco. Aquí no tenemos mucho campo. Se podía cultivar bastante más.
Hemos vuelto de nuevo a casa. Mi joven amigo de Torremocha y yo nos hemos entretenido viendo los ternerillos y los cochinos de la granja. Luego hemos dedicado un rato largo a ver reportajes familiares grabados en vídeo: la fiesta del colegio o la simpática escena de cuando Pablo José se afeitó por primera vez el bigote el día de su cumpleaños, y los recuerdos que los buenos amigos le han ido regalando en relación con el último campeonato mundial de fútbol.
Torremocha del Campo. Un pueblo de agricultores ajeno a los grandes acontecimientos históricos o paisajísticos que por una cosa u otra pudieran atraer el interés del que va de paso. Unos cuantos nombres más que anotar en la lista entrañable que uno conserva, escondida en aquel rinconcito del corazón donde guarda para sí las cosas íntimas.
Atrás la ermita de la Soledad, Torremocha del Campo ofrece desde la explanada el aspecto de una pequeña ciudad cosmopolita. Los modernos paradores de las afueras aportan al lugar una pincelada de indiscutible atractivo, que lo distingue de aquellos otros alejados de las principales vías de comunicación.
Acabo de entrar en uno de esos restaurantes de los que les hablo. Hay una larga barra en el mostrador y las estanterías están repletas de toda clase de productos para el consumo y de regalos, pensando en los clientes que vienen de paso. Atiende al público un camarero que me mira con manifiesta indiferencia. Me sirve un café calentito y me dice, al fin, que el negocio de la carretera no es tan redondo como la gente piensa.
- En el mes de agosto la cosa va bastante mejor. Los demás meses del año, muy flojo, y enero y febrero prácticamente nada.
Saboreando sin prisas el exquisito servicio del bar, los ojos se pierden en aquel maremagnum de cosas a la venta: en los dulces de los anaqueles, en las cajas de juguetes, en los jamones curados que cuelgan de la pared, en los tarros de miel envueltos en papeles amarillos de celofán, en la exposición de navajas de la vitrina, y en la magnífica colección de aves y de alimañas disecadas que en otra estantería contigua se muestran al público.
Una vez que se ha dejado en su lugar esta zona hostelera situada en la periferia, el pueblo tiene por dentro todo el sabor de las antiguas villas de labradores castellanos. Ahora estamos en la plazuela del juego de pelota. El viento frío se cuela por las bocacalles y zumba en las esquinas con un silbido desapacible que invita a quedarse dentro del coche. Un guardia civil me mira por una de las ventanas entreabiertas de la casa-cuartel en el momento en que me decido a salir a la calle. Por la de Don Juan Manuel Alavedra, que es para mi uso la principal calle de Torremocha, las mujeres pasan bien abrigadas y vuelven las esquinas apresuradamente.
- Por favor, señora ¿Quién fue don Juan Manuel Alavedra?
- Ay, pues mire, no le sé decir a usted.
- ¿Y la ermita de ahí abajo, donde los columpios?
- Pues tampoco lo sé. Es una ermita, pero no sé cómo le dicen. El señor cura vive detrás, él se lo podrá decir.
Según me contaron más tarde, don Juan Manuel Alavedra fue un benefactor del pueblo de Torremocha, a quien en agradecimiento se le dedicó la calle, mientras que la ermita, semioculta entre los olmos y rodeada de maleza, está dedicada a Santa Ana.
Cuando uno se asoma por el pequeño ventanuco de la ermita sólo se ven sombras. Luego se alcanzan a distinguir en el fondo dos imágenes, Una de Santa María y otra de San José. Por el suelo se ven algunos bancos destartalados y puestos en desorden, con aspecto de almacén trastero. Uno piensa que la ermita de Santa Ana, si no se le pone un poco de atención se acabará hundiendo.
Por encima de la puerta principal en la casa curato hay un escudo tallado en piedra arenisca originario de 1590, muy bien conservado, en el que se distingue como emblema un castillo y a los flancos las clásicas llaves cruzadas de los cabildos y un antiguo pendón desplegado. A don José Miguel, el joven sacerdote de Torremocha, lo que más le llama la atención son las tres estrellas que aparecen sobre las llaves cruzadas del escudo.
La iglesia se encuentra poco más adelante; tiene una torre esbelta, construida a base de piedra sillar con tres cuerpos y que culmina en una terraza cuadrada, con bolones de piedra alrededor como corresponde a este tipo de campanarios del dieciocho. Orientado al mediodía, han colocado sobre el vano de un antiguo esquiloncillo el reloj municipal que anuncia con las primeras notas del Ave María de Schubert. Una bandera blanca sobre la torre recuerda el reciente Cante de Misa de un hijo del pueblo. En la cara de saliente se alcanza a leer: “1607, Juan Ramos, Maestro”. La portada es una sencilla muestra del arte renacentista, de fina línea, fechada en 1630.
Sobre el atrio se deja caer el sol tibio del invierno que los vientos de la mañana envuelven en un hálito indefinible de malestar. Busco refugio en el ángulo de los contrafuertes que dan a la solana, mientras proyecto la obligada visita a la Plaza Mayor.
Es ésta una plaza relativamente pequeña, cortada sobre un cuadrado perfecto que tiene en el centro una fuente granítica de inclinación barroca, en la que no queda el menor vestigio de las aguas que algún día debieron manar. A la fuente de la plaza de Torremocha le han arrancado los cuatro caños. Es una fuente meramente testimonial, una fuente muerta.
En otra segunda vuelta por la calle mayor, me llama la atención el ornato oriental de una casa que tiene marcado sobre el dintel un reloj enorme, señalado con guijarros pintados de verde. La Torresaviñán, uno de los pueblos vecinos, se deja ver no lejos de aquí a la caída de un otero, y los tejados de un ocre rojizo, en acorde composición con los campos vecinos. La Fuensaviñán queda algo más abajo, con sus contadas viviendas en las que a estas horas estará moviendo su viejo telar mi amigo el Tío Marcelino, semioculta detrás de las desnudas choperas de la Fuente Vieja.
Un poco en las afueras de Torremocha está la vivienda, el almacén, y las naves de una familia conocida: la de Pablo Layna. Llego hasta allí aterido de frío. Pablo no está. Su esposa me dice que volverá enseguida. Mientras tanto he tenido ocasión de conocer a Pablo José, un chaval de catorce años acabados de cumplir y que padece una enfermedad extrañísima que le tiene inmóvil desde la infancia. El chico conoce su mal y cuenta con el para resolver su vida de manera decorosa. Me habla con admirable tranquilidad.
- Lo que yo tengo es distrofia muscular, que también se llama enfermedad de Ducheme. Consiste en una pérdida de fuerza en todos los músculos. Yo creo que en toda España sólo hay dos o tres como yo.
- ¿Te duele?
- Nada. No me duele nada. Que no me puedo mover y nada más. Ahora, como me he puesto demasiado gordo, estoy haciendo un régimen. Me han dicho que tengo que adelgazar doce kilos. Hace una semana que lo empecé y ya he perdido uno.
- ¿Qué curso haces en el colegio?
- Hago octavo de EGB. Al año que viene voy a empezar el Bachillerato en Sigüenza. Luego, no sé; no lo he pesado todavía.
Cuando nos hemos hecho amigos, Pablo José, sobre las espaldas de su tío Pablo, baja hasta la calle para servirme de guía conduciendo su coche de ruedas. El coche de Pablo José funciona con dos baterías que lleva debajo del asiento. El chico lo maneja presionado unos mandos colocados a propósito donde descansa la mano derecha.
- Las baterías duran poco, un día. Por las noches me las ponen a cargar otra vez.
De paso hacia la plaza, mi guía me va informando de que los cercados que hay por encima del pueblo son apriscos y parideras de ganado. Desde abajo parecen los restos de alguna ciudad misteriosa, ruinas de algún poblado cíclope de la antigüedad.
- Aquello es la Lastra. Ahora no queda casi ganado, unas mil quinientas cabezas en todo el pueblo. Ese que está en la era con las ovejas se llama Clemente.
Acabamos de llegar junto al actual edificio de la escuela pública. Pablo José ha mostrado verdadero interés por llevarme hasta allí. La escuela está pro debajo del salón y oficinas del ayuntamiento. Se ve que todo es reducido en espacio, pintado de un blanco riguroso, nuevo y orientado al sol.
- Pues yo pensé que no había escuela en Torremocha, ya ves.
- Hemos estado muchos años sin escuela, veinte creo yo. Luego la han vuelto a abrir otra vez. Venimos veinte chicos. El cuartel de la Guardia Civil también lo quitaron y lo han vuelto a poner, pero en otro sitio distinto al que estaba antes.
- Entonces todavía quedan habitantes aquí, ¿no?
- Si contamos a los chicos y todo, habrá unos doscientos veinte.
En la plaza están aventando trigo con una máquina de manivela, que mueve una mujer a fuerza de brazo. El espectáculo me resulta curioso.
- Lo están limpiando para sembrar. Otros lo llevan a Sigüenza, pero el que quiere lo limpia aquí.
Se ve que la agricultura funciona en Torremocha.
- Sí, no está mal. Hay veintidós o veintitrés tractores, y todos grandes. El terreno es bueno, pero hay poco. Aquí no tenemos mucho campo. Se podía cultivar bastante más.
Hemos vuelto de nuevo a casa. Mi joven amigo de Torremocha y yo nos hemos entretenido viendo los ternerillos y los cochinos de la granja. Luego hemos dedicado un rato largo a ver reportajes familiares grabados en vídeo: la fiesta del colegio o la simpática escena de cuando Pablo José se afeitó por primera vez el bigote el día de su cumpleaños, y los recuerdos que los buenos amigos le han ido regalando en relación con el último campeonato mundial de fútbol.
Torremocha del Campo. Un pueblo de agricultores ajeno a los grandes acontecimientos históricos o paisajísticos que por una cosa u otra pudieran atraer el interés del que va de paso. Unos cuantos nombres más que anotar en la lista entrañable que uno conserva, escondida en aquel rinconcito del corazón donde guarda para sí las cosas íntimas.
(N.A. Marzo, 1984)
5 comentarios:
Me ha hecho muchisima ilusion leer este artículo ya que mi tío fue JUAN MANUEL ALAVEDRA, murió a los 24 años de edad en la carretera a la altura de TORREMOCHA, y su cuerpo lo recogió un pastor, hace y más de 50 años. En agradecimiento, mi abuelo RAMON ALAVEDRA fue benefactor para el encendido de las calles del pueblo. Torremocha correspondió con el nombre de una de sus calles a mi tío. Siempre les estaremos agradecidos!!!!
el pastor que recogió al Sr. Juan Manuel Alavedra fué mi padre Vicente Bernardino Contreras Ortiz y a raíz de éste suceso el Sr. Ramón Alavedra le ofreció trabajo en Rubí, Barcelona, conoció a Mercedes Tiriñena y formó família.
Clemente era mi abuelo, me ha gustado mucho ver este blog.
Yo soy de Torremocha y aunque hay cosas que no cambian, otras no son ya como en el 84. Ahora, por desgracia, hay menos de 80 personas y la escuela ya cerró hace bastantes años.
Hola, mi abuelo es Carlos Ranz. Y me ha contado que entre el y un amivo suyo guardaron el cadaver hasta que a las seis de la mañana llego la familia para reconocer el cuerpo de Juan Manuel Alavedra.
Yo soy,Tomás hijo de Bernardino Contreras, como ha dicho mi hermana,recuerdo de niño y en otras ocasiones como mi padre me explicaba los hechos, y estoy seguro que tu tio, estuvo bien acompañado en sus últimos minutos de su vida, mi padre fué una persona que dejó huella en su camino y es díficil no recordarlo cada día.
Me alegro que vuestra familia este agradecida, seguro que todos actuariamos igual en circunstancias como esta.
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